lunes, 15 de octubre de 2018

El Espíritu. Misterio de Dios y del mundo...13


EL ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REVELACIÓN

13. ¿Dónde tiene su fuente el Espíritu vivificador? El Espíritu y el deseo de Cristo
Vimos cómo el Espíritu empujó a Cristo al desierto y hemos intentado mostrar cómo en esta expresión podemos ver su advenimiento a un mundo conflictivo, violento, estructurado por la muerte. En este sentido, el Espíritu conduce siempre a afrontar el reto de la muerte, a asumir el peso del pecado y vencerlos con fe y amor. Además, este Espíritu presenta a Cristo en contraste con los poderes que estructuran el mundo y con quienes lo detentan. La vida de Cristo empieza, lo hemos visto, en el desierto: la tierra y su historia no es aquel valle fértil que nace cuando el manantial de la vida de Dios se va extendiendo sobre ella (Gn 2,6), sino sus afueras desérticas (Gn 3,23-24).
Pero ¿de dónde procede esa fe y ese amor en Cristo? En un momento de su vida recogido en Jn 7, 37-39, lleno de pasión clama a voz en grito:

«Si alguien tiene sed que venga a mí y que beba el que crea en mí. La Escritura dice que de sus entrañas manarán ríos de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él».

En este texto se hace referencia a la profecía de Ezequiel 47. Jesús, situado en el templo, parece ofrecerse como lugar de donde nace el manantial que fecunda definitivamente el mundo. Esto le sitúa en el mismo trono de Dios donde tiene su origen esta fuente. Lo que nos importa es ver cómo el deseo de Dios sobre su creación, su llamada a la vida que ya hemos analizado, aparece aquí mediada por la misma vida de Cristo donde este Espíritu, fuente del deseo de Dios de ser Padre de la realidad como lo es de su Hijo desde siempre, se da a beber a todos. En este sentido la creación y la humanidad en ella tienen como lugar de regeneración la misma vida de Jesús que, identificado con el Padre en su deseo de dar vida, se convierte en el nuevo Adán, que da vida con el espíritu de Dios (1 Cor 15,45).
La sed que refiere el texto hace referencia al duro caminar que el pueblo sufrió en el antiguo éxodo para aprender que sólo Dios es la verdadera vida. En este camino, la roca que les acompañaba para ir calmando su sed era ya prefiguración de Cristo (1 Cor 10,4). El evangelista Juan subraya que sólo en Cristo aparece la fecundidad última del mundo. Ahora bien, esta se da porque su mismo interior está habitado por el Espíritu que hace de su humanidad, una humanidad filial y fraterna. Es decir, la configura en la historia como lo que ha sido en la eternidad: Hijo y lugar que acepta en sí la creación entera, creada en él y aceptada como su cuerpo.
San Juan al describir la muerte de Jesús, cuando confiesa en esa muerte el cumplimiento del plan divino y de la vida humana (Jn 19,30), afirma que Jesús entregó el Espíritu dibujando esta realidad a través del derramamiento no sólo de la sangre, sino del agua viva de su corazón (nueva referencia a Ezequiel 47). De esta manera, en la muerte de Jesús, culmen de su vida, aparece el lugar donde el ser humano puede reconocer el don total de Dios hacia él en la entrega total de Cristo a él en condiciones de rechazo. Por tanto, Dios se manifiesta en su verdad última como el que desea dar vida. He aquí la obra del Espíritu que une al Padre y al Hijo en un mismo movimiento hacia el mundo, en un mismo deseo. Además, este Espíritu aparece como el que bebido por el ser humano puede terminar de fecundar la tierra que no sabía dónde encontrar un manantial de vida (Sal 63,2) y hacer de ella una nueva creación, hacerse en ello Espíritu de vida para el mundo. Así dirá la súplica-aclamación del salmo responsorial de la misa de Pentecostés: “danos, oh Señor, tu Espíritu y renovarás la faz de la tierra”, relacionándolo directamente con la vivificación total de la tierra (Sal 104).
Por tanto, el Espíritu que ofrecerá Jesús es el mismo que mueve su intimidad para hacerse una con los seres humanos, para acogerlos en sí en un deseo de darles vida, su vida, que es la vida del Padre recibida en él. Por eso el deseo radical de Dios Padre, origen y fuente de la vida del Hijo se historiza en la vida y muerte de Cristo, y en él puede aprehenderse como fuente de vida interior con la que habitar la creación según la identidad de imagen de Dios que este pensó para la humanidad. Un mismo Espíritu une así al Padre y al Hijo, y ahora a Dios y al mundo.
El ser humano (y en él toda la creación) tendrá así que beber el Espíritu de receptividad agradecida y generosidad subsiguiente de Cristo (Hijo y hermano/Primogénito), pues es en su interior y de donde fue tomado su propio cuerpo para un día coincidir con él (Col 1, 15-19). La misma idea la repite Pablo en Rom 8: recepción del Espíritu filial de Cristo (v. 15-17), que vivifica la tierra arrancándola finalmente de su penuria al manifestarse la gloriosa libertad de los hijos de Dios (v. 20-21).
Ahora bien, este Espíritu se derrama desde Cristo sólo con la resurrección, es decir, cuando termina su obra en él y así se hace Cristo fuente definitiva del Espíritu para el mundo. Pasemos pues a este acontecimiento.

(El Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)

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