EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REVELACIÓN
13. ¿Dónde
tiene su fuente el Espíritu vivificador? El Espíritu y el deseo de Cristo
Vimos cómo el Espíritu empujó a Cristo al
desierto y hemos intentado mostrar cómo en esta expresión podemos ver su
advenimiento a un mundo conflictivo, violento, estructurado por la muerte. En
este sentido, el Espíritu conduce siempre a afrontar el reto de la muerte, a
asumir el peso del pecado y vencerlos con fe y amor. Además, este Espíritu
presenta a Cristo en contraste con los poderes que estructuran el mundo y con
quienes lo detentan. La vida de Cristo empieza, lo hemos visto, en el desierto:
la tierra y su historia no es aquel valle fértil que nace cuando el manantial
de la vida de Dios se va extendiendo sobre ella (Gn 2,6), sino sus afueras
desérticas (Gn 3,23-24).
Pero ¿de dónde procede esa fe y ese amor en
Cristo? En un momento de su vida recogido en Jn 7, 37-39, lleno de pasión clama
a voz en grito:
«Si alguien tiene sed que venga a mí y que beba
el que crea en mí. La Escritura dice que de sus entrañas manarán ríos de agua
viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que
creyesen en él».
En este texto se hace referencia a la profecía
de Ezequiel 47. Jesús, situado en el templo, parece ofrecerse como lugar de
donde nace el manantial que fecunda definitivamente el mundo. Esto le sitúa en
el mismo trono de Dios donde tiene su origen esta fuente. Lo que nos importa es
ver cómo el deseo de Dios sobre su creación, su llamada a la vida que ya hemos
analizado, aparece aquí mediada por la misma vida de Cristo donde este
Espíritu, fuente del deseo de Dios de ser Padre de la realidad como lo es de su
Hijo desde siempre, se da a beber a todos. En este sentido la creación y la
humanidad en ella tienen como lugar de regeneración la misma vida de Jesús que,
identificado con el Padre en su deseo de dar vida, se convierte en el nuevo
Adán, que da vida con el espíritu de Dios (1 Cor 15,45).
La sed que refiere el texto hace referencia al
duro caminar que el pueblo sufrió en el antiguo éxodo para aprender que sólo
Dios es la verdadera vida. En este camino, la roca que les acompañaba para ir
calmando su sed era ya prefiguración de Cristo (1 Cor 10,4). El evangelista
Juan subraya que sólo en Cristo aparece la fecundidad última del mundo. Ahora
bien, esta se da porque su mismo interior está habitado por el Espíritu que
hace de su humanidad, una humanidad filial y fraterna. Es decir, la configura
en la historia como lo que ha sido en la eternidad: Hijo y lugar que acepta en
sí la creación entera, creada en él y aceptada como su cuerpo.
San Juan al describir la muerte de Jesús,
cuando confiesa en esa muerte el cumplimiento del plan divino y de la vida
humana (Jn 19,30), afirma que Jesús entregó el Espíritu
dibujando esta realidad a través del derramamiento no sólo de la sangre, sino
del agua viva de su corazón (nueva referencia a Ezequiel 47). De esta
manera, en la muerte de Jesús, culmen de su vida, aparece el lugar donde el ser
humano puede reconocer el don total de Dios hacia él en la entrega total de
Cristo a él en condiciones de rechazo. Por tanto, Dios se manifiesta en su
verdad última como el que desea dar vida. He aquí la obra del Espíritu que une
al Padre y al Hijo en un mismo movimiento hacia el mundo, en un mismo deseo.
Además, este Espíritu aparece como el que bebido por el ser humano puede
terminar de fecundar la tierra que no sabía dónde encontrar un manantial de
vida (Sal 63,2) y hacer de ella una nueva creación, hacerse en ello Espíritu de
vida para el mundo. Así dirá la súplica-aclamación del salmo responsorial de la
misa de Pentecostés: “danos, oh Señor, tu Espíritu y renovarás la faz de la
tierra”, relacionándolo directamente con la vivificación total de la tierra
(Sal 104).
Por tanto, el Espíritu que ofrecerá Jesús es el
mismo que mueve su intimidad para hacerse una con los seres humanos, para
acogerlos en sí en un deseo de darles vida, su vida, que es la vida del Padre
recibida en él. Por eso el deseo radical de Dios Padre, origen y fuente de la
vida del Hijo se historiza en la vida y muerte de Cristo, y en él puede
aprehenderse como fuente de vida interior con la que habitar la creación según
la identidad de imagen de Dios que este pensó para la humanidad. Un mismo
Espíritu une así al Padre y al Hijo, y ahora a Dios y al mundo.
El ser humano (y en él toda la creación) tendrá
así que beber el Espíritu de receptividad agradecida y generosidad subsiguiente
de Cristo (Hijo y hermano/Primogénito), pues es en su interior y de donde fue
tomado su propio cuerpo para un día coincidir con él (Col 1, 15-19). La misma
idea la repite Pablo en Rom 8: recepción del Espíritu filial de Cristo (v.
15-17), que vivifica la tierra arrancándola finalmente de su penuria al
manifestarse la gloriosa libertad de los hijos de Dios (v. 20-21).
Ahora bien, este
Espíritu se derrama desde Cristo sólo con la resurrección, es decir,
cuando termina su obra en él y así se hace Cristo fuente definitiva del
Espíritu para el mundo. Pasemos pues a este acontecimiento.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
No hay comentarios:
Publicar un comentario