3.- EL VERDADERO YO ES LA COMPASIÓN, EL AMOR MISMO
A los cristianos que han llegado a sus
propias profundidades -algo que, siento decirlo, no es muy común-, se les
revela una Presencia constante e íntima, que podría incluso ser experimentada
como la que Martín Buber llama una relación "yo-tu". Es un
"sí" profundo y amante, que permanece inherente dentro de nosotros.
En la teología cristiana, esta Presencia interior se suele describir como el
Espíritu Santo, que es Dios en cuanto inmanente, Dios dentro de nosotros, e
incluso Dios como nuestro yo más profundo y verdadero.
Algunos santos y místicos han calificado
esta Presencia como algo que está "más próximo a mí que yo mismo" o
que es "más yo que yo mismo". Muchos de nosotros la describiríamos
también, a tenor de la formulación de Thomas Merton, como el Verdadero Yo. Y
sin embargo, es una Presencia que debe ser despertada y elegida. El Espíritu
Santo se nos da por completo, y se da por igual a todos; pero también tiene que
ser percibido. A quien recibe totalmente esta Presencia y vive a partir de ella
lo llamamos santo.
Es así como la "imagen" se
convierte en "semejanza", por utilizar dos famosas palabras que
aparecen en la creación de los humanos (Gn 1,26-27). Todos tenemos una imagen
que habita con nosotros, pero a la semejanza nos entregamos en grados y estadios
diferentes. Ninguno de nosotros es moral o psicológicamente perfecto o completo
(al menos yo no he encontrado nunca a nadie así), pero un santo o místico se
atreve a creer que él o ella es ontológicamente ("en su mismo ser")
completo, y que esto constituye enteramente un don de Dios: ¡Esto no tiene nada
que ver conmigo!
El Espíritu Santo nunca es una creación de
nuestras acciones o conductas, antes bien, mora de manera natural en nosotros,
es nuestro estar con Dios. En la teología católica llamamos al Espíritu Santo
"la Gracia Increada". La cultura e incluso la religión nos enseñan a
menudo a vivir de nuestro falso yo, hecho de reputación, imagen personal, rol,
posesiones, dinero, apariencia, etcétera. Solamente a medida que esto nos va
faltando, y siempre acaba faltándonos, se nos revela el Verdadero Yo y se
muestra dispuesto a guiarnos, si bien algunas almas iluminadas se entregan
mucho antes a esta verdad y presencia.
El Verdadero Yo, más que enseñarnos
compasión, es la compasión propiamente dicha. Y es a partir de ese lugar más
espacioso y fundamentado como uno conecta, empatiza, perdona y ama grosso modo
todas las cosas. Nosotros fuimos hechos en el amor, para el amor y hacia el
amor. (Esto está actualmente respaldado incluso por pruebas científicas y
biológicas; en efecto, vemos que nuestro cerebro neomamífero encierra emociones
positivas de ‘contento y deseo de criar’.
Podemos verlo funcionando de manera natural en todos los mamíferos, que viven
su vida pacíficamente, alimentando y protegiendo a sus crías y aceptando el
hecho inevitable del sufrimiento y de la muerte de manera mucho más natural que
nosotros, que estamos provistos de una caprichosa neocorteza cerebral que
quiere ordenarlo y explicarlo todo).
Este profundo "sí" interior es
Dios en mí, es Dios amante a través de mí. El falso yo no sabe realmente cómo
amar de un modo profundo y amplio. Es demasiado oportunista. Es demasiado
pequeño. Es demasiado autorreferencial para ser compasivo.
El verdadero Yo -donde nosotros y Dios
somos uno- no elige amar pues ya es amor de por sí (Col 3,3-4). Amar desde este
vasto espacio se asemeja a -y se experimenta como- un río que corre dentro de
nosotros con total fluidez (Jn 7,38-39).
(Fr. Richard Rohr, OFM)
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