HISTORIA DEL NO
DUALISMO
En la tradición cristiana, el no dualismo
aguantó el paso del tiempo unos mil quinientos años. "La nube del no saber",
una guía mística cristiana (anónima) sobre la contemplación escrita a mediados
del siglo XIV, dejó bien claro que el no dualismo seguía constituyendo una
parte importante de la tradición cristiana y que el saber tenía que estar
compensado por el no saber, y el decir por el no decir. El mensaje básico era
que la única manera de conocer verdaderamente a Dios era abandonando toda
noción, creencia o conocimiento preconcebidos sobre Él y entregarnos al no
saber, pues solamente así podemos empezar a atisbar la verdadera naturaleza de
Dios. Es lo que se conoce como la ‘tradición apofática’ o la "oscuridad"
desde los tiempos de Dionisio, a finales del siglo VI, a quienes los teólogos
escolásticos Aquino y Buenaventura citarían después por extenso en el siglo
XIII.
Cuando yuxtaponemos el saber y el no
saber, e incluso cuando deseamos no saber, se da ese fenómeno maravilloso
llamado fe, que nos permite mantener un horizonte, un campo abierto. De este
modo podemos permanecer con la mente humilde y asombrada de un principiante,
incluso -por no decir sobre todo- cuando ya hemos alcanzado la edad adulta.
Curiosamente, muchos científicos actuales
parecen hacer esto mejor que muchos clérigos cristianos. Los miembros de la
comunidad científica pueden vivir con una hipótesis de trabajo, avanzar con una
teoría, mientras que son mucho los miembros de comunidades religiosas que no
pueden hacerlo; necesitan tener toda la verdad aquí y ahora, y contar con
palabras claras y ciertas: "Mi religión/confesión posee toda le verdad; la
tuya, no". ¡Qué pérdida de tiempo! ¿No nos damos cuenta de que esto es más
amor propio que amor a la verdad? Esta actitud cobró nueva fuerza después de la
Reforma, cuando Europa se dividió en católicos y luteranos. Cada grupo se
empeñaba en demostrar que estaba cien por cien en lo cierto y que el otro grupo
estaba cien por cien equivocado, lo cual, naturalmente, ni era -ni suele ser
nunca- verdad.
Y poco después, en la misma estela de la
Reforma, tuvimos ese fenómeno curiosamente llamado Iluminismo o Ilustración.
¡Nos robaron la palabra! ¿No hemos pensado nunca en ello? En realidad se
trataba de un concepto neotestamentario, en buena parte tomado de Jesús, quien
había dicho que él era la Luz o el Iluminador (Jn 8,12) y que nosotros
compartiríamos esta luz o iluminación (Jn 9; Mt 5,14-16). ¿Cómo un significado
tan amplio y tan espiritual pasó a ser meramente racional? Pues porque perdimos
nuestra manera excepcional y brillante de conocer, empeñados en imitar
servilmente a nuestros antagonistas y en tomar prestados su vocabulario y su
perspectiva. La racionalidad es sin duda una bonita y sutil manera de pensar.
Dio origen a la revolución industrial, la revolución científica, la revolución
mecánica y la revolución médica. Pocos de nosotros estaríamos sentados aquí y
ahora sin lo que ella aportó. ¡Gracias, Señor, por la mente dualista, racional!
Es muy buena en sí, pero incapaz de llegar muy lejos. Hay un techo que la mente
racional no puede traspasar.
Podemos atrevernos a decir que existen
seis cuestiones por encima de este techo y que la mente racional no puede
procesar o explicar:
El amor. -
El amor no es racional. Es algo que sabemos perfectamente, y sin embargo la
mayoría de nosotros moriríamos por él.
La muerte. -
La muerte como tal no es racional, no puede explicarse.
La vida. -
La vida como tal, ¡qué gran misterio!
El sufrimiento. - Muchas
personas se vienen abajo en presencia del sufrimiento, tratan de abordarlo
mediante el ego de manera racional o dualista, y echando la culpa a los demás.
Otros se elevan de un modo que nos parece imposible.
El infinito (o eternidad). -
La noción de ‘infinito’ o eternidad
funde todos los plomos de la mente.
El sexo. -
Cualquiera que haya tenido sexo admitirá que no hay nada racional en él. Y sin
embargo hay mucha gente que vive y muere por él.
¿Qué nos ha hecho pensar que las cosas
verdaderamente grandes son realmente racionales? Cuando abordamos estas cuestiones
desde un mero nivel racional nos estamos cerrando a lo no racional, a nuestra
inteligencia emocional, la inteligencia intuitiva, personal y contextual, que
es fundamental para conocer algo de manera espiritual o plena. Nos hemos
empeñado en resolver cuestiones cruciales a este nivel, es decir, con una moral
dualista, cargada de dogmas y doctrinas; pero esta es una conciencia de bajo
nivel, que nos impide acceder a niveles superiores, como es la experiencia
mística.
La nuestra es sin duda una época maravillosa,
en la que se está intentando redescubrir la mente contemplativa en una Iglesia
católica que parecía haberla olvidado y en una "era protestante" en
la que nunca se había enseñado dicho concepto. Gracias a Dios, también había
honrosas excepciones; me refiero a esas personas que, a través de un gran amor
y un gran sufrimiento, habían alcanzado una mente contemplativa por sí solas,
sin ni siquiera saber que eran contemplativas ni utilizar esta palabra para
poder describirse como tales.
Después de la Reforma y de la Ilustración
-o Iluminismo-, la Iglesia asumió una postura defensiva, llamada también
"mentalidad de estado de sitio". Cada una de las denominaciones
cristianas hizo lo mismo. Todos ansiábamos tener certeza, orden, una explicación
para demostrar que nuestra denominación era la correcta, como si eso tuviera
algo que ver con la fe o el amor. No nos dábamos cuenta de que casi todo el
mundo nos miraría y concluiría que, en su conjunto, una religión que podía
perder el tiempo en dichas disputas egocéntricas no podía por menos de estar
equivocada. En su mayor parte, la contemplación ya no se enseñaba de manera
sistemática, ni siquiera en el seno de las órdenes religiosas ni de las propias
comunidades contemplativas.
Y sin embargo, hay muchas personas cuyas
almas viven aún en ese lugar silencioso, especioso, abierto, que es
invariablemente fruto de un gran amor o de un gran sufrimiento, y generalmente
de ambas cosas. Tal es el sendero natural y universal hacia la contemplación.
No necesitamos ser célibes, monjes, ni siquiera especialmente ascéticos (salvo
en la mente y el corazón) para ser contemplativos.
Aunque la senda universal es el amor y el
gran sufrimiento, la oración interior consciente puede acelerar esta senda
hacia la contemplación y la transformación. El mero recitar plegarias puede ser
también, en palabras de san Juan Casiano (360-435), una "paz
perniciosa". Este temprano monje cristiano, que introdujo en occidente las
ideas y prácticas del monacato egipcio en los albores de la Edad Media, vio
claramente que la oración puede ser peligrosa si no nos lleva al gran amor y
nos permite evitar el sufrimiento necesario en nombre de la religión.
Quienes caen en la red de seguridad del
silencio descubren que no se trata en absoluto de una caída en el
individualismo. Pues, si tal fuera el caso, se tratará entonces de dicha paz
perniciosa, La verdadera oración o contemplación es, antes bien, un salto a lo
compartido, a lo comunitario: sabemos que lo que experimentamos se sostiene en
todos los demás y que ya no estamos solos. Formamos parte de un todo, somos una
parte enteramente agradecida.
Esa es la razón por la que podemos ser
célibes los llamados al celibato, porque vivimos una especie de intimidad con
todo. Todo nos parece como una sacudida, una alegría, una posibilidad, una
comunión, una conexión. Asimismo, el celibato es una elección equivocada para
quien no ha accedido a cierto nivel de oración contemplativa; en tal caso, la
cosa ‘no va a funcionar’ básicamente,
y la persona en cuestión acabará como un "soltero o soltera estéril y
frustrado". Por eso también hemos tenido los escándalos de pedofilia: hay
jóvenes bien intencionados que se meten al seminario creyendo que pueden vivir
la vida a este nivel más profundo pese a carecer de las herramientas interiores
necesarias.
A una escala menor, la Iglesia hizo lo
mismo con el laicado al decirle que creyera unas doctrinas, como la de la
Trinidad o las dos naturalezas de Cristo, que no pueden entenderse con una
mente dualista. Lo único que podemos hacer es asentir intelectualmente a dichas
doctrinas, pero éstas no tienen ninguna posibilidad dinámica de abrir nuestro
corazón o nuestra mente ni de darnos una paz fundacional. Más bien, cierran
nuestro corazón y nuestra mente al hacernos vivir en una especie de irrealidad.
El principio del tres, que nosotros
llamamos Trinidad, deshace el principio del dos y afirma que todo poder se
halla en una "relación entre". Como dice Cynthia Bourgeault, teóloga
canadiense, sacerdotisa episcopaliana, escritora y directora de retiros
espirituales, «pues lo más importante de la doctrina de la Trinidad es que todo el
poder no está en los nombres de las tres partículas, sino en la relación
entre ellas».
En cada aspecto del universo -modelado
sobre la forma misma de Dios como Trinidad-, existe un modelo fundacional de
dar y recibir. Una vez que tenemos una dinámica y rebosante noria de amor, como
la llamara el franciscano san Buenaventura, el líquido solamente fluye en una
dirección siempre positiva, siempre regalando, siempre rebosando, donde no hay
en Dios ninguna posibilidad de ira, desamor, enojo u odio.
La doctrina de la Trinidad se hizo para
movernos al principio dinámico del tres, donde siempre hay un movimiento hacia
delante. Pero el ego nos retrotrajo, de manera natural, al principio de dos,
que es intrínsecamente comparativo, competitivo, antagónico y generalmente de
tipo disyuntivo ("o esto o eso"). La Trinidad deshace dicha
tipología, invitándonos a saltar dentro de ese flujo y dejarlo ocurrir y
discurrir. Y la única manera de saltar realmente dentro de él es permanecer en
el amor, incluso en nuestra mente. He aquí un aforismo que empleo a menudo:
«Cuidemos nuestros pensamientos, pues se
convertirán en palabras. Cuidemos nuestras palabras, pues se convertirán en
acciones. Cuidemos nuestras acciones, pues se convertirán en hábitos. Cuidemos
nuestros hábitos, pues se convertirán en nuestro carácter. Cuidemos nuestro
carácter, pues se convertirá en nuestro destino».
La contemplación y el silencio cortan de
raíz el ego y sus aspectos negativos enseñándonos a cuidar y guardar nuestros
pensamientos.
(Fr. Richard Rohr, OFM)
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