INTRODUCCIÓN
La presencia del Espíritu Santo inicia la
andadura de la fe cristiana, pues solo con la efusión del Espíritu, Cristo
culmina su obra mesiánica y los discípulos son pertrechados para continuar su
misión. Además, la alusión al Espíritu abre y cierra el texto de la Sagrada
Escritura.
El segundo versículo del libro del Génesis
afirma que “el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas caóticas” (Gn
1,2), apuntando a un antes del principio donde su presencia a-guardaba el
“todavía-no-ser” de las cosas. Su presencia aparece, pues, como esperanza y
cuidado sin objeto aún, como un no saber qué apunta el futuro movimiento de
Dios, pero un no saber protector, paráclito. Como el aliento tomado para
pronunciar una palabra que todavía no dice nada pero en el cual la palabra aún
no dicha se espera a sí misma. Al final de la Escritura, en los últimos
versículos, se revela unido a la Iglesia a-guardando igualmente, esta vez la
consumación del movimiento de la creación en un matrimonio místico entre Dios y
su obra en Cristo: «El Espíritu y la esposa dicen: ‘Ven’. Diga
también el que lo escucha: ‘Ven’»
(Ap 22, 17).
Estamos,
pues, ante una creación que adviene desde Dios y vive en la esperanza de volver
a Dios en una comunión plena con él. Esta creación que viene de la voluntad
divina y clama porque se cumple en ella el deseo de la vida plena de esta
voluntad, aparece como el espacio propio del ministerio del Espíritu de Dios.
Por
ello este Espíritu afecta a todo y a todos en su realidad más honda, lo sepan o
no, lo acepten o no. Según la fe bíblica, el Espíritu no es nada externo a la
vida, ni siquiera a la cotidiana, a no ser que esta sea tan superficial o
deforme que su propio sentido y dirección se hagan extraños a sí misma.
Además,
la fe cristiana confiesa al Dios único como comunión trinitaria en la que el Espíritu
es uno de sus centros de relación personal. Acercarnos a su identidad y a su
actividad será inevitable si queremos pensar el misterio de Dios. Veremos
enseguida su complicación, pues
se trata de la persona trinitaria «sin rostro ni voz propia» (B. Sesboüé), al
menos en la medida en que nosotros podemos dirigir nuestra atención
directamente a él.
Como el aliento escondido en la palabra
pronunciada o la voluntad escondida en la acción o la intención escondida en la
obra realizada, el Espíritu se revela siempre en lo distinto de él mismo.
Revela su presencia divina en la relación del Padre y del Hijo, revela su
presencia mundana en el movimiento propio de la creación y del ser humano.
Pronuncia su voz en la palabra del Padre y del Hijo siendo su aliento interior,
pronuncia su voz en la palabra de la Iglesia que ora a Dios y anuncia el
Evangelio a las personas, y en todos los casos aparece oculto como presencia
suscitadora de lo que cada realidad es, sin mostrarse en cada una de ellas
directamente. Él habita y se mueve en el fondo del misterio de Dios y del mundo.
Pero, aun afectando a la realidad en su fondo
más íntimo, su presencia será siempre esquiva, evitará habitualmente una
comprensión directa de su ser y se mostrará indirectamente impulsando el
encuentro con el ser propio de quien es habitado por él.
Así dejamos constancia de que ponemos manos a
la obra con la conciencia clara de que a veces ni siquiera apuntaremos ‘ad
rem’, sino que simplemente sugeriremos contextos de percepción de su
presencia inaferrable. Por ello, nos toca comprender buscando, imaginando más
allá de las palabras, dejándonos envolver por ellas para sobrepasarlas,
quedando prendidos de la conciencia cierta de su presencia vivificadora, pues
es, como afirmamos en el Credo, “Señor y dador de vida”.
Quizá por eso, si pese a todos nuestros
intentos no somos capaces de descubrir su presencia, encerrados como estamos en la limitación de
nuestra inteligencia y nuestro pecado, será él mismo quien nos haga salir de
esta cueva y nos haga saberle al menos en esa “voz de silencio sutil” (1 Re 19,
11-13) que sorprendió a Elías cuando ya no sabía ni qué creer ni cómo hablar, y
nos envíe de nuevo al mundo para contemplar como él sigue trabajando incluso
cuando nosotros no somos capaces de verlo (1 Re 19, 15-18).
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