martes, 23 de octubre de 2018

COMPASIÓN SILENCIOSA...2


1.- ENCONTRAR A DIOS EN LAS PROFUNDIDADES DEL SILENCIO. - A

Las personas interesadas en las cuestiones relacionadas con la paz y la justicia reconocerán sin duda que la comunicación, el uso de vocablos y las conversaciones han alcanzado un nivel muy bajo en nuestra sociedad actual. Creo que todos somos conscientes de ello, no solamente en el ámbito de la política, sino incluso en nuestras Iglesias. Personalmente, creo que la única manera de invertir esa tendencia es mediante una revalorización de esa cosa tan maravillosa, aunque en apariencia tan anodina, que se llama ‘silencio’.
Pero ¿cómo vender algo que es intrínsecamente invendible? ¿Cómo vender el silencio? ¿Cómo hacer atractivo algo que la gente equipara con el aire o con el vacío, en definitiva con algo que para la mente capitalista no puede resultar atractivo de forma inmediata? Bueno, pues aquí lo vamos a intentar de todos modos.
El silencio no es solamente eso que rodea a las palabras y subyace a las imágenes y a los acontecimientos. Tiene vida propia. Es un fenómeno que casi posee unidad física. Es una entidad autónoma con la que podemos relacionarnos. En el plano filosófico, la ‘esencia’ es esa cualidad fundacional que precede a todos los demás atributos. Cuando nos relacionamos con el ser desnudo de una cosa, aprendemos a conocerla en su núcleo mismo [Si bien es cierto que por este camino la filosofía niega toda posibilidad de llegar a conocer el ‘noúmeno’ -esencia- de las cosas]. Se puede afirmar que el silencio anida, en cierto modo, en el fundamento mismo de toda realidad. Es eso de lo que procede todo ser y a lo que retornan todas las cosas (y si la palabra silencio no nos seduce del todo, podemos cambiarla por las palabras nada, vacío, vastedad, ausencia de forma, espacio abierto, etc.).
Todos sabemos que toda cosa es una “creatio ex nihilo”, que por designio divino toda cosa procede de la nada. Sólo si podemos descansar en la nada estaremos en condiciones de apreciar lo que es algo. Cuando "la" nada crea "el" algo, ¡a eso lo llamamos con el nombre de gracia!
Este silencio aparece ya descrito en los dos primeros versículos del libro del Génesis. La primera realidad se describe como un "vacío sin forma", un vacío silencioso sobre el que "planea" el Espíritu. El Espíritu es silencioso, pero también poderoso. La confluencia o conjunción de estos dos grandes silencios constituye el principio de nuestra creación, al menos en el relato judeocristiano.
El silencio procede, sustenta y funda todo. No podemos verlo solamente como accidente o como algo innecesario. Si no aprendemos a vivir en él, a ir a él, a morar en este fenómeno diferente, el resto de las cosas -palabras, acontecimientos, relaciones, identidades- resultará bastante superficial y carente de profundidad o contexto. Perderá significado. Actualmente se tiene la impresión de que lo único que buscamos es una vida con más acontecimientos, más situaciones llenas de estímulos cada vez mayores, más excitación y más color, que aporten unos signos vitales a nuestra existencia intrínsecamente aburrida. Sin embargo, por irónico que parezca, son las cosas más simples y reducidas a su mínima expresión las que suelen darnos mayor felicidad –‘siempre y cuando’ las respetemos como tales-. El silencio es la esencia de lo simple, de lo reducido a su mínima expresión.
Dicha necesidad de una constante estimulación determina, mucho nos tememos, el carácter de esto que llamamos nuestra sociedad occidental. Si somos sinceros, debemos reconocer los múltiples signos de deterioro cultural que se prodigan a nuestro alrededor. Parece como si todo tuviera que ser un poco más ruidoso, más brillante, más nuevo, más caro, más chic y, sobre todo, más rápido. Solamente entonces vendrán los occidentales-clientes. La frase de marras ya no es entonces "si lo construyes, vendrán" sino "vendrán si consigues que resulte atractivo". Al final, hemos acabado acostumbrándonos a esto. Aceptamos como algo normativo algo que los mismos emperadores romanos consideraban ya como un signo de decadencia: "Lo único que quiere el pueblo es pan y circo", decían. Actualmente cerramos escuelas y construimos grandes estadios que parecen catedrales.
Se nos olvida que la mayor parte del planeta no vive como vivimos nosotros. ¡Pero lo más triste del caso es que quieren vivir como vivimos nosotros!
No deberíamos erigirnos en norma o meta alguna. La nuestra no es necesariamente una sociedad sana. No es necesariamente la mejor -ni la mayor- cultura, aunque a los occidentales se nos educa para pensar así. Es fácil opinar de esa manera si nunca se ha salido de occidente. Sin duda tenemos en nuestra sociedad algunos aspectos maravillosos, pero también otros muy poco sanos, como es, por ejemplo, el no ver el silencio como algo atractivo, útil, necesario, importante o simplemente bueno. Así, acabaremos pareciéndonos a un caparazón con cada vez menos cosas dentro, sin profundidad (que es donde hay que buscar con vitalidad).
Tenemos que intentar ver el silencio como una presencia viva en sí, primordial, prístina, y ver después todas las demás cosas -experimentadas ahora en profundidad- dentro de ese contenedor o continente. Más que una ausencia, el silencio pasa entonces a ser una presencia. El silencio rodea todo "lo que yo sé" con un "no sé" humilde y paciente. Protege la autonomía y dignidad de los acontecimientos, personas, animales y cosas.
Es preciso encontrar un camino para volver a ese lugar, para vivir en ese lugar, para morar en ese lugar de silencio interior. El silencio exterior significa muy poco si no existe un silencio interior más profundo. Todo aparece mucho más claro cuando aparece o emerge de un silencio anterior. Y cuando empleo la palabra ‘aparece’ quiero decir que asume y cobra realidad, sustancia, importancia, significación. Si el silencio no rodea una cosa, que es en sí un misterio, nada tiene significado perdurable. Será un simple acontecimiento más en una secuencia de acontecimientos cada vez rápidos que llamamos nuestra vida. Sin silencio no experimentamos nuestras experiencias. Los humanos tenemos muchas experiencias, pero éstas carecen de poder para cambiarnos, despertarnos, darnos una alegría que el mundo no puede dar, esa alegría de la que habla Jesús.
Vivir en esa esencia o entidad primordial, fundacional, que llamamos silencio crea una especie de resonancia empática con lo que es correcto, con lo que está bien. Sin ella, solamente reaccionamos. Somos, por así decir, fríjoles saltarines que reaccionamos en vez de responder. Sin cierto grado de silencio nunca podremos vivir la vida, degustarla, al carecer de capacidad para disfrutar, apreciar o saborear el momento. ‘Lo contrario de la contemplación no es la acción, es la reacción’. Debemos esperar, buscar, la acción pura, la cual procede siempre de un silencio contemplativo.
El silencio no es ausencia de esencia, sino una manera especial de ser. No es una entidad distante, obtusa y oscura, solamente apta para ascetas. No, seguro que todos hemos experimentado alguna vez lo que es un silencio profundo; pero ahora se trata de sentirlo, de liberarlo y hacer que se convierta en una luz dentro de nosotros. El silencio no lo oímos, claro está; sin embargo, es ‘eso merced a lo cual oímos’. Nosotros no captamos el silencio, es el silencio el que nos capta.
El silencio es una especie de pensamiento que no está pensando, es una especie de pensamiento que está ‘viendo’ (‘contemplar’ significa "ver"). El silencio, entonces, es una consciencia alternativa. Es una forma de inteligencia, de conocer más allá de la reacción corporal, de eso que solemos llamar con el nombre de emoción. Es una forma de conocer más allá del análisis mental, más allá de eso que solemos llamar con el nombre de pensamiento.
A los siete años de edad casi todos hemos separado ya nuestro cuerpo y nuestra alma de nuestra mente, a la que solemos otorgar la mayor parte de nuestro crédito; una mente desconectada de nuestro cuerpo, de nuestra alma, que habita y crece más en el silencio.
Descartes no se equivocó al decir aquello de "pienso, luego existo". En realidad estaba describiendo con la máxima exactitud al hombre occidental. Nuestro pensamiento, siento mucho decirlo, es quienes creemos ser. ‘Pero nosotros somos mucho más que nuestros pensamientos sobre las cosas’. [Aunque del hecho de pensar no se siga la existencia: pues el conocimiento de “lo que algo es” nunca está en condiciones de explicar “el hecho de que algo sea”, pues la naturaleza de las cosas nada tiene que ver con su realidad. En otras palabras, del “yo pienso” nunca brota el yo que realmente vive, sino sólo un yo igualmente pensado. Tal es lo que sabemos desde Kant.]
A su nivel más elevado, todas las grandes religiones del mundo afirman que este modo tiránico de pensar tiene que relativizarse, que limitarse, si no queremos que se haga con el completo control a costa de nuestro ser primordial, con lo que las palabras acabarán significando cada vez menos, incluidas las propias. Esta es nuestra cultura postmoderna. Todos empleamos palabras para decir lo que queremos, para obtener lo que queremos, es una especie de círculo incestuoso.
Consideremos un momento el carácter de los debates políticos: armamento, atención sanitaria, guerras o cualquier otro tema de actualidad -el paro-. Las palabras de los participantes en dichos debates significan cada vez menos en relación con la verdad objetiva, esto es algo que todos hemos podido constatar. Es como un juego que todos estamos obligados a jugar. Con frecuencia, la única manera de salir de esto es guardando silencio, como Jesús ante Pilatos (Mc 15,5; Jn 19,9).

(Fr. Richard Rohr, OFM)

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