EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REVELACIÓN
10. ¿Alcanza
el Espíritu de Dios a decirse del todo en la creación y en la historia?
Todos tenemos experiencia de la distancia que
existe entre lo que buscamos y el resultado concreto de nuestra búsqueda.
Podríamos decir que no es connatural una especie de incapacidad para someter la
realidad a nuestra acción (pensante o transformante) con el fin de hacerla
coincidir con su anhelo último. En esta perspectiva, el ser humano ha soñado
siempre, y así aparece también en la revelación bíblica, con un tiempo
cumplido, con un tiempo definitivo a la altura de las expectativas que suscita
su propio ser en el mundo. Este tiempo cumplido no es sino la coincidencia del
ser con su propia plenitud, del ser humano con sus posibilidades originales y,
claro está, la resistencia de este acontecimiento al paso del tiempo; por
tanto, la suspensión superadora del tiempo en él.
Este acontecimiento es el tiempo perdido tal y
como aparece en la pérdida del paraíso, no porque se diera históricamente y
desapareciera en una historia que se degrada progresivamente (como afirman
algunos mitos en su literalidad, entre ellos algunos de los relatos bíblicos),
sino en cuanto tiempo no alcanzado nunca por una historia siempre finita y
nunca fiel totalmente a sus mejores posibilidades. Este tiempo acontece en la
conciencia humana, especialmente en la revelación bíblica, como cumbre de la
obra divina que acontecerá en su momento: ‘el
día del Señor’. Por eso, esta plenitud de los tiempos como cumplimiento de
las promesas inscritas en el orden de la creación y en el camino de la historia
por el Espíritu creador y mesiánico de Dios, está en un continuo clamor en el
mundo: ¿cuándo Señor?, ¿por qué no ya?
Pues bien, la revelación cristiana afirma que
este acontecimiento ya se ha producido, que ya ha tenido lugar este encuentro
entre el impulso originario de Dios que pronuncia el mundo llamándole al ser y
la definitiva respuesta del mundo que pronuncia a Dios en su verdad. En
Jesucristo, la fe afirma que el impulso de Dios y el decirse de la creación ha
alcanzado su verdad plena y permanente. Jesús mismo en su ministerio, tal y
como lo recoge Lucas, habla del hoy en el que se cumple la expectativa
mesiánica (Lc 4, 18-21). De igual manera, en Marcos aparece el hoy del
cumplimiento que coincide con la acción y predicación de Jesús (Mc 1,15). Ambos
textos aparecen inmediatamente después de la rememoración del bautismo de
Cristo en el que se representa la creación originaria en la que se complace
Dios. En el bautismo, Jesús es descrito como el que sale de las aguas
originales (del caos) a la vez que se pronuncia la palabra de Dios sobre él: ‘tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco’.
La creación queda en él descrita en su designio último, en su objetivo
primigenio, en forma de diálogo creativo (Padre-Hijo). El bautismo, por tanto,
tal y como es narrado, no describe fundamentalmente un momento de la vida de
Jesús donde tuviera una experiencia psicológica especial, sino su verdad más
honda, aquella que le define como lugar en el que la creación, recogida y
representada en él, puede reconocerse en su verdad originaria nunca revocada
por Dios. Una verdad que no es sino el destino a la participación filial de la
vida de Dios. En esta humanidad de Jesús, el Espíritu, que se presenta
nuevamente aleteando sobre las aguas del bautismo y adentrándose en el ser de
Cristo, manifiesta entonces la verdad de Dios en su acción. En este sentido, el
Espíritu, desde su presencia en el inicio permanente del ser creado hasta su
consumación en el Hijo encarnado, aparece como Espíritu que busca suscitar la
filiación en el mundo (F.-X. Durwell).
Esto se produce de dos formas. La primera es
descrita en la anunciación, en la que la carne tomada del seno de María es
alentada por el envío del Espíritu sobre ella como carne del Hijo único de
Dios, como carne/humanidad que pertenecerá por siempre al ser filial de Dios.
La plenitud de los tiempos coincide así con el momento en que la creación se
reconoce inserta, unida a la misma vida de Dios en el Hijo.
La segunda se describe cuando Cristo ofrezca
este Espíritu como vínculo de comunión con él para participar de este
acontecimiento de la filiación. Así se dirá de Cristo resucitado que es para el
mundo este cumplimiento de los tiempos, ya que en él, participando del Espíritu
que él ofrece, todo se consuma, pues en él aparece el ser humano verdadero (1
Cor 15,45). Por eso en él, con su mismo Espíritu, todos podemos decir que somos
hijos, podemos responder a la llamada con la que Dios pronuncia nuestra
existencia con la oración constitutiva que quiere pronunciarse en lo íntimo e
nuestro ser: ‘Abba’, Padre (Rom 8,
14-17).
El Espíritu que aleteaba sobre el abismo en el
que nacemos, el que impulsa interiormente las formas creaturales que el Padre
llama a la existencia pronunciándolas, ese mismo Espíritu alcanza a decirse, a
manifestarse del todo en su dinamismo propio cuando Dios se complace en Cristo
como Hijo y este se consagra por entero a la gloria de su Padre. Así aparece la
verdad última de las cosas, la plenitud de los tiempos, y por eso, meditando en
esta perspectiva, el evangelista Juan llamará a este ‘Espíritu de la verdad’ (Jn16,13). Él es el que empuja a Dios y al
mundo desde dentro de sí mismos hacia su propia identidad relacional. Así el
Espíritu se realiza identificando a lo distinto de sí, apareciendo sólo en la
identidad de éstos.
Queda claro en esta perspectiva que los tiempos
mesiánicos no coincidirán, por tanto, con las imágenes, necesarias pero torpes
en su expresividad, de una tierra ensanchada en sus bienes interiores, sino
como afirma Moltmann [«El don y
la actualidad del Espíritu de Dios es lo más grande y admirable que puede
ocurrirnos a nosotros, la comunidad humana, a todos los seres vivientes y a
esta tierra. Porque en el espíritu Santo no está presente cualquiera entre los
muchos malos o buenos espíritus, sino Dios mismo, el Dios creador y
vivificante, el Salvador y dador de felicidad»], en la
participación en la riqueza sobreabundante e inimaginable que es Dios mismo
como hogar propio de la creación.
Detengámonos ahora un poco en la forma de este
cumplimiento en Cristo.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
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