La tangente de la
historia…2
Sin pensamiento profético, es decir, sin
ese pensamiento autocrítico que aprendimos inicialmente de los judíos, toda
religión se vuelve idólatra y egocéntrica. Pero, si bien la Reforma trató de
reformar la situación, la suya no fue fundamentalmente una recuperación de la
tradición contemplativa. Antes bien, el cristianismo se volvió aún más
impetuoso, más retórico, más discutidor que antes. Y, como se sabe, aquel
acontecimiento estuvo acompañado por la invención de la imprenta, que tuvo como
efecto fomentar en el hemisferio izquierdo del cerebro, en las dos modalidades
(la buena y la mala), el pensamiento racional. Era algo que tenía que suceder.
Teníamos que pasar por ello.
Pero ahora parece que hemos llegado al
final de esos cinco siglos de interminable disputa dentro del cristianismo, de
la que el mundo está ya más que cansado y a la que no quiere prestarle más
atención. Las cuestiones históricas sobre las que nos encontramos divididos ya
no interesan a casi nadie, ni a las personas de dentro ni a las de fuera. A las
de fuera debe de resultarles muy difícil tomarnos en serio: cada grupo
cristiano sostiene ser el único al que Jesús ama realmente, el único que lo
sigue correctamente, toda vez que revelamos muy poco del flujo de vida místico,
dinámico, trinitario, y de la vida entre nosotros, dentro de nosotros o
proyectada a los demás.
Es del todo lógico y natural que los
cristianos nos encontremos hoy a la defensiva. En efecto, el Occidente secular
no deja de solicitarnos: "Mostradnos el fruto, mostradnos el futuro".
¿De dónde vinieron las dos guerras mundiales? No vinieron de la pagana Asia,
como habíamos imaginado, sino de un continente más pequeño que los cristianos
creíamos tener prácticamente "en el bote". Todos éramos católicos y
cristianos en esta pequeña parte del mundo que se llama Europa. Y sí, fue aquí
donde surgieron las guerras mundiales; fue aquí donde tuvo lugar el Holocausto
y donde unos pueblos formados en la tradición cristiana se mataron unos a otros
dos veces consecutivas en un solo siglo, unos pueblos cuyas preferencias y
colonias son tal vez hasta la fecha las más materialistas del mundo. "¿Qué
fue del Jesús de ustedes, su ideal y maestro?", se preguntó y debe seguir
preguntándose el mundo.
Irónicamente, la práctica de tantos siglos
de antisemitismo en la mayor parte de Europa, que preparó el terreno al
Holocausto, se parece mucho a matar al propio abuelo. Al separarnos de nuestro
abuelo -es decir, de nuestra herencia judía- sin ni siquiera saber que era
nuestro abuelo, terminamos matando a ese mismo al que debíamos haber honrado y
amado. esto, que podría calificarse de esquizofrenia cultural, permanecerá para
siempre como un juicio masivo sobre la inmadurez del cristianismo occidental y
nuestra increíble incapacidad para dar en el blanco. También podemos
considerarlo como el pernicioso y definitivo fruto del pensamiento dualista,
que busca siempre un enemigo, un chivo expiatorio sobre el que volcar los males
propios, primigenios.
Cuando perdemos la mente
contemplativa, o la conciencia no dual, creamos invariablemente personas
violentas. Cuando la mente dualista es
impenitentemente discutidora, creamos un continente sumamente discutidor, que
después exportamos a América del Norte y del Sur. Esto lo vemos en la política
pero también lo vemos en la incapacidad de la Iglesia para crear un sincero
diálogo interreligioso. ¡Pero si no somos ni siquiera capaces de hacerlo a
nivel intrarreligioso! Los baptistas siguen considerando a los anglicanos unos
"perdidos", los evangelistas siguen tachando a los católicos de
"ramera de Babilonia", y los católicos seguimos tildando a todo el
mundo de herético (¡Ni siquiera los franciscanos somos capaces de unirnos en
una sola familia!). Y así, cada uno de nosotros nos escondemos en nuestros
pequeños y autocomplacientes círculos. ¡Qué pérdida de tiempo y de preciosa
"energía divina"... mientras el mundo sigue sufriendo y
desmoronándose! Hemos dividido a Jesús.
La maravillosa filósofa y activista
francesa Simone Weil, que vivió siempre en la frontera entre el cristianismo y
el judaísmo, quiso que su vida misma fuera un puente: amaba a las dos
religiones sin ser capaz de quedarse únicamente con una de ellas. Su gran
mensaje fue que el cristianismo se había convertido lamentablemente en una
religión separada en vez de reconocer que el mensaje profético de Jesús era
necesario para la reforma y autenticidad de todas las religiones.
Pero los cristianos convertimos el
cristianismo en una competición, y ya se sabe que cuando uno participa en una
competición tiene que dominar el arte de la palabra; así, pronto nos tornamos
agresivos y sumamente violentos, y, lo más triste del caso, ¡en nombre de Dios!
Pero si no se cortan de raíz los pensamientos y los sentimientos -que es lo que
hace la oración contemplativa-, se produce la consabida secuencia: los
pensamientos se convierten invariablemente en palabras, las palabras en
acciones, las acciones en hábitos, los hábitos en carácter y el carácter en el
destino final.
Sin embargo, yo mismo tuve la suerte de
verme expuesto a ello como franciscano, y no puedo dudar -ni negar- que siempre
estuvo presente una corriente más profunda, la corriente de la contemplación.
Nunca fue la corriente principal; esto es algo que tenemos que reconocer con
toda sinceridad. En efecto, fue relegada a una posición minoritaria. Todavía
hoy, cuando hablamos a la mayoría de los cristianos sobre la contemplación,
esta palabra suele sonarles como algo herético, nuevo o innecesario.
Cuando conocemos la Tradición (con
mayúscula), la perenne tradición judeocristiana, y descubrimos esta corriente
más profunda, es muy fácil comunicarnos con los hermanos y hermanas de las
otras tradiciones confesionales. Entonces podemos hablar a partir de una base
común. Yo me formé en la tradición ortodoxa católica, y he de decir que, a
nivel contemplativo, esta tradición judeocristiana me enseñó a honrar la
visibilidad de Dios en todas las tradiciones del mundo. Parece una paradoja,
pero no lo es en absoluto. Cuando llegamos a lo más profundo de algo,
invariablemente nos topamos con la corriente subterránea más profunda y común.
Se trata de traer de nuevo a Occidente a
la que llamamos Tradición Perenne, a la corriente subterránea que todos
compartimos. Eso no significa alentar a la gente a abandonar su propia
tradición materna. Hay que conocer las normas antes de poder infringirlas
propiamente hablando. Hay que ser fieles a -y responsables de- una Tradición,
de lo contrario, el decididor siempre será nuestro ego, y nos moveremos fuera
del Cuerpo Vivo de Cristo.
En esa corriente más profunda y
subterránea, el silencio es mucho más factible porque sabemos que en definitiva
todas las palabras son inadecuadas, todas las palabras son defectuosas, todas
las palabras son "sí y también". Yo creo que si pudiéramos rodear nuestras
religiones de esa especie de humildad, de esa especie de paciencia, este
coloquio nos parecería a todos más distendido y natural.
(Fr. Richard Rohr, OFM)
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