EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
EFUSIÓN
Hemos visto como el Espíritu de Dios revela
finalmente su presencia e identidad en la vida, muerte y resurrección de
Cristo. Ahora intentaremos mostrar cómo esta presencia, que ya empujaba al ser
humano desde siempre, se renueva en Cristo resucitado de forma que por él puede
hacerse verdadero, ser él mismo del todo, superando toda ambigüedad, en cada
ser humano y en la creación entera. Hemos de decir que no es que el Espíritu no
habitara la creación, la historia y al ser humano, sino que lo hacía en una
especie de presencia en busca de sí mismo, estaba en camino de ser todo y
siempre lo que es en el interior de Dios y quiere ser en el interior de la
creación. Es decir, constituir su identidad en la historia. En este sentido ya
dijimos cómo el Espíritu revela su identidad en la identificación de la
realidad, en cuanto que la hace coincidir consigo misma, por eso su presencia
autorreveladora depende del tiempo de la historia en la que debe llegar a ser
lo que es. Su verdad última acontece en la Pascua de Cristo, inicio realizado
de la nueva creación, por eso desde ella aparece con novedad histórica de ser,
aunque no con novedad de presencia. Su ser vivificador quedará inscrito y unido
al lugar donde Cristo otorgue la participación de esta vida plena, que por otra
parte coincide con el don de su misma vida filial. Este lugar es la Iglesia de
la que hablaremos a continuación.
Por otro lado, esta novedad se afirma sin negar
su pasado de forma que este pasado está presente también en cada tiempo, ya que
la presencia del Espíritu tendrá que recorrer en compañía de cada persona y
cada momento histórico el camino que va desde la ambigüedad creatural a la
verdad evangélica donde encontrar a Cristo como espacio filial en el que el
designio de Dios se cumple para todos.
15. Si la
historia continúa sin realizarse del todo, ¿en qué consiste la nueva vida que
ofrece el Espíritu entregado ya a los seres humanos?
Dos experiencias atraviesan transversalmente la
conciencia humana global: la primera es que el mundo se topa siempre y en todo
lugar con una estrechez que no le permite
darse plenitud a sí mismo; la segunda es que el mundo tiende a
deformarse en su historia, no linealmente, pero sí realmente.
La acción salvífica de Dios, por tanto, no sólo
deberá consumar el movimiento que Él mismo impulsó, sino arrancarlo de su falsa
autodeterminación. Esto supone que el mundo debe descubrir su verdad, su
originario diseño para realizarlo, lo cual aparece, como ya hemos dicho, sólo
en la historia de Cristo. En él la verdad de la creación se muestra y se ofrece
como lugar de re-identificación, pero esto supone aceptar el Señorío de Cristo,
que es el reverso final de su primogenitura primordial en la creación. La
verdad se encuentra en él porque en él fue pensada y realizada la creación y su
destino.
Pues bien, esta manifestación de la verdad es
suscitada por el Espíritu Santo, tal y como dejan constancia los textos
neotestamentarios. El Espíritu es la potencia de verdad que habita el mundo y
la humanidad que se realiza en Cristo y que desde él hace reconocer la realidad
originaria de las cosas, el designio en el que fueron creadas. San Pablo
afirma, en este sentido, que el Espíritu nos da aquella sabiduría que procede
del reconocimiento de lo que Dios gratuitamente nos ha dado (1 Cor 2,12). El
que posee el Espíritu de Cristo, el que en este Espíritu reconoce el Señorío de
Cristo (1 Cor 12,3), el que posee el pensamiento de Cristo, ese lo discierne
todo (1 Cor 2,16b). De esta manera, conoce la verdad y su ser puede entonces
caminar sin miedo a perderse; sin falsedad puede arrancarse de la mentira del
pecado.
Ahora bien, ¿cuál es esta verdad que define el
Señorío de Cristo?, ¿cuál es ese pensamiento, forma de mirar y situarse, que
posibilita nuestra regeneración? Se trata de la filiación divina. Hemos sido
pensados, llamados a la existencia en el Hijo, para participar en él del
movimiento de amor divino que él recibe y que le constituye eternamente.
Nuestro verdadero ser, oscurecido por el pecado, es recuperado por el Espíritu
de Cristo que nos revela interiormente en la contemplación de Cristo nuestra
filiación participada, que es lo único que permite que nuestra vitalidad
autoidentificadora se realice adecuadamente.
Más aún, es esta verdad honda, vital,
regeneradora, lo único que puede situar todo el movimiento mundano en un orden
de paz, como afirma san Pablo cuando, dirigiéndose a los cristianos de Roma,
les dice que la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios
(Rom 8,23). El núcleo de esta regeneración es la recepción de ese Espíritu que
nos abre los ojos a Cristo como hermano mayor, primogénito eterno, concreto en
su humanidad judía; que nos permite acoger el amor que derramado en él desde
siempre ahora nos envuelve con su entrega a nosotros como espacio donde habitar
(Rom 8, 31-39).
El nuevo nacimiento que Jesús pide a Nicodemo,
que ya citamos, es en su concreción última el reconocimiento de que en él se
manifiesta lo que Dios da al ser humano, lo que, por tanto, le constituye
originalmente: la filiación. Por eso la conversación llega a su cumbre cuando
Jesús afirma: “Tanto amó Dios al mundo
que le entregó a su Hijo único para el que crea en él no perezca” (Jn 3.13).
La cerrazón a esta manifestación última de la verdad apresa al ser humano en
las tinieblas que rigen el mundo haciéndolo vagar sin sentido y con miedo
(v.18). Frente a esta autocondena, el Espíritu es el actor de una conciencia de
salvación que ocupa pensamientos, sentimientos y voluntades configurada por
Jesús como camino, verdad y vida, y que es el germen de la nueva creación en
este paraje angosto de la historia.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
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