lunes, 15 de octubre de 2018

El Espíritu. Misterio de Dios y del mundo...9


EL ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REVELACIÓN

9. ¿Cuáles son los impulsos que el Espíritu suscita en el ser humano?
En esta doble presencia del Espíritu (en la creación y en la historia), este es imaginado más que descrito y, a la vez, es fuente de imaginación más que de reflexión. Con otras palabras, el Espíritu es percibido a través de imágenes y él mismo suscita imágenes del mundo y de Dios que contrastan con lo que podríamos llamar la cruda descripción de la realidad. El Espíritu conforma la mirada interior del ser humano para que diferencie lo que es real, pero es falso, de lo que apenas si tiene realidad aquí y ahora, pero es su verdad más honda, más real. Esto es lo que podríamos llamar, tomando prestada una expresión de W. Brüggemann, ‘la imaginación profética’.
El Espíritu es fuente de una sensibilidad que somete al ser humano (pues se da como experiencia pasiva, receptiva) a la percepción de la realidad como inconclusa o limitada e igualmente de la falsedad del mundo en su realización actual. Aparece, pues, la conciencia de que el mundo no basta tal y como es para decir lo que son las cosas que en él existen, en especial lo humano que pide algo más que lo que da de sí su limitación estructural. La conciencia de que las formas de organización concreta de las relaciones del trabajo sobre el mundo, de las relaciones humanas, de la religación con Dios tal y como sedan no solo dan forma sino que también deforman la verdad del mundo.
El Espíritu obliga de esta manera a algunos seres humanos de forma especial (a todos en algún sentido), a estar a disgusto con lo real concreto, a denunciarlo no desde su desafección con él y su historia, sino al contrario, por su profunda comunión con el verdadero ser que se experimenta oprimido. Por otra parte, esta imaginación profética otorga la capacidad de generar imágenes de realidad nuevas que, sin embargo, son sentidas como lo más originario del propio mundo y su sentido en el designio divino y en el deseo último del ser humano (más allá de sus deseos inmediatos). Esta imaginación se ofrece con gestos y símbolos cotidianos de la vida (un yugo, un banquete, un cinturón que se pudre en tierra, una semilla, una ciudad…) que se redimensionan al apuntar a una superación de todo lo que oprime y limita la vida.
El movimiento profético que suscita el Espíritu en el interior del ser humano le sitúa de esta manera entre el disgusto y la esperanza en un impulso que deberá concretarse en opciones y acciones de vida concreta. Este tercer elemento de búsqueda, de una forma de ser donde se defina la verdad de las cosas, quedará apuntado en la ley pronunciada por Dios en su alianza con el pueblo. En ella aparecerá la unión entre Espíritu de Dios (forma de ser) y Palabra de Dios (que invita a prosecución de su acción con su misma forma de ser). Ley que termina sintetizándose en la reproducción participativa de la santidad de Dios en las formas históricas de vida del pueblo (Lv 19,2).
El representante de este tipo humano alentado por la imaginación profética que suscita el Espíritu será Moisés. Él posee el Espíritu de Dios: en primer lugar como disgusto con lo real, la opresión egipcia; en segundo lugar; como anhelo comprometido de una nueva tierra: la tierra prometida hacia la que guía al pueblo; será igualmente en tercer lugar, el que entregue la Palabra de Dios, la Ley que permita hacer de esa tierra el nuevo paraíso. En él se percibe asimismo que este Espíritu otorgado no es propiedad de ningún hombre en concreto, sino de Dios, que lo reparte entre muchos para guiar al pueblo (Nm 11, 25-29). Volvemos aquí a encontrarnos cómo la misión de uno, en este caso la profética, sacramentaliza el ser de todos.
Esta dimensión profética será descubierta posteriormente como un don para todo el pueblo y expresado así en forma de promesa (Joel 3, 1-2). Pero con esto entramos nuevamente en las últimas fases de revelación efusiva del Espíritu donde será uno con el hombre y nadie tendrá que enseñar a nadie (Jr 31, 33-34), pues la misma vida plena se revelará connaturalmente en la nuestra. Esta situación final se realiza en Cristo, que es en su propia humanidad la Palabra definitiva de Dios, el habitado por el Espíritu que sabe distinguir el pecado y vive de la llegada del Reino que se manifiesta en él. Él es el Profeta supremo el Espíritu y él será el que haga partícipe al ser humano de ese mismo Espíritu en el bautismo. Pero volvamos a nuestro discurso.
Estamos con esta aproximación a la acción del Espíritu en el ser humano en plena perspectiva mesiánica en la que, más allá de las formas históricas, el Espíritu señala un tiempo (irreal ahora, pero que define la verdad de cada tiempo en su esperanza última de plenitud) donde la creación y la historia coincidirán con sus posibilidades cumplidas y, por tanto, con el diseño divino originario en el que Dios se complace. En el fondo, la imaginación profética es siempre mesiánica porque imprime a la historia un dinamismo de verdad por contraste o de esperanza que moviliza la actualidad del ser humano hacia su propia plenitud que nace, sin embargo, como don total. Si el Espíritu estaba como impulso originario en la creación y en la historia, él estaba igualmente como guía y consumador de sus caminos.

(El Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)

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