EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REFLEXIÓN
22. Pero
¿basta hablar del Espíritu ‘de verdad’
para definir su ser? El Espíritu como imaginación divina
Este Espíritu, sin embargo, haciendo ser lo que
se es, aparece como apertura gratuita de la imaginación en todo aquel cuya
identidad habita. Si comenzamos por la vida divina, el Espíritu aparece como ‘Espíritu creador’. No se trata sólo de
dar vida, como ya hemos visto, sino de crearla. Esto supone un salto sobre el
no ser no sólo en la existencia sino en la identidad [Para ver el significado
de esta diferencia basta decir, por ejemplo, que cuando nace un niño se le da
la existencia, pero no se crea en él la identidad humana que ya existe y que él
asume]. ¿Qué significa pensar lo inexistente? La analogía más próxima para
acercarnos a esta realidad es pensar en la fantasía humana, aunque esta
construye su mundo con fragmentos de lo existente ya en una especie de ‘corta y pega’ onírico. Pero en realidad
el concepto de imaginación pertenece al misterio de Dios mismo y al
acontecimiento de pensar la creación. Al definir la oración de la Iglesia al
Espíritu como ‘creador’, quizá no se
habla tanto del hecho creador, que pertenecería propiamente al Padre, sino de
lo que podríamos llamar suscitación imaginativa de este movimiento que produce
novedad de ser, novedad que afecta al mismo ser de Dios al incorporar nuevas
relaciones, al poner en frente de Él lo que no existía, lo, en algún sentido, inimaginable
desde lo anterior por más que esta creación acontezca en el espacio propio del
Hijo eterno.
La creación muestra que la actividad interior
de Dios posee una cualidad sobreabundante de vida que quedará reflejada en la
exuberancia de seres de la creación y que definiría el interior de las
relaciones trinitarias como un dinamismo de novedad imaginativo que va mucho
más allá de esa imagen torpe, reductora y tediosa que habitualmente nos invade
el pensamiento cuando lo remitimos a la eternidad en Dios como un tiempo
infinito de tú a tú entre el Padre y el Hijo.
Esta Potencia creadora, que habita el misterio
de la intimidad de Dios y que va a la par de su sobreabundante suscitación de
seres, formas, movimientos… que descubrimos siempre mayor del espacio al que
llega nuestro conocimiento del universo a medida que nos adentramos en él, esta
Potencia es otorgada como compañera última del mundo y del ser humano, como su
más profundo centro para que la creación vaya más allá de lo imaginable desde
lo simplemente dado en cada momento, y así pueda finalmente descubrir un origen
y un destino que la sobrepasan aun siendo suyos. El Espíritu aparece, pues, en
la creación como potencia de imaginación creadora, imaginación mesiánica casi,
podríamos decir, desde lo más inanimado de las estructuras del universo. Esta
imaginación mesiánica es la que no deja al ser humano replegarse en la
melancolía o desesperación que puede producir la finitud y la muerte, la
soledad, la injusticia y los fracasos de la humanidad y de cada ser humano.
Imaginación que mueve no sólo el pensamiento, sino que empuja el ser entero
hacia la identidad que necesita y que parece no caber en estrecho marco del
aquí y ahora de formas, relaciones, actividades, sentimientos… históricos. Un
ser entero que no se sabe ni siquiera definir del todo y que remite a Dios como
creador y salvador, como imagen suprema y absoluta de la imaginación humana,
como verdad última a cuyo conocimiento estaba destinado el movimiento
imaginativo del ser humano para reconocerse como su imagen en el mundo.
Por tanto, siendo Dios su destino, esta
imaginación en su acción última no puede imaginar nada en concreto, sino que se
transforma en un impulso hacia lo necesario e inimaginable que es Dios mismo.
Por eso, finalmente, esta imaginación coincide con la fe radical y aparece
cuando el ser humano sabe que los mundos imaginados y traídos a la existencia
por su acción no son suficientes y quedan siempre absorbidos por la muerte como
anhelos impotentes de vida plena. Es comprensible que este impulso último al
que conduce el Espíritu de imaginación de Dios en el ser humano quede definido
en Cristo como un simple grito inarticulado. En él, el aliento vital queda
ofrecido más allá del mundo, sin palabras y en agonía. Un grito que ofrece el
propio aliento de vida, con todos los trabajos realizados y agotados, a esa
oscuridad misteriosa que suscitó la esperanza en vida y que sigue en muerte
apareciendo como la única que puede construir la nueva creación al integrar
todo en su vida sin muerte.
Esta entrega de la imaginación, después de
todos sus trabajos mundanos a Dios, es la fe. Una fe que se levanta como
imaginación verdadera con la resurrección de Jesús, pues en ella la vida de
Cristo se manifiesta como verdad de lo imaginado-sin-imágenes: la realidad de
Dios como vida del mundo, la vida plena, íntegra, eterna. Así pues, el ser
humano es alentado por el Espíritu para no conformarse con el mundo que ve,
para crear desde lo dado lo nuevo y su propia vida, pero a la vez es alentado
para no conformarse con esto, sino entregarse a un fundamento y destino que lo
desbordan, pero que parece ser lo único que le ofrece identidad plena. El
Espíritu no alienta para que, junto a Cristo, “resucitado porque poseía el
Espíritu” (1 Pe 3,18), se entregue a vivir de una imaginación que, sin
separarle del mundo, manteniéndolo fiel a su arraigo terreno, lo determine
desde la imagen invisible del Padre que llama a ser lo que no es y da futuro a
lo que apresa la muerte. El Espíritu mueve de esta manera las potencias del ser
humano y hace que estas se dinamicen en su creatividad más profunda en medio de
la exhuberancia del mundo, configuradas interiormente por una esperanza
indemostrable de que la verdad del ser humano en su busca de identidad será
consumada por una súper-exhuberancia prometida en la resurrección de Cristo a
la que llegó “porque poseía el Espíritu”. El Espíritu es el don para la fe, para la perseverancia, que hace
que la creación que se mueve entre dolores de parto (Rom 8,22), se asocie a
aquellos que, siguiendo al Hijo llaman a Dios Padre y esperan los cielos nuevos
y la tierra nueva donde habite la justicia, la paz y la alegría sin fin.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
No hay comentarios:
Publicar un comentario