SOLEDAD FRENTE A
SILENCIO
Ahora me gustaría establecer una
importante distinción entre soledad y silencio. La soledad como tal no es
silencio. La soledad emerge a menudo porque no nos gusta la gente, porque
estamos enfadados con nuestra pareja o queremos apartarnos de unos individuos
especialmente ruidosos -o simplemente porque somos unas personas
introvertidas-, y no hay nada intrínsecamente equivocado o correcto en eso.
Pero en este tipo de soledad tampoco hay nada que posea una virtud
transformadora. Funciona, lo que no quiere decir que conecte. Una verdadera
soledad tiene que encuadrarse en un silencio más amplio, un silencio
compartido, que trascienda la mera ausencia de ruido. El verdadero silencio
mantiene los contrarios, algo que no pueden hacer las palabras. Media entre -y
resuelve las polaridades de- cada lado. El silencio es el espacio que media
entre las palabras y el entorno de las ideas. Cada parte de toda discusión debe
viajar por la amplia y pacificadora superficie del silencio antes de poder
alcanzar a la otra. Y caminando por esta amplia carretera del silencio, uno es
mucho más humilde y menos enjuiciador del otro. El silencio tampoco pone
palabras en boca del otro ni hace caricaturas de él. Obviamente, no anuncia a
voces los nombres, sino que espera pacientemente a que el otro se nombre a sí
mismo.
Sin ese silencio alrededor de las palabras
y las ideas, solamente hay más análisis y un comentario infinito, precisamente
eso que ‘dejamos de’ hacer en la
práctica contemplativa
Aquí suspendemos el comentario,
especialmente una vez que hemos descubierto cuán autorreferenciales son la
mayor parte de los comentarios. Este tipo de diálogo interno con nosotros
mismos nunca nos acercará a la Gran Verdad.
¡Quién no ha repasado en su mente una
discusión inminente con su jefe, pareja o alguien próximo! Como el hijo pródigo
antes de volver a casa, practicando lo que le va a decir a su padre, el ego temeroso
ensaya su postura defensiva.
Pero cuando hacemos eso notamos que
empleamos las palabras que van a ganar nuestro caso y a derrotar a la otra
parte. Si somos sinceros con nosotros mismos, reconoceremos que no estamos
buscando realmente la verdad, sino más bien tratando de parecer buenos,
atinados, o de preservar nuestro trabajo, matrimonio o cualquier otra cosa. Y
no cabe duda de que Dios entenderá eso.
Pero la mente contemplativa va más allá y
lee la realidad a un nivel diferente de la disyuntiva "o esto o eso".
Deberíamos ser más partidarios del "Sí y también", en lugar
del "Sí,
pero" porque el "pero" torna la frase adversativa: esto,
y no eso. Lo cual nos lleva directamente al pensamiento antagónico o defensivo.
Como sacerdote católico que soy, yo me he
formado en la Tradición. Creo conocer bien la Tradición y la ortodoxia. Pero
los franciscanos nos consideramos a menudo una especie de ortodoxia alternativa
dentro de la Iglesia por cuanto hacemos énfasis en cosas diferentes. En
general, Francisco hizo más hincapié en la "ortopraxis" que en la
mera ortodoxia verbal, centrándose más en cómo ‘vivimos’ que en lo que
decimos que ‘creemos’. (Ahora estamos viviendo este mismo hincapié en su
tocayo el papa Francisco, algo que está produciendo todo un revuelo a nivel
mundial).
Francisco no era académico. Insistió sobre
todo en la conveniencia de llevar una vida sencilla, no violenta, en este mundo.
Una frase que se le atribuye, y que se ha hecho hoy muy popular, es en realidad
una paráfrasis de algo que aparece en nuestra Regla Franciscana y en una de sus
"Admoniciones": "Predicad el evangelio todo el tiempo.
Cuando sea necesario, utilizad palabras". En sus primeras
biografías, dice también a los hermanos cosas parecidas.
Predicar el evangelio todo el tiempo. Su
estilo de vida era el evangelio, algo que encontramos también de manera
parecida en las tradiciones de los menonitas, los amish, los waldenses y los
cuáqueros. No discutir sobre las palabras, pues ello conduce siempre a una toma
de partido dualista, sectaria. Vivir simplemente proclamando a Jesús, vivir de
manera que todo el mundo reconozca que rezumamos el amor y la compasión de
Jesús.
Por supuesto, el silencio no es luchar por
una doctrina, sino convenir en que no lo sabemos todo y no hablar demasiado
deprisa. Es un modo de vida más que una doctrina que se puede imponer. Dentro
del silencio -especialmente del silencio prolongado- vemos que las cosas
encuentran su verdadero orden y significado de un modo natural. Y cuando las
cosas encuentran su verdadero orden, sabemos qué es lo importante, lo que
perdura, lo que es real, eso que Jesús habría llamado Reino de Dios, es decir,
lo que realmente importa. Todo lo demás es fugaz. Todas esas cosas que tanto
nos emocionaron el miércoles pasado y que ni siquiera recordamos ya, son eso que
los budistas llaman atinadamente con el nombre de vacío. No tiene una sustancia
duradera, y en tal sentido no son reales.
Y sin embargo somos capaces de dar la vida
por una emoción de la que no quedará ni rastro la semana que viene. Nos gusta
envolver el ego con emociones, a las que damos un peso y una importancia que no
merecen. Los sentimientos son intrínsecamente autorreferenciales, lo que nos
ayuda a conocernos a nosotros mismos, pero también nos mantienen encerrados en
nuestro pequeño mundo si los tomamos demasiado en serio o nos apegamos a ellos.
Los sentimientos siempre versan sobre "mí", lo que nos proporciona
autoconocimiento, pero también nos encarcelan en dicha mismidad si no los
utilizamos para seguir avanzando.
Mi metáfora preferida para describir
el Reino de Dios de Jesús es la de la perspectiva general.
En la perspectiva general, ¿qué es lo que realmente importa? Cuando
estemos en nuestro lecho de muerte, ¿qué nos va a importar realmente? ¿Pensaremos,
por ejemplo, en lo que estamos pensando en este momento? ¿Discutiremos sobre lo
que estamos discutiendo ahora? El núcleo de nuestra batalla espiritual consiste
en saber sustraernos al tirón de la emoción del ego, que quiere siempre tener
razón, ganar, arrastrar al otro por los suelos, humillar al enemigo. Es ahí
básicamente donde debemos poner nuestra energía en vez de obsesionarnos con
cuestiones morales, teóricas o reales, que generalmente exigen poco de nosotros
en el plano personal.
Cuando tomamos partido o descubrimos que
hemos ganado una causa solemos sentirnos muy a gusto. Pero el silencio permite que las cosas
emerjan en toda su totalidad -"en todos los niveles, en todas las
fases"-, impidiendo que sigamos aprisionados en un solo nivel, en una sola
fase.
En ese nivel o estadio único siempre
estamos tratando de defender algo. Por eso todas las discusiones entre las
personas, en cualquier nivel de crecimiento, están condenadas a cierto grado de
incomprensión. Fuera de la mente contemplativa, esas discusiones son casi
siempre egocéntricas y su único objeto es ganar. El Congreso de los Estados
Unidos es un buen ejemplo de lo que decimos, sobre todo en los últimos años:
nuestros representantes, por lo demás bien educados, suelen hablar de una
manera sumamente estrecha y ciega, hasta el punto de que ya nos hemos
acostumbrado a esperar solamente eso de ellos. Al nivel en que se desenvuelven
sus intercambios, no es posible ni el amor ni la búsqueda de la verdad -ni tan
siquiera de la realidad-; únicamente prima el amor a la victoria, que es justo
lo que el ego más desea, junto con asegurarse de que la otra parte salga
derrotada.
La mente dualista gusta de exagerar las
diferencias y, en general, de todo lo que suponga la derrota del otro. Cuando
no experimentamos la comunión, cuando no experimentamos la conciencia unitiva,
lo único que queda son las diferencias. estas se convierten entonces en un
fácil punto de referencia, que solemos recalcar y llevar hasta el extremo. Son
las primeras fases de lo que René Girard llamará atinadamente "el
mecanismo del chivo expiatorio", el cual, según dice también funciona en
su mayor parte de manera inconsciente. ¡La contemplación tiene, entre otras
virtudes, la de hacernos conscientes de estas cosas!
Durante la primera parte de la vida todos
somos bastante dualistas, y hasta es necesario que empecemos siendo así.
Necesitamos primero hacer distinciones para después poder trascenderlas. ¡Cómo
no las vamos a hacer! Esperamos que los jóvenes hagan distinciones y se centren
en ganar. A tal fin deben conocer bien a su grupo, su equipo, su nacionalidad,
su raza, su religión, su vecindario. Hasta ahora la mayor parte de la historia
no ha pasado de la conciencia de la primera mitad de la vida.
Necesitamos ver el silencio, y la nada en
sí, como una especie de estar en la gran cadena del ser, como el primer eslabón
del que surgen todos los demás. San Buenaventura, ese genio espiritual italiano
que siguió la línea intelectual del nada académico Francisco, nos guió a través
de la gran cadena del ser, desde las cosas materiales al alma interior, hasta
lo Divino. Y Juan Duns Escoto, otro franciscano de la primera hora, sostuvo que
compartimos una misma voz con la tierra como tal, con los minerales que hay
dentro de la tierra, con las flores, los árboles y las hierbas, con los
animales, los humanos, los coros angélicos y con lo divino. Según estos dos
místicos, una vez que dejamos de ver lo divino en cualquier eslabón de esta
cadena, todas las cosas se vienen abajo. O todo es obra de Dios o nos costará
mucho trabajo encontrar a Dios en las cosas simples. Este mundo escindido y
confuso es el mundo postmoderno en el que vivimos hoy, que no sabe envolver
todas las cosas de silencio y fundarlas en él.
Incluso en el Catecismo de Baltimore, en el que tantas generaciones de jóvenes
católicos estadounidenses se han educado, la Iglesia ha ofrecido unos mensajes
sobre Dios harto ambiguos. La respuesta a la pregunta "¿Dónde estás
Dios?" (pregunta 16) rezaba así: "Dios está en todas partes".
Pero luego, a lo largo del catecismo apreciamos que Dios ‘no’ está realmente en todas partes, sino solamente en la Iglesia
católica romana. Y, en esta Iglesia católica romana, Jesús estaba solamente en
el tabernáculo. Y ello únicamente si el sacerdote celebraba una misa válida y
se hallaba en estado de gracia. Así pues, Dios estaba encerrado con llave, una
llave que solamente el sacerdote poseía. Sin querer, pusimos los cimientos del
ateísmo moderno al proclamar una y otra vez dónde ‘no’ estaba Dios, y donde ni siquiera se le ‘permitía’ estar. Este cristianismo inmaduro dio origen al
secularismo, al no apreciar el silencio ni, por tanto, esa belleza y ese
pegamento de la gracia que conecta toda cosa con el resto del universo. Esto lo
hicimos por no cultivar el humilde silencio que precede a todas nuestras
palabras y distinciones.
Y así, mientras por un lado pretendíamos
que Dios estaba en todas partes, por el otro aseverábamos que Dios no estaba en
casi ningún lugar.
El silencio permite el todo y no se pierde
en -ni se "hiperidentifica" con- las partes. Sin silencio, casi todas
las cosas se vuelven aburridas, superfluas o simplemente una cosa más. Y
entonces nos preocupamos por el tamaño, la masa, la velocidad, la influencia,
el "famoseo" y no por el significado o lo verdaderamente relevante.
Como si únicamente los poetas y los místicos tuvieran tiempo para cosas como el
significado o la profundidad.
Basándose
de nuevo en el amor a los animales y a las criaturas que mostró Francisco -el
hermano sol, la hermana luna...-, Escoto dijo que Dios no crea el género y las
especies; Dios únicamente crea ‘esta cosa concreta’: esta rana,
este momento, este perro… Y el hecho de que este perro persista y esté aquí en
este momento significa que Dios lo está eligiendo y amando justo ahora, pues de
lo contrario caería en el olvido. ¡Ah, qué bonito es esto! Al
menos eso pienso yo.
Solamente hay ecceidad en la buena
filosofía franciscana, que es una manera diferente de hablar del misterio de la
encarnación. Por eso Juan Duns Escoto gustó a tantos poetas. El poeta y jesuita
inglés del siglo XIX Gerard Manley Hopkins fue un escotista, al igual que el
trapense y místico americano del siglo XX Thomas Merton. Y el jesuita Theilhard
de Chardin fue el moderno Escoto francés por su amor a las cosas materiales y
concretas.
(Fr. Richard Rohr, OFM)
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