domingo, 14 de octubre de 2018

El Espíritu. Misterio de Dios y del mundo...15


EL ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
EFUSIÓN

Hemos visto como el Espíritu de Dios revela finalmente su presencia e identidad en la vida, muerte y resurrección de Cristo. Ahora intentaremos mostrar cómo esta presencia, que ya empujaba al ser humano desde siempre, se renueva en Cristo resucitado de forma que por él puede hacerse verdadero, ser él mismo del todo, superando toda ambigüedad, en cada ser humano y en la creación entera. Hemos de decir que no es que el Espíritu no habitara la creación, la historia y al ser humano, sino que lo hacía en una especie de presencia en busca de sí mismo, estaba en camino de ser todo y siempre lo que es en el interior de Dios y quiere ser en el interior de la creación. Es decir, constituir su identidad en la historia. En este sentido ya dijimos cómo el Espíritu revela su identidad en la identificación de la realidad, en cuanto que la hace coincidir consigo misma, por eso su presencia autorreveladora depende del tiempo de la historia en la que debe llegar a ser lo que es. Su verdad última acontece en la Pascua de Cristo, inicio realizado de la nueva creación, por eso desde ella aparece con novedad histórica de ser, aunque no con novedad de presencia. Su ser vivificador quedará inscrito y unido al lugar donde Cristo otorgue la participación de esta vida plena, que por otra parte coincide con el don de su misma vida filial. Este lugar es la Iglesia de la que hablaremos a continuación.
Por otro lado, esta novedad se afirma sin negar su pasado de forma que este pasado está presente también en cada tiempo, ya que la presencia del Espíritu tendrá que recorrer en compañía de cada persona y cada momento histórico el camino que va desde la ambigüedad creatural a la verdad evangélica donde encontrar a Cristo como espacio filial en el que el designio de Dios se cumple para todos.

15. Si la historia continúa sin realizarse del todo, ¿en qué consiste la nueva vida que ofrece el Espíritu entregado ya a los seres humanos?
Dos experiencias atraviesan transversalmente la conciencia humana global: la primera es que el mundo se topa siempre y en todo lugar con una estrechez que no le permite  darse plenitud a sí mismo; la segunda es que el mundo tiende a deformarse en su historia, no linealmente, pero sí realmente.
La acción salvífica de Dios, por tanto, no sólo deberá consumar el movimiento que Él mismo impulsó, sino arrancarlo de su falsa autodeterminación. Esto supone que el mundo debe descubrir su verdad, su originario diseño para realizarlo, lo cual aparece, como ya hemos dicho, sólo en la historia de Cristo. En él la verdad de la creación se muestra y se ofrece como lugar de re-identificación, pero esto supone aceptar el Señorío de Cristo, que es el reverso final de su primogenitura primordial en la creación. La verdad se encuentra en él porque en él fue pensada y realizada la creación y su destino.
Pues bien, esta manifestación de la verdad es suscitada por el Espíritu Santo, tal y como dejan constancia los textos neotestamentarios. El Espíritu es la potencia de verdad que habita el mundo y la humanidad que se realiza en Cristo y que desde él hace reconocer la realidad originaria de las cosas, el designio en el que fueron creadas. San Pablo afirma, en este sentido, que el Espíritu nos da aquella sabiduría que procede del reconocimiento de lo que Dios gratuitamente nos ha dado (1 Cor 2,12). El que posee el Espíritu de Cristo, el que en este Espíritu reconoce el Señorío de Cristo (1 Cor 12,3), el que posee el pensamiento de Cristo, ese lo discierne todo (1 Cor 2,16b). De esta manera, conoce la verdad y su ser puede entonces caminar sin miedo a perderse; sin falsedad puede arrancarse de la mentira del pecado.
Ahora bien, ¿cuál es esta verdad que define el Señorío de Cristo?, ¿cuál es ese pensamiento, forma de mirar y situarse, que posibilita nuestra regeneración? Se trata de la filiación divina. Hemos sido pensados, llamados a la existencia en el Hijo, para participar en él del movimiento de amor divino que él recibe y que le constituye eternamente. Nuestro verdadero ser, oscurecido por el pecado, es recuperado por el Espíritu de Cristo que nos revela interiormente en la contemplación de Cristo nuestra filiación participada, que es lo único que permite que nuestra vitalidad autoidentificadora se realice adecuadamente.
Más aún, es esta verdad honda, vital, regeneradora, lo único que puede situar todo el movimiento mundano en un orden de paz, como afirma san Pablo cuando, dirigiéndose a los cristianos de Roma, les dice que la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,23). El núcleo de esta regeneración es la recepción de ese Espíritu que nos abre los ojos a Cristo como hermano mayor, primogénito eterno, concreto en su humanidad judía; que nos permite acoger el amor que derramado en él desde siempre ahora nos envuelve con su entrega a nosotros como espacio donde habitar (Rom 8, 31-39).
El nuevo nacimiento que Jesús pide a Nicodemo, que ya citamos, es en su concreción última el reconocimiento de que en él se manifiesta lo que Dios da al ser humano, lo que, por tanto, le constituye originalmente: la filiación. Por eso la conversación llega a su cumbre cuando Jesús afirma: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único para el que crea en él no perezca” (Jn 3.13). La cerrazón a esta manifestación última de la verdad apresa al ser humano en las tinieblas que rigen el mundo haciéndolo vagar sin sentido y con miedo (v.18). Frente a esta autocondena, el Espíritu es el actor de una conciencia de salvación que ocupa pensamientos, sentimientos y voluntades configurada por Jesús como camino, verdad y vida, y que es el germen de la nueva creación en este paraje angosto de la historia.

(El Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)

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