EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REFLEXIÓN
24. Verdad,
imaginación, defensa…, ¿qué es todo esto sin la alegría de vivir?
¿Le es posible descansar a una madre cuando
tiene a sus hijos ‘danzando’ a su
alrededor?, ¿en qué consiste pues el descanso de una madre en cuanto tal? En
esta situación el descanso no existe, podríamos decir, pues se vive en una
actividad casi frenética de preocupación, sostenimiento, aliento, enseñanza,
suscitación de posibilidades, protección, juego… En este movimiento, sin
embargo, aparece una alegría que nace de la mirada del hijo que sonríe, de los
pasos que se le van viendo dar, de las palabras que va pronunciando, de la
novedad de ser que va reconociendo surgir en él… Se trata de una alegría que
vive del ser del otro en el que uno mismo, en este caso la madre, encuentra su
razón de ser y su gloria.
Podríamos decir que Dios mismo se revela así a
lo largo de su obra, según el relato de la creación (Gn 1,1-2, 4b). Es sobre
todo en el séptimo día donde esto se refleja, pues su obra aparece destinada a
la existencia vital de lo distinto y en ello (en que esto sea así) Dios se
complace. Su descanso se manifiesta así como complacencia, como alegría en su
trabajo y por su trabajo. Esta complacencia en su obra reproduce la presencia
del Espíritu santo sobre el caos del segundo versículo de este relato, donde
sobrevuela el caos que está en trance de hacerse creación como un ave vela su
nido.
La mirada de Dios en el séptimo día aletea como
una bendición de Dios, como complacencia espiritual de Dios sobre el mundo. Las
criaturas aparecen como su alegría y así se manifiesta en Prov 8,22-31, cuando
la Sabiduría de Dios es descrita como un juego entre Dios y el mundo.
Por tanto, la vida suscitada por Dios en ese
impulso del Espíritu, que ya hemos descrito, tiene como objetivo la alegría de
la existencia, el ser como júbilo.
Es esto lo que siente Jesús cuando invadido por
el Espíritu (Lc 10,21) y lleno de alegría contemple el movimiento de Dios por
sus criaturas, especialmente por los pequeños. Este texto continúa afirmando
que esta alegría que le invade por la manifestación del designio de Dios por
los pequeños y que coincide con su propio ser paternal es lo que él, el Hijo,
conoce desde siempre y que ofrece a todos (v.22). Así, la alegría que invade a
Jesús es aquella que habita en él desde siempre al recibir la complacencia del
Padre y que se ensancha en la encarnación para incluir a todos aquellos que
ahora pueden sentir a su lado la verdad de aquella afirmación de Isaías: “¿puede acaso olvidar una madre a sus
hijos?, pues aunque esto sucediera yo no os olvido… os llevo tatuados en mis
manos” (49,14-16).
Es este gozo de saberse partícipes del amor, no
como acontecimiento del pensamiento, sino como ha dicho algún autor, como
“centro último del que nace y se sostiene toda nuestra existencia” lo que
genera el Espíritu Santo (Ga 5,22). Este gozo se expresa en la alabanza, en la doxología,
en la glorificación, en la complacencia, incluso con palabras que no existen
(glosolalia), pues describen un acontecimiento que pertenece al misterio íntimo
último de la relación de Dios con el ser humano donde el creyente se eleva
hacia quien siente como padre, madre, amigo, amante, compañero, guía,
protección, hogar… más allá de todo lenguaje.
Todo ello tiene como lugar propio, aunque no
único, el juego litúrgico que en su aparente seriedad sitúa, al que sabe que la
alegría plena no coincide con la risa, en aquel espacio de creación eterna
donde todo es suscitado y llamado a la existencia por el amor irrevocable de
Dios a su Hijo único donde todo es situado (Col 1,16-17). En este sentido, el
gozo se expresa en la liturgia como sobrecogimiento cargado de cantos,
silencios densos, llanto contenido, sonrisa discreta y cómplice… prolepsis de
aquella asamblea en fiesta que es la nueva Jerusalén celeste (Ap 22,1-4). He
aquí por qué la Iglesia no pide sólo el Espíritu de la verdad o de la
imaginación/fe, o de la defensa, o del amor…, sino que fundamentalmente lo pide
como gozo de Dios en su vida, como júbilo eterno. Así concluye la secuencia de
Pentecostés: “Danos tu gozo eterno”.
Sin esto no habríamos comprendido, no sabríamos todavía quiénes somos, pues sólo
en esta alegría intuimos cuál es el objetivo y el destino, el designio de la
acción creadora y salvadora de Dios y, por tanto, de nuestra existencia. Es ‘en el Espíritu donde’ el mundo canta la
Gloria de Dios reflejando su propia vida de comunión, paz y alegría. Porque el
Reino de Dios ‘consiste en la fuerza
salvadora, la paz y la alegría del Espíritu Santo’ (Rm 14,17).
(El Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García
Martínez. Ed. CCS)
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