1.- ENCONTRAR A DIOS EN LAS PROFUNDIDADES DEL SILENCIO. - A
Las personas interesadas en las cuestiones
relacionadas con la paz y la justicia reconocerán sin duda que la comunicación,
el uso de vocablos y las conversaciones han alcanzado un nivel muy bajo en
nuestra sociedad actual. Creo que todos somos conscientes de ello, no solamente
en el ámbito de la política, sino incluso en nuestras Iglesias. Personalmente,
creo que la única manera de invertir esa tendencia es mediante una
revalorización de esa cosa tan maravillosa, aunque en apariencia tan anodina,
que se llama ‘silencio’.
Pero ¿cómo vender algo que es intrínsecamente
invendible? ¿Cómo vender el silencio? ¿Cómo hacer atractivo algo que la gente
equipara con el aire o con el vacío, en definitiva con algo que para la mente
capitalista no puede resultar atractivo de forma inmediata? Bueno, pues aquí lo
vamos a intentar de todos modos.
El silencio no es solamente eso que rodea
a las palabras y subyace a las imágenes y a los acontecimientos. Tiene vida
propia. Es un fenómeno que casi posee unidad física. Es una entidad autónoma
con la que podemos relacionarnos. En el plano filosófico, la ‘esencia’ es esa cualidad fundacional
que precede a todos los demás atributos. Cuando nos relacionamos con el ser
desnudo de una cosa, aprendemos a conocerla en su núcleo mismo [Si bien es
cierto que por este camino la filosofía niega toda posibilidad de llegar a
conocer el ‘noúmeno’ -esencia- de las cosas]. Se puede afirmar que el silencio
anida, en cierto modo, en el fundamento mismo de toda realidad. Es eso de lo
que procede todo ser y a lo que retornan todas las cosas (y si la palabra
silencio no nos seduce del todo, podemos cambiarla por las palabras nada,
vacío, vastedad, ausencia de forma, espacio abierto, etc.).
Todos sabemos que toda cosa es una “creatio ex nihilo”, que por designio
divino toda cosa procede de la nada. Sólo si podemos descansar en la nada
estaremos en condiciones de apreciar lo que es algo. Cuando "la" nada
crea "el" algo, ¡a eso lo llamamos con el nombre de gracia!
Este silencio aparece ya descrito en los
dos primeros versículos del libro del Génesis. La primera realidad se describe
como un "vacío sin forma", un vacío silencioso sobre el que
"planea" el Espíritu. El Espíritu es silencioso, pero también
poderoso. La confluencia o conjunción de estos dos grandes silencios constituye
el principio de nuestra creación, al menos en el relato judeocristiano.
El silencio procede, sustenta y funda
todo. No podemos verlo solamente como accidente o como algo innecesario. Si no
aprendemos a vivir en él, a ir a él, a morar en este fenómeno diferente, el
resto de las cosas -palabras, acontecimientos, relaciones, identidades-
resultará bastante superficial y carente de profundidad o contexto. Perderá
significado. Actualmente se tiene la impresión de que lo único que buscamos es
una vida con más acontecimientos, más situaciones llenas de estímulos cada vez
mayores, más excitación y más color, que aporten unos signos vitales a nuestra
existencia intrínsecamente aburrida. Sin embargo, por irónico que parezca, son
las cosas más simples y reducidas a su mínima expresión las que suelen darnos
mayor felicidad –‘siempre y cuando’
las respetemos como tales-. El silencio es la esencia de lo simple, de lo
reducido a su mínima expresión.
Dicha necesidad de una constante estimulación
determina, mucho nos tememos, el carácter de esto que llamamos nuestra sociedad
occidental. Si somos sinceros, debemos reconocer los múltiples signos de
deterioro cultural que se prodigan a nuestro alrededor. Parece como si todo
tuviera que ser un poco más ruidoso, más brillante, más nuevo, más caro, más
chic y, sobre todo, más rápido. Solamente entonces vendrán los
occidentales-clientes. La frase de marras ya no es entonces "si lo
construyes, vendrán" sino "vendrán si consigues que resulte atractivo".
Al final, hemos acabado acostumbrándonos a esto. Aceptamos como algo normativo
algo que los mismos emperadores romanos consideraban ya como un signo de
decadencia: "Lo único que quiere el pueblo es pan y circo", decían.
Actualmente cerramos escuelas y construimos grandes estadios que parecen
catedrales.
Se nos olvida que la mayor parte del
planeta no vive como vivimos nosotros. ¡Pero lo más triste del caso es que
quieren vivir como vivimos nosotros!
No deberíamos erigirnos en norma o meta
alguna. La nuestra no es necesariamente una sociedad sana. No es necesariamente
la mejor -ni la mayor- cultura, aunque a los occidentales se nos educa para
pensar así. Es fácil opinar de esa manera si nunca se ha salido de occidente.
Sin duda tenemos en nuestra sociedad algunos aspectos maravillosos, pero
también otros muy poco sanos, como es, por ejemplo, el no ver el silencio como algo
atractivo, útil, necesario, importante o simplemente bueno. Así,
acabaremos pareciéndonos a un caparazón con cada vez menos cosas dentro, sin
profundidad (que es donde hay que buscar con vitalidad).
Tenemos que intentar ver el silencio como
una presencia viva en sí, primordial, prístina, y ver después todas las demás
cosas -experimentadas ahora en profundidad- dentro de ese contenedor o
continente. Más que una ausencia, el silencio pasa entonces a ser una
presencia. El silencio rodea todo "lo que yo sé" con un "no
sé" humilde y paciente. Protege la autonomía y dignidad de los
acontecimientos, personas, animales y cosas.
Es preciso encontrar un camino para volver
a ese lugar, para vivir en ese lugar, para morar en ese lugar de silencio
interior. El silencio exterior significa muy poco si no existe un silencio
interior más profundo. Todo aparece mucho más claro cuando aparece o emerge de
un silencio anterior. Y cuando empleo la palabra ‘aparece’ quiero decir que asume y cobra realidad, sustancia,
importancia, significación. Si el silencio no rodea una cosa, que es en sí un
misterio, nada tiene significado perdurable. Será un simple acontecimiento más
en una secuencia de acontecimientos cada vez rápidos que llamamos nuestra vida.
Sin silencio no experimentamos nuestras experiencias. Los humanos tenemos
muchas experiencias, pero éstas carecen de poder para cambiarnos, despertarnos,
darnos una alegría que el mundo no puede dar, esa alegría de la que habla
Jesús.
Vivir en esa esencia o entidad primordial,
fundacional, que llamamos silencio crea una especie de resonancia empática con
lo que es correcto, con lo que está bien. Sin ella, solamente reaccionamos. Somos,
por así decir, fríjoles saltarines que reaccionamos en vez de responder. Sin
cierto grado de silencio nunca podremos vivir la vida, degustarla, al carecer
de capacidad para disfrutar, apreciar o saborear el momento. ‘Lo
contrario de la contemplación no es la acción, es la reacción’. Debemos
esperar, buscar, la acción pura, la cual procede siempre de un silencio
contemplativo.
El silencio no es ausencia de esencia,
sino una manera especial de ser. No es una entidad distante, obtusa y oscura,
solamente apta para ascetas. No, seguro que todos hemos experimentado alguna
vez lo que es un silencio profundo; pero ahora se trata de sentirlo, de
liberarlo y hacer que se convierta en una luz dentro de nosotros. El silencio
no lo oímos, claro está; sin embargo, es ‘eso merced a lo cual oímos’.
Nosotros no captamos el silencio, es el silencio el que nos capta.
El silencio es una especie de pensamiento
que no está pensando, es una especie de pensamiento que está ‘viendo’
(‘contemplar’
significa "ver"). El silencio, entonces, es una consciencia
alternativa. Es una forma de inteligencia, de conocer más allá de la reacción
corporal, de eso que solemos llamar con el nombre de emoción. Es una forma de
conocer más allá del análisis mental, más allá de eso que solemos llamar con el
nombre de pensamiento.
A los siete años de edad casi todos hemos
separado ya nuestro cuerpo y nuestra alma de nuestra mente, a la que solemos
otorgar la mayor parte de nuestro crédito; una mente desconectada de nuestro
cuerpo, de nuestra alma, que habita y crece más en el silencio.
Descartes no se equivocó al decir aquello
de "pienso, luego existo". En realidad estaba describiendo con la
máxima exactitud al hombre occidental. Nuestro pensamiento, siento mucho
decirlo, es quienes creemos ser. ‘Pero nosotros somos mucho más que nuestros
pensamientos sobre las cosas’. [Aunque del hecho
de pensar no se siga la existencia: pues el conocimiento de “lo que algo es”
nunca está en condiciones de explicar “el hecho de que algo sea”, pues la
naturaleza de las cosas nada tiene que ver con su realidad. En otras palabras,
del “yo pienso” nunca brota el yo que realmente vive, sino sólo un yo
igualmente pensado. Tal es lo que sabemos desde Kant.]
A su nivel más elevado, todas las grandes
religiones del mundo afirman que este modo tiránico de pensar tiene que
relativizarse, que limitarse, si no queremos que se haga con el completo
control a costa de nuestro ser primordial, con lo que las palabras acabarán
significando cada vez menos, incluidas las propias. Esta es nuestra cultura
postmoderna. Todos empleamos palabras para decir lo que queremos, para obtener
lo que queremos, es una especie de círculo incestuoso.
Consideremos un momento el carácter de los
debates políticos: armamento, atención sanitaria, guerras o cualquier otro tema
de actualidad -el paro-. Las palabras de los participantes en dichos debates
significan cada vez menos en relación con la verdad objetiva, esto es algo que
todos hemos podido constatar. Es como un juego que todos estamos obligados a
jugar. Con frecuencia, la única manera de salir de esto es guardando silencio,
como Jesús ante Pilatos (Mc 15,5; Jn 19,9).
(Fr. Richard Rohr, OFM)
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