lunes, 22 de octubre de 2018

COMPASIÓN SILENCIOSA...14


¿PODEMOS TRIVIALIZAR LA ORACIÓN?

Cuando hay mucha gente rezando por lo mismo y aparentemente al mismo tiempo, existe la tendencia a pensar que la oración va a doblegar el brazo de Dios. "Más es siempre mejor", parece ser la máxima que rige. Pero entonces ya no estoy amando ni sirviendo realmente a Dios; estoy tratando de conseguir que Dios se ponga de mi lado y me dé lo que deseo. No se necesita amor ni entrega; antes bien, a menudo se trata solamente de un deseo disfrazado de controlarlo todo. La noticia maravillosa es, por supuesto, que Dios ya está de mi lado, por lo que tanto quebradero de cabeza resulta fútil, una pérdida de tiempo. Es otra manera de tratar de manipular el misterio, como si pudiéramos hacerlo...
Hay sin duda una buena dosis de compasión en pedir a Dios, por ejemplo, que cure a nuestra abuela -un ruego hermoso, qué duda cabe-. Pero seguimos siendo nosotros los que ocupamos el asiento del conductor, intentando que Dios ocupe el asiento del copiloto, cuando a Dios sólo se le puede confiar el papel principal, la conducción propiamente dicha. Así, primero debemos escuchar la posible voluntad de Dios y no la nuestra, y solamente después podremos orar en el Espíritu.
Jesús nos advierte contra esta oración verbal en algunos pasajes evangélicos: "Cuando oréis no ensartéis palabras y palabras, como los gentiles, porque se imaginan que a fuerza de palabras van a ser oídos" (Mt 6,7) [Pero no debemos olvidar a la viuda ante el juez que no cesaba de importunarle. pidiéndole justicia]. También nos aconseja no decir a Dios lo que Él sabe mejor que nosotros mismos (Mt 6,9). Al respecto debo decir que, en la misa, las oraciones formales de los católicos muchas veces suenan más a comunicados y declaraciones que a verdaderas oraciones, sobre todo porque se hacen en tercera persona y no se dirigen de forma activa como si Dios estuviera en la sala (o presente), algo que nos llevaría a rezar en segunda persona (¡tenemos que ir a una iglesia pentecostal o negra para oír esto!). En el mismo evangelio Jesús nos advierte también contra la excesiva práctica de la oración en público (Mt 6,5), la cual busca una excesiva rentabilidad social. Debemos ser sinceros y admitir que no hemos seguido el consejo básico de Jesús sobre la oración, y que, de hecho, con frecuencia lo hemos desobedecido simplemente.
Jesús nos dice que pidamos a Dios lo que queremos (Mt 7,7-11), con lo que parece confirmar la que llamamos “la oración suplicante o de intercesión”. ¿Por qué dice -dijo- esto Jesús? No debemos convencer a Dios de lo que queremos. No hay necesidad de anunciárselo puesto que él conoce y se preocupa por el sufrimiento más que nosotros mismos.
Yo creo que la oración de intercesión es importante porque necesitamos oír en voz alta nuestros propios pensamientos y palabras. Necesitamos subir a bordo con lo que esperamos sea la voluntad de Dios y lo que puede ser perfectamente la voluntad de Dios. Es un ejercicio de participación, de afecto unitivo con Dios, de eso que Pablo llama colaboración divina y humana (Rom 8,28). Dios no necesita nuestras oraciones tanto como ‘nosotros necesitamos decirlas’ para poder conocer la voluntad y el deseo más profundo de Dios –‘y los nuestros propios’-. Nuestras oraciones no hacen, por así decir, sino secundar la moción.
La primera moción es siempre del Espíritu de Dios, que opera en el alma haciendo que nos preocupemos por el sufrimiento y las necesidades humanas. Así, cuando oramos sinceramente, Dios ya nos ha hablado a nosotros, por lo que nosotros estamos diciendo simplemente "sí" a algo que Dios quiere incluso más que nosotros mismos. Por eso la oración nos lleva a enamorarnos de Dios, porque sabemos que no somos nosotros los que estamos haciendo esta cosa buena: ésta se nos hace a nosotros y a través de nosotros.
También parece ser que no conocemos del todo nuestras propias necesidades, sentimientos, pensamientos hasta que los hemos dicho. Por eso debemos seguir orando "con gemidos inenarrables" (Rom 8,23) hasta que nuestras oraciones reflejen el -mucho más profundo- afecto de Dios y descubramos que nuestra voluntad y la de Dios son finalmente la misma.

(Fr. Richard Rohr, OFM)

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