sábado, 13 de octubre de 2018

El Espíritu. Misterio de Dios y del mundo...24


EL ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REFLEXIÓN

24. Verdad, imaginación, defensa…, ¿qué es todo esto sin la alegría de vivir?
¿Le es posible descansar a una madre cuando tiene a sus hijos ‘danzando’ a su alrededor?, ¿en qué consiste pues el descanso de una madre en cuanto tal? En esta situación el descanso no existe, podríamos decir, pues se vive en una actividad casi frenética de preocupación, sostenimiento, aliento, enseñanza, suscitación de posibilidades, protección, juego… En este movimiento, sin embargo, aparece una alegría que nace de la mirada del hijo que sonríe, de los pasos que se le van viendo dar, de las palabras que va pronunciando, de la novedad de ser que va reconociendo surgir en él… Se trata de una alegría que vive del ser del otro en el que uno mismo, en este caso la madre, encuentra su razón de ser y su gloria.
Podríamos decir que Dios mismo se revela así a lo largo de su obra, según el relato de la creación (Gn 1,1-2, 4b). Es sobre todo en el séptimo día donde esto se refleja, pues su obra aparece destinada a la existencia vital de lo distinto y en ello (en que esto sea así) Dios se complace. Su descanso se manifiesta así como complacencia, como alegría en su trabajo y por su trabajo. Esta complacencia en su obra reproduce la presencia del Espíritu santo sobre el caos del segundo versículo de este relato, donde sobrevuela el caos que está en trance de hacerse creación como un ave vela su nido.
La mirada de Dios en el séptimo día aletea como una bendición de Dios, como complacencia espiritual de Dios sobre el mundo. Las criaturas aparecen como su alegría y así se manifiesta en Prov 8,22-31, cuando la Sabiduría de Dios es descrita como un juego entre Dios y el mundo.
Por tanto, la vida suscitada por Dios en ese impulso del Espíritu, que ya hemos descrito, tiene como objetivo la alegría de la existencia, el ser como júbilo.
Es esto lo que siente Jesús cuando invadido por el Espíritu (Lc 10,21) y lleno de alegría contemple el movimiento de Dios por sus criaturas, especialmente por los pequeños. Este texto continúa afirmando que esta alegría que le invade por la manifestación del designio de Dios por los pequeños y que coincide con su propio ser paternal es lo que él, el Hijo, conoce desde siempre y que ofrece a todos (v.22). Así, la alegría que invade a Jesús es aquella que habita en él desde siempre al recibir la complacencia del Padre y que se ensancha en la encarnación para incluir a todos aquellos que ahora pueden sentir a su lado la verdad de aquella afirmación de Isaías: “¿puede acaso olvidar una madre a sus hijos?, pues aunque esto sucediera yo no os olvido… os llevo tatuados en mis manos” (49,14-16).
Es este gozo de saberse partícipes del amor, no como acontecimiento del pensamiento, sino como ha dicho algún autor, como “centro último del que nace y se sostiene toda nuestra existencia” lo que genera el Espíritu Santo (Ga 5,22). Este gozo se expresa en la alabanza, en la doxología, en la glorificación, en la complacencia, incluso con palabras que no existen (glosolalia), pues describen un acontecimiento que pertenece al misterio íntimo último de la relación de Dios con el ser humano donde el creyente se eleva hacia quien siente como padre, madre, amigo, amante, compañero, guía, protección, hogar… más allá de todo lenguaje.
Todo ello tiene como lugar propio, aunque no único, el juego litúrgico que en su aparente seriedad sitúa, al que sabe que la alegría plena no coincide con la risa, en aquel espacio de creación eterna donde todo es suscitado y llamado a la existencia por el amor irrevocable de Dios a su Hijo único donde todo es situado (Col 1,16-17). En este sentido, el gozo se expresa en la liturgia como sobrecogimiento cargado de cantos, silencios densos, llanto contenido, sonrisa discreta y cómplice… prolepsis de aquella asamblea en fiesta que es la nueva Jerusalén celeste (Ap 22,1-4). He aquí por qué la Iglesia no pide sólo el Espíritu de la verdad o de la imaginación/fe, o de la defensa, o del amor…, sino que fundamentalmente lo pide como gozo de Dios en su vida, como júbilo eterno. Así concluye la secuencia de Pentecostés: “Danos tu gozo eterno”. Sin esto no habríamos comprendido, no sabríamos todavía quiénes somos, pues sólo en esta alegría intuimos cuál es el objetivo y el destino, el designio de la acción creadora y salvadora de Dios y, por tanto, de nuestra existencia. Es ‘en el Espíritu donde’ el mundo canta la Gloria de Dios reflejando su propia vida de comunión, paz y alegría. Porque el Reino de Dios ‘consiste en la fuerza salvadora, la paz y la alegría del Espíritu Santo’ (Rm 14,17).

(El Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)

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