martes, 23 de octubre de 2018

COMPASIÓN SILENCIOSA...5


SOLEDAD FRENTE A SILENCIO       

Ahora me gustaría establecer una importante distinción entre soledad y silencio. La soledad como tal no es silencio. La soledad emerge a menudo porque no nos gusta la gente, porque estamos enfadados con nuestra pareja o queremos apartarnos de unos individuos especialmente ruidosos -o simplemente porque somos unas personas introvertidas-, y no hay nada intrínsecamente equivocado o correcto en eso. Pero en este tipo de soledad tampoco hay nada que posea una virtud transformadora. Funciona, lo que no quiere decir que conecte. Una verdadera soledad tiene que encuadrarse en un silencio más amplio, un silencio compartido, que trascienda la mera ausencia de ruido. El verdadero silencio mantiene los contrarios, algo que no pueden hacer las palabras. Media entre -y resuelve las polaridades de- cada lado. El silencio es el espacio que media entre las palabras y el entorno de las ideas. Cada parte de toda discusión debe viajar por la amplia y pacificadora superficie del silencio antes de poder alcanzar a la otra. Y caminando por esta amplia carretera del silencio, uno es mucho más humilde y menos enjuiciador del otro. El silencio tampoco pone palabras en boca del otro ni hace caricaturas de él. Obviamente, no anuncia a voces los nombres, sino que espera pacientemente a que el otro se nombre a sí mismo.
Sin ese silencio alrededor de las palabras y las ideas, solamente hay más análisis y un comentario infinito, precisamente eso que ‘dejamos de’ hacer en la práctica contemplativa
Aquí suspendemos el comentario, especialmente una vez que hemos descubierto cuán autorreferenciales son la mayor parte de los comentarios. Este tipo de diálogo interno con nosotros mismos nunca nos acercará a la Gran Verdad.
¡Quién no ha repasado en su mente una discusión inminente con su jefe, pareja o alguien próximo! Como el hijo pródigo antes de volver a casa, practicando lo que le va a decir a su padre, el ego temeroso ensaya su postura defensiva.
Pero cuando hacemos eso notamos que empleamos las palabras que van a ganar nuestro caso y a derrotar a la otra parte. Si somos sinceros con nosotros mismos, reconoceremos que no estamos buscando realmente la verdad, sino más bien tratando de parecer buenos, atinados, o de preservar nuestro trabajo, matrimonio o cualquier otra cosa. Y no cabe duda de que Dios entenderá eso.
Pero la mente contemplativa va más allá y lee la realidad a un nivel diferente de la disyuntiva "o esto o eso". Deberíamos ser más partidarios del "Sí y también", en lugar del "Sí, pero" porque el "pero" torna la frase adversativa: esto, y no eso. Lo cual nos lleva directamente al pensamiento antagónico o defensivo.
Como sacerdote católico que soy, yo me he formado en la Tradición. Creo conocer bien la Tradición y la ortodoxia. Pero los franciscanos nos consideramos a menudo una especie de ortodoxia alternativa dentro de la Iglesia por cuanto hacemos énfasis en cosas diferentes. En general, Francisco hizo más hincapié en la "ortopraxis" que en la mera ortodoxia verbal, centrándose más en cómo ‘vivimos’ que en lo que decimos que ‘creemos’. (Ahora estamos viviendo este mismo hincapié en su tocayo el papa Francisco, algo que está produciendo todo un revuelo a nivel mundial).
Francisco no era académico. Insistió sobre todo en la conveniencia de llevar una vida sencilla, no violenta, en este mundo. Una frase que se le atribuye, y que se ha hecho hoy muy popular, es en realidad una paráfrasis de algo que aparece en nuestra Regla Franciscana y en una de sus "Admoniciones": "Predicad el evangelio todo el tiempo. Cuando sea necesario, utilizad palabras". En sus primeras biografías, dice también a los hermanos cosas parecidas.
Predicar el evangelio todo el tiempo. Su estilo de vida era el evangelio, algo que encontramos también de manera parecida en las tradiciones de los menonitas, los amish, los waldenses y los cuáqueros. No discutir sobre las palabras, pues ello conduce siempre a una toma de partido dualista, sectaria. Vivir simplemente proclamando a Jesús, vivir de manera que todo el mundo reconozca que rezumamos el amor y la compasión de Jesús.
Por supuesto, el silencio no es luchar por una doctrina, sino convenir en que no lo sabemos todo y no hablar demasiado deprisa. Es un modo de vida más que una doctrina que se puede imponer. Dentro del silencio -especialmente del silencio prolongado- vemos que las cosas encuentran su verdadero orden y significado de un modo natural. Y cuando las cosas encuentran su verdadero orden, sabemos qué es lo importante, lo que perdura, lo que es real, eso que Jesús habría llamado Reino de Dios, es decir, lo que realmente importa. Todo lo demás es fugaz. Todas esas cosas que tanto nos emocionaron el miércoles pasado y que ni siquiera recordamos ya, son eso que los budistas llaman atinadamente con el nombre de vacío. No tiene una sustancia duradera, y en tal sentido no son reales.
Y sin embargo somos capaces de dar la vida por una emoción de la que no quedará ni rastro la semana que viene. Nos gusta envolver el ego con emociones, a las que damos un peso y una importancia que no merecen. Los sentimientos son intrínsecamente autorreferenciales, lo que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, pero también nos mantienen encerrados en nuestro pequeño mundo si los tomamos demasiado en serio o nos apegamos a ellos. Los sentimientos siempre versan sobre "mí", lo que nos proporciona autoconocimiento, pero también nos encarcelan en dicha mismidad si no los utilizamos para seguir avanzando.
Mi metáfora preferida para describir el Reino de Dios de Jesús es la de la perspectiva general. En la perspectiva general, ¿qué es lo que realmente importa? Cuando estemos en nuestro lecho de muerte, ¿qué nos va a importar realmente? ¿Pensaremos, por ejemplo, en lo que estamos pensando en este momento? ¿Discutiremos sobre lo que estamos discutiendo ahora? El núcleo de nuestra batalla espiritual consiste en saber sustraernos al tirón de la emoción del ego, que quiere siempre tener razón, ganar, arrastrar al otro por los suelos, humillar al enemigo. Es ahí básicamente donde debemos poner nuestra energía en vez de obsesionarnos con cuestiones morales, teóricas o reales, que generalmente exigen poco de nosotros en el plano personal.
Cuando tomamos partido o descubrimos que hemos ganado una causa solemos sentirnos muy a gusto.  Pero el silencio permite que las cosas emerjan en toda su totalidad -"en todos los niveles, en todas las fases"-, impidiendo que sigamos aprisionados en un solo nivel, en una sola fase.
En ese nivel o estadio único siempre estamos tratando de defender algo. Por eso todas las discusiones entre las personas, en cualquier nivel de crecimiento, están condenadas a cierto grado de incomprensión. Fuera de la mente contemplativa, esas discusiones son casi siempre egocéntricas y su único objeto es ganar. El Congreso de los Estados Unidos es un buen ejemplo de lo que decimos, sobre todo en los últimos años: nuestros representantes, por lo demás bien educados, suelen hablar de una manera sumamente estrecha y ciega, hasta el punto de que ya nos hemos acostumbrado a esperar solamente eso de ellos. Al nivel en que se desenvuelven sus intercambios, no es posible ni el amor ni la búsqueda de la verdad -ni tan siquiera de la realidad-; únicamente prima el amor a la victoria, que es justo lo que el ego más desea, junto con asegurarse de que la otra parte salga derrotada.
La mente dualista gusta de exagerar las diferencias y, en general, de todo lo que suponga la derrota del otro. Cuando no experimentamos la comunión, cuando no experimentamos la conciencia unitiva, lo único que queda son las diferencias. estas se convierten entonces en un fácil punto de referencia, que solemos recalcar y llevar hasta el extremo. Son las primeras fases de lo que René Girard llamará atinadamente "el mecanismo del chivo expiatorio", el cual, según dice también funciona en su mayor parte de manera inconsciente. ¡La contemplación tiene, entre otras virtudes, la de hacernos conscientes de estas cosas!
Durante la primera parte de la vida todos somos bastante dualistas, y hasta es necesario que empecemos siendo así. Necesitamos primero hacer distinciones para después poder trascenderlas. ¡Cómo no las vamos a hacer! Esperamos que los jóvenes hagan distinciones y se centren en ganar. A tal fin deben conocer bien a su grupo, su equipo, su nacionalidad, su raza, su religión, su vecindario. Hasta ahora la mayor parte de la historia no ha pasado de la conciencia de la primera mitad de la vida.
Necesitamos ver el silencio, y la nada en sí, como una especie de estar en la gran cadena del ser, como el primer eslabón del que surgen todos los demás. San Buenaventura, ese genio espiritual italiano que siguió la línea intelectual del nada académico Francisco, nos guió a través de la gran cadena del ser, desde las cosas materiales al alma interior, hasta lo Divino. Y Juan Duns Escoto, otro franciscano de la primera hora, sostuvo que compartimos una misma voz con la tierra como tal, con los minerales que hay dentro de la tierra, con las flores, los árboles y las hierbas, con los animales, los humanos, los coros angélicos y con lo divino. Según estos dos místicos, una vez que dejamos de ver lo divino en cualquier eslabón de esta cadena, todas las cosas se vienen abajo. O todo es obra de Dios o nos costará mucho trabajo encontrar a Dios en las cosas simples. Este mundo escindido y confuso es el mundo postmoderno en el que vivimos hoy, que no sabe envolver todas las cosas de silencio y fundarlas en él.
Incluso en el Catecismo de Baltimore, en el que tantas generaciones de jóvenes católicos estadounidenses se han educado, la Iglesia ha ofrecido unos mensajes sobre Dios harto ambiguos. La respuesta a la pregunta "¿Dónde estás Dios?" (pregunta 16) rezaba así: "Dios está en todas partes". Pero luego, a lo largo del catecismo apreciamos que Dios ‘no’ está realmente en todas partes, sino solamente en la Iglesia católica romana. Y, en esta Iglesia católica romana, Jesús estaba solamente en el tabernáculo. Y ello únicamente si el sacerdote celebraba una misa válida y se hallaba en estado de gracia. Así pues, Dios estaba encerrado con llave, una llave que solamente el sacerdote poseía. Sin querer, pusimos los cimientos del ateísmo moderno al proclamar una y otra vez dónde ‘no’ estaba Dios, y donde ni siquiera se le ‘permitía’ estar. Este cristianismo inmaduro dio origen al secularismo, al no apreciar el silencio ni, por tanto, esa belleza y ese pegamento de la gracia que conecta toda cosa con el resto del universo. Esto lo hicimos por no cultivar el humilde silencio que precede a todas nuestras palabras y distinciones.
Y así, mientras por un lado pretendíamos que Dios estaba en todas partes, por el otro aseverábamos que Dios no estaba en casi ningún lugar.
El silencio permite el todo y no se pierde en -ni se "hiperidentifica" con- las partes. Sin silencio, casi todas las cosas se vuelven aburridas, superfluas o simplemente una cosa más. Y entonces nos preocupamos por el tamaño, la masa, la velocidad, la influencia, el "famoseo" y no por el significado o lo verdaderamente relevante. Como si únicamente los poetas y los místicos tuvieran tiempo para cosas como el significado o la profundidad.
Basándose de nuevo en el amor a los animales y a las criaturas que mostró Francisco -el hermano sol, la hermana luna...-, Escoto dijo que Dios no crea el género y las especies; Dios únicamente crea ‘esta cosa concreta’: esta rana, este momento, este perro… Y el hecho de que este perro persista y esté aquí en este momento significa que Dios lo está eligiendo y amando justo ahora, pues de lo contrario caería en el olvido. ¡Ah, qué bonito es esto! Al menos eso pienso yo.
Solamente hay ecceidad en la buena filosofía franciscana, que es una manera diferente de hablar del misterio de la encarnación. Por eso Juan Duns Escoto gustó a tantos poetas. El poeta y jesuita inglés del siglo XIX Gerard Manley Hopkins fue un escotista, al igual que el trapense y místico americano del siglo XX Thomas Merton. Y el jesuita Theilhard de Chardin fue el moderno Escoto francés por su amor a las cosas materiales y concretas.

(Fr. Richard Rohr, OFM)

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