EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REVELACIÓN
Hasta aquí hemos dejado hablar al mundo, en su
resonar interno que hace eco en el ser humano y le invita a proclamar una
hondura indescriptible pero cierta de la realidad, una hondura aliento y guía
de los pasos del mundo y de los suyos propios. De este resonar interior que se
convierte en la persona en un rumor denso, la fe afirma que ha tomado la
palabra, que se ha dicho con propiedad en el mundo, que ha pasado de vestirse
con el viento, el fuego y el agua a desnudarse para ser contemplado en su
propio ser. Pasaremos ahora a este proceso en el que el Espíritu se ha revelado
en su identidad, que sin embargo permanecerá siempre como presencia misteriosa.
6. ¿El
Espíritu se revela a sí mismo?
Nadie conoce a quien no se muestra a sí mismo.
El conocimiento entre personas siempre aparece mediado por el encuentro y el
don de sí que realizan los sujetos implicados en él. Mientras esta entrega de
sí no se produce, el conocimiento del otro permanece atado a las proyecciones y
los prejuicios, es decir, está atravesado por un desconocimiento radical que no
consiste sino en no aceptar el misterio íntimo del otro y reducirlo a la propia
acción interpretativa sobre él. Por eso lo dicho hasta ahora sobre el Espíritu
vive de intuiciones que no terminan de saber su verdad mientras este Espíritu
escondido (si en realidad fuera real) no se manifieste. Es a esta manifestación
a la que vamos ahora a acercarnos tal y como la experiencia judeocristiana la
ha recibido.
El Espíritu Santo nunca dice ‘Yo soy’. Estas palabras son propias del
Dios único en cuanto padre, señor, creador, liberador. El ‘Yo soy’ divino pronunciado ante el ser humano remite al Dios que
está enfrente, que está en el origen primigenio que llama a ser, que está como
referente absoluto frente a la persona y ante el que ésta tiene que realizarse,
ejercer su libertad. Estas palabras, sin embargo, aparecen también en boca de
Jesús (según el evangelio de Juan), pero esta vez definiéndole como espacio de
identificación para el ser humano en su camino hacia Dios: “yo soy el camino,
la verdad y la vida, la luz…”. Por tanto, es en diálogo personal con él,
asumiendo su propia posición personal dada a participar, como la persona
encuentra la posición exacta para afrontar la relación verdadera con el Dios
único que le integra en su relación interior yo-tú (Padre-Hijo). El Espíritu,
sin embargo, no ocupa nunca el espacio al que remiten estas palabras, nunca
dice ‘Yo soy’. Por el contrario, es
el que posibilita pronunciarlas, el que permite decir ‘yo soy’ y el que permite responder ‘tú eres’. El que siempre está en movimiento en este diálogo para
que no se interrumpa, atravesando y suscitando el ‘yo’ en su verdad última. Es, por tanto, en cada ‘yo’ donde el Espíritu se muestra y se
esconde al mismo tiempo. “Su ser más
propio consiste en hacer ser y, por tanto, su mayor presencia coincide con su
mayor escondimiento, pues lo que se verá es lo que suscitado”.
Por tanto, la identidad y presencia del
Espíritu se reconoce de forma indirecta en la medida en que el creyente se
reconoce habitado por una realidad que suscita en él posibilidades e impulsos
que le hacen ser él mismo en su plenitud humana. Y, a la vez, en la medida en
que el creyente percibe que este movimiento pertenece a su acogimiento en el
movimiento de vida íntima de Dios que es relación permanente. Pero vayamos paso
a paso.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
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