EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REVELACIÓN
9. ¿Cuáles
son los impulsos que el Espíritu suscita en el ser humano?
En esta doble presencia del Espíritu (en la
creación y en la historia), este es imaginado más que descrito y, a la vez, es
fuente de imaginación más que de reflexión. Con otras palabras, el Espíritu es
percibido a través de imágenes y él mismo suscita imágenes del mundo y de Dios
que contrastan con lo que podríamos llamar la cruda descripción de la realidad.
El Espíritu conforma la mirada interior del ser humano para que diferencie lo
que es real, pero es falso, de lo que apenas si tiene realidad aquí y ahora,
pero es su verdad más honda, más real. Esto es lo que podríamos llamar, tomando
prestada una expresión de W. Brüggemann, ‘la
imaginación profética’.
El Espíritu es fuente de una sensibilidad que
somete al ser humano (pues se da como experiencia pasiva, receptiva) a la
percepción de la realidad como inconclusa o limitada e igualmente de la
falsedad del mundo en su realización actual. Aparece, pues, la conciencia de
que el mundo no basta tal y como es para decir lo que son las cosas que en él existen,
en especial lo humano que pide algo más que lo que da de sí su limitación
estructural. La conciencia de que las formas de organización concreta de las
relaciones del trabajo sobre el mundo, de las relaciones humanas, de la
religación con Dios tal y como sedan no solo dan forma sino que también
deforman la verdad del mundo.
El Espíritu obliga de esta manera a algunos
seres humanos de forma especial (a todos en algún sentido), a estar a disgusto
con lo real concreto, a denunciarlo no desde su desafección con él y su
historia, sino al contrario, por su profunda comunión con el verdadero ser que
se experimenta oprimido. Por otra parte, esta imaginación profética otorga la
capacidad de generar imágenes de realidad nuevas que, sin embargo, son sentidas
como lo más originario del propio mundo y su sentido en el designio divino y en
el deseo último del ser humano (más allá de sus deseos inmediatos). Esta
imaginación se ofrece con gestos y símbolos cotidianos de la vida (un yugo, un
banquete, un cinturón que se pudre en tierra, una semilla, una ciudad…) que se
redimensionan al apuntar a una superación de todo lo que oprime y limita la
vida.
El movimiento profético que suscita el Espíritu
en el interior del ser humano le sitúa de esta manera entre el disgusto y la
esperanza en un impulso que deberá concretarse en opciones y acciones de vida
concreta. Este tercer elemento de búsqueda, de una forma de ser donde se defina
la verdad de las cosas, quedará apuntado en la ley pronunciada por Dios en su
alianza con el pueblo. En ella aparecerá la unión entre Espíritu de Dios (forma
de ser) y Palabra de Dios (que invita a prosecución de su acción con su misma
forma de ser). Ley que termina sintetizándose en la reproducción participativa
de la santidad de Dios en las formas históricas de vida del pueblo (Lv 19,2).
El representante de este tipo humano alentado
por la imaginación profética que suscita el Espíritu será Moisés. Él posee el
Espíritu de Dios: en primer lugar como disgusto con lo real, la opresión
egipcia; en segundo lugar; como anhelo comprometido de una nueva tierra: la
tierra prometida hacia la que guía al pueblo; será igualmente en tercer lugar,
el que entregue la Palabra de Dios, la Ley que permita hacer de esa tierra el
nuevo paraíso. En él se percibe asimismo que este Espíritu otorgado no es
propiedad de ningún hombre en concreto, sino de Dios, que lo reparte entre
muchos para guiar al pueblo (Nm 11, 25-29). Volvemos aquí a encontrarnos cómo
la misión de uno, en este caso la profética, sacramentaliza el ser de todos.
Esta dimensión profética será descubierta
posteriormente como un don para todo el pueblo y expresado así en forma de
promesa (Joel 3, 1-2). Pero con esto entramos nuevamente en las últimas fases
de revelación efusiva del Espíritu donde será uno con el hombre y nadie tendrá
que enseñar a nadie (Jr 31, 33-34), pues la misma vida plena se revelará
connaturalmente en la nuestra. Esta situación final se realiza en Cristo, que
es en su propia humanidad la Palabra definitiva de Dios, el habitado por el Espíritu
que sabe distinguir el pecado y vive de la llegada del Reino que se manifiesta
en él. Él es el Profeta supremo el Espíritu y él será el que haga partícipe al
ser humano de ese mismo Espíritu en el bautismo. Pero volvamos a nuestro
discurso.
Estamos con esta aproximación a la acción del
Espíritu en el ser humano en plena perspectiva mesiánica en la que, más allá de
las formas históricas, el Espíritu señala un tiempo (irreal ahora, pero que
define la verdad de cada tiempo en su esperanza última de plenitud) donde la
creación y la historia coincidirán con sus posibilidades cumplidas y, por
tanto, con el diseño divino originario en el que Dios se complace. En el fondo,
la imaginación profética es siempre mesiánica porque imprime a la historia un
dinamismo de verdad por contraste o de esperanza que moviliza la actualidad del
ser humano hacia su propia plenitud que nace, sin embargo, como don total. Si
el Espíritu estaba como impulso originario en la creación y en la historia, él
estaba igualmente como guía y consumador de sus caminos.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
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