martes, 23 de octubre de 2018

COMPASIÓN SILENCIOSA...4


HISTORIA DEL NO DUALISMO

En la tradición cristiana, el no dualismo aguantó el paso del tiempo unos mil quinientos años. "La nube del no saber", una guía mística cristiana (anónima) sobre la contemplación escrita a mediados del siglo XIV, dejó bien claro que el no dualismo seguía constituyendo una parte importante de la tradición cristiana y que el saber tenía que estar compensado por el no saber, y el decir por el no decir. El mensaje básico era que la única manera de conocer verdaderamente a Dios era abandonando toda noción, creencia o conocimiento preconcebidos sobre Él y entregarnos al no saber, pues solamente así podemos empezar a atisbar la verdadera naturaleza de Dios. Es lo que se conoce como la ‘tradición apofática’ o la "oscuridad" desde los tiempos de Dionisio, a finales del siglo VI, a quienes los teólogos escolásticos Aquino y Buenaventura citarían después por extenso en el siglo XIII.
Cuando yuxtaponemos el saber y el no saber, e incluso cuando deseamos no saber, se da ese fenómeno maravilloso llamado fe, que nos permite mantener un horizonte, un campo abierto. De este modo podemos permanecer con la mente humilde y asombrada de un principiante, incluso -por no decir sobre todo- cuando ya hemos alcanzado la edad adulta.
Curiosamente, muchos científicos actuales parecen hacer esto mejor que muchos clérigos cristianos. Los miembros de la comunidad científica pueden vivir con una hipótesis de trabajo, avanzar con una teoría, mientras que son mucho los miembros de comunidades religiosas que no pueden hacerlo; necesitan tener toda la verdad aquí y ahora, y contar con palabras claras y ciertas: "Mi religión/confesión posee toda le verdad; la tuya, no". ¡Qué pérdida de tiempo! ¿No nos damos cuenta de que esto es más amor propio que amor a la verdad? Esta actitud cobró nueva fuerza después de la Reforma, cuando Europa se dividió en católicos y luteranos. Cada grupo se empeñaba en demostrar que estaba cien por cien en lo cierto y que el otro grupo estaba cien por cien equivocado, lo cual, naturalmente, ni era -ni suele ser nunca- verdad.
Y poco después, en la misma estela de la Reforma, tuvimos ese fenómeno curiosamente llamado Iluminismo o Ilustración. ¡Nos robaron la palabra! ¿No hemos pensado nunca en ello? En realidad se trataba de un concepto neotestamentario, en buena parte tomado de Jesús, quien había dicho que él era la Luz o el Iluminador (Jn 8,12) y que nosotros compartiríamos esta luz o iluminación (Jn 9; Mt 5,14-16). ¿Cómo un significado tan amplio y tan espiritual pasó a ser meramente racional? Pues porque perdimos nuestra manera excepcional y brillante de conocer, empeñados en imitar servilmente a nuestros antagonistas y en tomar prestados su vocabulario y su perspectiva. La racionalidad es sin duda una bonita y sutil manera de pensar. Dio origen a la revolución industrial, la revolución científica, la revolución mecánica y la revolución médica. Pocos de nosotros estaríamos sentados aquí y ahora sin lo que ella aportó. ¡Gracias, Señor, por la mente dualista, racional! Es muy buena en sí, pero incapaz de llegar muy lejos. Hay un techo que la mente racional no puede traspasar.
Podemos atrevernos a decir que existen seis cuestiones por encima de este techo y que la mente racional no puede procesar o explicar:

El amor. - El amor no es racional. Es algo que sabemos perfectamente, y sin embargo la mayoría de nosotros moriríamos por él.
La muerte. - La muerte como tal no es racional, no puede explicarse.
La vida. - La vida como tal, ¡qué gran misterio!
El sufrimiento. - Muchas personas se vienen abajo en presencia del sufrimiento, tratan de abordarlo mediante el ego de manera racional o dualista, y echando la culpa a los demás. Otros se elevan de un modo que nos parece imposible.
El infinito (o eternidad). - La noción de ‘infinito’ o eternidad funde todos los plomos de la mente.
El sexo. - Cualquiera que haya tenido sexo admitirá que no hay nada racional en él. Y sin embargo hay mucha gente que vive y muere por él.

¿Qué nos ha hecho pensar que las cosas verdaderamente grandes son realmente racionales?           Cuando abordamos estas cuestiones desde un mero nivel racional nos estamos cerrando a lo no racional, a nuestra inteligencia emocional, la inteligencia intuitiva, personal y contextual, que es fundamental para conocer algo de manera espiritual o plena. Nos hemos empeñado en resolver cuestiones cruciales a este nivel, es decir, con una moral dualista, cargada de dogmas y doctrinas; pero esta es una conciencia de bajo nivel, que nos impide acceder a niveles superiores, como es la experiencia mística.
La nuestra es sin duda una época maravillosa, en la que se está intentando redescubrir la mente contemplativa en una Iglesia católica que parecía haberla olvidado y en una "era protestante" en la que nunca se había enseñado dicho concepto. Gracias a Dios, también había honrosas excepciones; me refiero a esas personas que, a través de un gran amor y un gran sufrimiento, habían alcanzado una mente contemplativa por sí solas, sin ni siquiera saber que eran contemplativas ni utilizar esta palabra para poder describirse como tales.
Después de la Reforma y de la Ilustración -o Iluminismo-, la Iglesia asumió una postura defensiva, llamada también "mentalidad de estado de sitio". Cada una de las denominaciones cristianas hizo lo mismo. Todos ansiábamos tener certeza, orden, una explicación para demostrar que nuestra denominación era la correcta, como si eso tuviera algo que ver con la fe o el amor. No nos dábamos cuenta de que casi todo el mundo nos miraría y concluiría que, en su conjunto, una religión que podía perder el tiempo en dichas disputas egocéntricas no podía por menos de estar equivocada. En su mayor parte, la contemplación ya no se enseñaba de manera sistemática, ni siquiera en el seno de las órdenes religiosas ni de las propias comunidades contemplativas.
Y sin embargo, hay muchas personas cuyas almas viven aún en ese lugar silencioso, especioso, abierto, que es invariablemente fruto de un gran amor o de un gran sufrimiento, y generalmente de ambas cosas. Tal es el sendero natural y universal hacia la contemplación. No necesitamos ser célibes, monjes, ni siquiera especialmente ascéticos (salvo en la mente y el corazón) para ser contemplativos.
Aunque la senda universal es el amor y el gran sufrimiento, la oración interior consciente puede acelerar esta senda hacia la contemplación y la transformación. El mero recitar plegarias puede ser también, en palabras de san Juan Casiano (360-435), una "paz perniciosa". Este temprano monje cristiano, que introdujo en occidente las ideas y prácticas del monacato egipcio en los albores de la Edad Media, vio claramente que la oración puede ser peligrosa si no nos lleva al gran amor y nos permite evitar el sufrimiento necesario en nombre de la religión.
Quienes caen en la red de seguridad del silencio descubren que no se trata en absoluto de una caída en el individualismo. Pues, si tal fuera el caso, se tratará entonces de dicha paz perniciosa, La verdadera oración o contemplación es, antes bien, un salto a lo compartido, a lo comunitario: sabemos que lo que experimentamos se sostiene en todos los demás y que ya no estamos solos. Formamos parte de un todo, somos una parte enteramente agradecida.
Esa es la razón por la que podemos ser célibes los llamados al celibato, porque vivimos una especie de intimidad con todo. Todo nos parece como una sacudida, una alegría, una posibilidad, una comunión, una conexión. Asimismo, el celibato es una elección equivocada para quien no ha accedido a cierto nivel de oración contemplativa; en tal caso, la cosa ‘no va a funcionar’ básicamente, y la persona en cuestión acabará como un "soltero o soltera estéril y frustrado". Por eso también hemos tenido los escándalos de pedofilia: hay jóvenes bien intencionados que se meten al seminario creyendo que pueden vivir la vida a este nivel más profundo pese a carecer de las herramientas interiores necesarias.
A una escala menor, la Iglesia hizo lo mismo con el laicado al decirle que creyera unas doctrinas, como la de la Trinidad o las dos naturalezas de Cristo, que no pueden entenderse con una mente dualista. Lo único que podemos hacer es asentir intelectualmente a dichas doctrinas, pero éstas no tienen ninguna posibilidad dinámica de abrir nuestro corazón o nuestra mente ni de darnos una paz fundacional. Más bien, cierran nuestro corazón y nuestra mente al hacernos vivir en una especie de irrealidad.
El principio del tres, que nosotros llamamos Trinidad, deshace el principio del dos y afirma que todo poder se halla en una "relación entre". Como dice Cynthia Bourgeault, teóloga canadiense, sacerdotisa episcopaliana, escritora y directora de retiros espirituales, «pues lo más importante de la doctrina de la Trinidad es que todo el poder no está en los nombres de las tres partículas, sino en la relación entre ellas».
En cada aspecto del universo -modelado sobre la forma misma de Dios como Trinidad-, existe un modelo fundacional de dar y recibir. Una vez que tenemos una dinámica y rebosante noria de amor, como la llamara el franciscano san Buenaventura, el líquido solamente fluye en una dirección siempre positiva, siempre regalando, siempre rebosando, donde no hay en Dios ninguna posibilidad de ira, desamor, enojo u odio.
La doctrina de la Trinidad se hizo para movernos al principio dinámico del tres, donde siempre hay un movimiento hacia delante. Pero el ego nos retrotrajo, de manera natural, al principio de dos, que es intrínsecamente comparativo, competitivo, antagónico y generalmente de tipo disyuntivo ("o esto o eso"). La Trinidad deshace dicha tipología, invitándonos a saltar dentro de ese flujo y dejarlo ocurrir y discurrir. Y la única manera de saltar realmente dentro de él es permanecer en el amor, incluso en nuestra mente. He aquí un aforismo que empleo a menudo:

«Cuidemos nuestros pensamientos, pues se convertirán en palabras. Cuidemos nuestras palabras, pues se convertirán en acciones. Cuidemos nuestras acciones, pues se convertirán en hábitos. Cuidemos nuestros hábitos, pues se convertirán en nuestro carácter. Cuidemos nuestro carácter, pues se convertirá en nuestro destino».

La contemplación y el silencio cortan de raíz el ego y sus aspectos negativos enseñándonos a cuidar y guardar nuestros pensamientos.

(Fr. Richard Rohr, OFM)

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