2.- EL SAGRADO SILENCIO, EL CAMINO DE LA COMPASIÓN ...A
Dios como flujo
Personalmente, me parece una rareza que el
cristianismo, la religión que cree que la Palabra, el Verbo, se hizo carne, se
volviera hasta tal punto "verboso" que buena parte de su historia se
confunde con una permanente contienda acerca de las palabras, con un constante
afán por utiliza ciertas palabras de manera diferente, por definirlas, por
defenderlas. De este modo hemos acabado invirtiendo el proceso de la
encarnación divina, haciendo que la carne se vuelva de nuevo palabra (¡pero ya
no la Palabra Eterna!).
Sin duda, nos habríamos preocupado más por
lo que llamamos la encarnación -el hacerse carne-, es decir, el mundo físico,
de haber creído realmente lo que decíamos creer: que Dios se encarnó en un
judío llamado Jesús. Tal es el credo de la tradición cristiana. Pero, si somos
sinceros, debemos reconocer que la nuestra es una historia más bien gnóstica,
es decir, más bien una ‘excarnación’
que una encarnación, toda vez que hemos preferido invariablemente la teoría a
la práctica.
Dentro de la tradición cristiana la doctrina
de la Trinidad figura en lo más alto de la ortodoxia. En el credo cristiano
ortodoxo la forma de Dios se plasma más bien a través de un verbo que de un
nombre. Dios es una relación. Dios es una comunión entre los que llamamos
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aunque les hayamos otorgado nombres masculinos,
siempre se ha debatido sobre si el Espíritu Santo es femenino (la Rúah).
Pero como dice la teóloga Cyntia
Bourgeault, incluso con esta nueva formulación las mujeres salen también
perdiendo: el Padre y el Hijo (dos) frente al Espíritu Santo (uno). De todos
modos, Cyntia nos exhorta a no discutir sobre si las figuras de la Trinidad son
todas masculinas o femeninas, pues ese no es el quid de la cuestión; lo que
debemos tener presente es “la relación entre las tres personas”,
no sus nombres concretos o su género.
Pero ocurrió que, al que creímos el
Encarnado, el Visible, el Cristo, lo sacamos de ese proceso de comunión o mutua
efusión que las palabras se revelan inadecuadas para describir y sobre el que
no se puede hablar. La doctrina de la Trinidad podría habernos aportado una
mayor paciencia con el silencio y el misterio. Pero al parecer queríamos
desesperadamente algo de qué hablar, algo que comentar. Y así Jesucristo, el
Visible, se convirtió en el más comentado de las tres personas. Prácticamente
hablamos de la divinidad de Jesús olvidándonos de que Dios era la Trinidad, lo
que, significativamente reconfiguró la mente cristiana e hizo que el misticismo
resultara algo raro e incluso sospechoso.
En otras palabras, los cristianos jugamos
en exceso la carta de Jesús. Sacamos a Jesús de esta unión dinámica de la
Trinidad y después lo empujamos, a todos los efectos prácticos, a desempeñar el
papel de Dios, cuando su papel era muy distinto: ¡juntar en uno a Dios y a la
humanidad! Como no supimos unir esto en él, el triste resultado fue que
nos quedamos sin ningún modelo ni sugerencia para incorporar también las dos
cosas en nosotros.
Consideremos, por ejemplo, nuestros
primeros intentos lingüísticos de describir lo indescriptible, aunque podríamos
utilizar un vocabulario diferente. Nuestro empleo de términos masculinos es, al
menos en parte, un mero accidente histórico; así, empleamos la palabra ‘Padre’ para describir a Dios como
Creador y Fuente, y el propio Jesús describió a Dios como su Abba, Padre -o,
más exactamente, "papá"-, lo que sin duda fue muy útil en un mundo en
el que el varón era por lo general la figura patriarcal que infundía
desconfianza, muy alejada de la figura de un papá cariñoso. Jesús llamó a Dios
con el nombre de Abba y realizó una curación necesaria, pero por desgracia
nosotros tomamos después la metáfora de manera literal, lo que con el tiempo
creó toda una serie de retrocesos y de proyecciones negativas. Y Dios Padre
terminó pareciéndose más a un patriarca en vez de permitir que el flujo
trinitario redefiniera la noción misma de patriarcado (espero que esto resulte
claro) o de aprender a relacionarnos con este Padre del mismo modo en que se
relacionó Jesús. Nosotros afirmamos que la doctrina de la Trinidad es la
verdadera teología fundacional del cristianismo. Sin embargo, a principios de
la década de 1960 el jesuita alemán Karl Rahner dijo que "si la doctrina
de la Trinidad tuviera que desecharse por falsa, la mayor parte de la bibliografía
religiosa podría permanecer prácticamente inalterada". ¿Cómo podría ser
eso cierto? No fue por mala voluntad, ni siquiera por mala teología,
simplemente carecimos de las herramientas interiores necesarias para abordar
esto. La doctrina de la Trinidad invita a -a la vez que necesita de- una
consciencia no dual, una mente contemplativa para poder empezar a procesar este
misterio no racional de Dios.
Las otras religiones no tienen por qué
adoptar el vocabulario cristiano ni, por tanto, la metáfora cristiana de la
Trinidad. Pero aunque nosotros empleamos un lenguaje diferente, la mayor parte
de las religiones que han llegado a cierto nivel de madurez comparten la noción
de Dios como flujo dinámico, como comunión, como relación propiamente tal o
como el mismísimo "fundamento del ser", en palabras de Pablo (Hch
17,28).
Este Dios Padre es el Dios que nuestros
ancestros judíos descubrieron y reverenciaron hasta el punto de considerarlo
más allá de toda palabra, un Dios cuyo nombre -YHWH- no se podía pronunciar (Éx
3,14 y 20,7). Por esta razón no utilizaban su nombre sagrado: era innombrable.
Con esta inefabilidad de Dios y de Yhwh, nuestros ancestros judíos nos dieron
una maravillosa lección de humildad. Usar el nombre era usarlo "en
vano". "No sabemos de qué estamos hablando cuando usamos la palabra
Dios", tal era el mensaje eterno. Toda palabra sobre Él se usa en vano, de
acuerdo; sin embargo, alguna palabra debe usarse.
Con el empleo de la maravillosa palabra
"Padre" (recordemos que para referirnos a Dios solamente es posible
usar metáforas), tomó forma la fe cristiana en el Uno sin Forma, pues los
humanos teníamos que describir a alguien a quien pudiéramos amar y con quien
pudiéramos relacionarnos (1 Jn 1,1-2). Teníamos que partir de una metáfora
sanadora para iniciar una relación de confianza. Lo malo es que tomamos la
metáfora de manera literal y creímos que Dios era realmente de género masculino
y humano. Una tontería si lo pensamos bien, aunque en realidad era una manera
de empezar.
El que los cristianos llaman Espíritu
Santo era la relación de amor entre el Padre y el Hijo, que tampoco podía
nombrarse ni describirse plenamente. Él/Ella es el "Tercer Algo" que
toma realidad y vida propias, como la relación amorosa entre el esposo y la
esposa. Lo mejor que podíamos hacer era buscar otras metáforas, como la paloma
que desciende, el fuego, el viento, el agua que corre, todas ellas palabras
dinámicas y símbolos válidos para describir esa relación activa y viva (los
movimientos internos) que llamamos "el Espíritu Santo que mora en
nosotros".
Con frecuencia olvidamos que el
único lenguaje posible de la religión es la metáfora. A buena parte de
los cristianos les causa estupefacción que todas las palabras que empleamos
sean metafóricas ("es como, como, como..."). Si en cuanto comunidad
cristiana hubiéramos sido más sinceros y aceptado la norma judía de que
cualquier nombre para llamar a Dios resulta vano, y no es una descripción
perfecta ni adecuada, habríamos desarrollado una mayor humildad en torno a las
palabras y a la propia religión. Todavía hay muchos católicos que buscan el
misterio a través del incienso y el latín en vez de descansar en -y luchar con-
el misterio fundacional propiamente tal.
Fuimos llamados a honrar al Padre y al
Espíritu Santo y al que tomó forma e identidad, así como a la relación entre
ellos, y no a centrarnos solamente en Jesús, algo que acabó confundiéndose con
la religión cristiana en sus formas más corrientes. Este hacer más hincapié en
Jesús y menos en la relación tuvo también como consecuencia el ponernos a
competir con las otras grandes religiones. Teníamos que probar la realidad de
Jesús todo el tiempo, y ello en oposición a Buda, a Alá, a los dioses hindúes e
incluso al Dios de Israel. Al hacer eso, sustrajimos a Cristo de la unión misma
de la que tanto nos habló y disfrutó y en la que nos invitó a entrar. Solamente
un trInitarismo sincero nos abrirá realmente la puerta a un diálogo y respeto
religioso, y entonces estaremos en condiciones de admitir que Dios es también
misterio total y viveza interior, de los que Jesús ya no habrá quedado
apartado.
¡Qué gran ironía! Al hacer excesivo
hincapié en una parte de nuestra propia tradición acabamos siendo infieles a
ella. Rezamos “a” Cristo en vez de -como dicen todavía las preces oficiales-
"por Cristo nuestro Señor". ¡Qué pérdida tan enorme!
Al jugar en exceso la carta de Jesús y
convertirlo en el fundador de nuestra nueva religión, nos olvidamos de que
murió, creo yo, como un judío fiel. Con su mente humana, él no sabía que estaba
fundando la religión cristiana (algo que resulta bastante claro en los
evangelios, si los leemos con total sinceridad), sino tratando de reformar y
pulir su propia -y toda- religión de cualquier idolatría. Él acudió a la
sinagoga y al templo. Esto puede parecernos extraño, pero se trata en
definitiva de una extrañeza necesaria.
(Fr. Richard Rohr, OFM)
No hay comentarios:
Publicar un comentario