martes, 16 de octubre de 2018

El Espíritu. Misterio de Dios y del mundo...0


FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ
EL ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo

INTRODUCCIÓN

La presencia del Espíritu Santo inicia la andadura de la fe cristiana, pues solo con la efusión del Espíritu, Cristo culmina su obra mesiánica y los discípulos son pertrechados para continuar su misión. Además, la alusión al Espíritu abre y cierra el texto de la Sagrada Escritura.

El segundo versículo del libro del Génesis afirma que “el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas caóticas” (Gn 1,2), apuntando a un antes del principio donde su presencia a-guardaba el “todavía-no-ser” de las cosas. Su presencia aparece, pues, como esperanza y cuidado sin objeto aún, como un no saber qué apunta el futuro movimiento de Dios, pero un no saber protector, paráclito. Como el aliento tomado para pronunciar una palabra que todavía no dice nada pero en el cual la palabra aún no dicha se espera a sí misma. Al final de la Escritura, en los últimos versículos, se revela unido a la Iglesia a-guardando igualmente, esta vez la consumación del movimiento de la creación en un matrimonio místico entre Dios y su obra en Cristo: «El Espíritu y la esposa dicen: ‘Ven’. Diga también el que lo escucha: ‘Ven’» (Ap 22, 17).

Estamos, pues, ante una creación que adviene desde Dios y vive en la esperanza de volver a Dios en una comunión plena con él. Esta creación que viene de la voluntad divina y clama porque se cumple en ella el deseo de la vida plena de esta voluntad, aparece como el espacio propio del ministerio del Espíritu de Dios.

Por ello este Espíritu afecta a todo y a todos en su realidad más honda, lo sepan o no, lo acepten o no. Según la fe bíblica, el Espíritu no es nada externo a la vida, ni siquiera a la cotidiana, a no ser que esta sea tan superficial o deforme que su propio sentido y dirección se hagan extraños a sí misma.

Además, la fe cristiana confiesa al Dios único como comunión trinitaria en la que el Espíritu es uno de sus centros de relación personal. Acercarnos a su identidad y a su actividad será inevitable si queremos pensar el misterio de Dios. Veremos enseguida su complicación, pues se trata de la persona trinitaria «sin rostro ni voz propia» (B. Sesboüé), al menos en la medida en que nosotros podemos dirigir nuestra atención directamente a él.

Como el aliento escondido en la palabra pronunciada o la voluntad escondida en la acción o la intención escondida en la obra realizada, el Espíritu se revela siempre en lo distinto de él mismo. Revela su presencia divina en la relación del Padre y del Hijo, revela su presencia mundana en el movimiento propio de la creación y del ser humano. Pronuncia su voz en la palabra del Padre y del Hijo siendo su aliento interior, pronuncia su voz en la palabra de la Iglesia que ora a Dios y anuncia el Evangelio a las personas, y en todos los casos aparece oculto como presencia suscitadora de lo que cada realidad es, sin mostrarse en cada una de ellas directamente. Él habita y se mueve en el fondo del misterio de Dios y del mundo.

Pero, aun afectando a la realidad en su fondo más íntimo, su presencia será siempre esquiva, evitará habitualmente una comprensión directa de su ser y se mostrará indirectamente impulsando el encuentro con el ser propio de quien es habitado por él.

Así dejamos constancia de que ponemos manos a la obra con la conciencia clara de que a veces ni siquiera apuntaremos ‘ad rem’, sino que simplemente sugeriremos contextos de percepción de su presencia inaferrable. Por ello, nos toca comprender buscando, imaginando más allá de las palabras, dejándonos envolver por ellas para sobrepasarlas, quedando prendidos de la conciencia cierta de su presencia vivificadora, pues es, como afirmamos en el Credo, “Señor y dador de vida”.

Quizá por eso, si pese a todos nuestros intentos no somos capaces de descubrir su presencia,  encerrados como estamos en la limitación de nuestra inteligencia y nuestro pecado, será él mismo quien nos haga salir de esta cueva y nos haga saberle al menos en esa “voz de silencio sutil” (1 Re 19, 11-13) que sorprendió a Elías cuando ya no sabía ni qué creer ni cómo hablar, y nos envíe de nuevo al mundo para contemplar como él sigue trabajando incluso cuando nosotros no somos capaces de verlo (1 Re 19, 15-18).

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