LA TRADICIÓN PERENNE
La expresión "filosofía perenne"
o "tradición perenne" se popularizó (y perdió popularidad) en la
historia occidental y religiosa, pero conviene recordar que la Iglesia
universal nunca la he desechado. En muchos aspectos, fue reafirmada por el
Concilio Vaticano II en sus "vanguardistas" documentos sobre el
ecumenismo (Unitatis Redintegratio) y
las religiones no cristianas (Nostra
Aetate). En estos se afirma que existen ciertos temas, verdades y nociones
recurrentes en todas las religiones del mundo.
En Nostra
Aetate, por ejemplo, los padres conciliares empiezan afirmando que:
«Todos los pueblos forman una comunidad,
tienen un mismo origen [creados por un mismo Dios creador].., y tienen también
un fin último, que es Dios... La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en
estas religiones hay de santo y verdadero».
El documento prosigue ensalzando la
religión nativa, el hinduismo, el judaísmo, el budismo y el islam, por cuanto
"reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los
hombres". Debemos reconocer el valor y la lucidez de que hicieron gala los
padres conciliares al escribir esto en
1965, cuando muy pocas personas -de cualquier religión- pensaban de esa
manera, por no decir que en la actualidad siguen siendo pocas las personas que
piensan así.
Una temprana excepción fue el doctor de la
Iglesia san Agustín (354-430), que escribió estas frases tan valientes:
«La realidad que ahora llamamos religión
cristiana ha existido ya entre los antiguos; más aún, no ha faltado desde el
comienzo de la humanidad, hasta que el mismo Cristo apareció en carne. A partir
de ese momento, la verdadera religión ya existente comenzó a llamarse
cristiana». ("Las retractaciones", en Escritos varios, vol.2,).
Por su parte, san Clemente de Alejandría,
Orígenes, san Basilio, san Gregorio de Nisa y san León el Grande, todos ellos
compartieron una visión parecida mucho antes de que se adoptaran las posturas
defensivas (¡y ofensivas!) del antisemitismo y de las Cruzadas. Se puede decir,
pues, que hemos retrocedido en materia de historia religiosa, cuando deberíamos
haber cuidado mejor el engranaje de la conciencia espiritual con el fin de
movernos siempre hacia adelante.
El término "perenne" se emplea
de manera parecida en el decreto conciliar sobre la formación sacerdotal (Optatam Totius), donde se afirma que los
seminaristas deberían "basarse en una filosofía que sea perennemente
válida", decreto en el que se alienta a estudiar toda la historia de la
filosofía y del "reciente progreso científico". Sin duda, los autores
pensaban sobre todo en la filosofía escolástica, aunque hay que decir,
claramente, que dicho término, como lo empleamos aquí, es mucho más una
afirmación teológica que filosófica. Tal es también la opinión de Aldoux
Huxley, y por eso habla de metafísica, psicología y ética al mismo tiempo:
«1) la metafísica reconoce una Realidad
divina sustancial al mundo de las cosas, vidas y mentes; 2) la psicología que
encuentra en el alma algo parecido, o incluso idéntico, a la Realidad divina;
3) la ética que sitúa el fin último del hombre en el conocimiento del
Fundamento inmanente y trascendente de todo ser. Esto es algo inmemorial y
universal. Los rudimentos de la filosofía perenne pueden encontrarse en el
acervo tradicional de los pueblos primitivos en cada región del mundo,
ocupando, en sus formas plenamente desarrolladas, un lugar importante en cada
una de las religiones más elevadas».
Las divisiones, dicotomías y dualismos del
mundo pueden superarse solamente mediante una consciencia unitiva a nivel
personal, relacional, social, político y cultural en el marco del diálogo
interreligioso y, particularmente, de la espiritualidad. He aquí la principal y
fundamental tarea de toda sana religión (palabra que, por cierto, significa
"religación").
Como dijo Jesús en su oración suprema,
"que todo sean uno" (Jn 17,21). O, como dice Juliana de Norwich
(1342-1416), «sola no soy nada, pero en general ESTOY en la oneing [unión/unificación]
del amor, pues es en esta unión/unificación donde se encuentra la vida de todas
las personas» (Las revelaciones del amor divino, capítulo 9).
Son muchos los profesores que han
insistido en la idea fundamental, pero a menudo tan olvidada, de que ‘unidad
no es lo mismo que uniformidad’. En efecto, la unidad es la
reconciliación de las diferencias, las cuales deben mantenerse ¡y sin embargo
superarse! Así, tenemos que distinguir las cosas y separarlas antes de poder
unirlas espiritualmente, generalmente con gran esfuerzo y coste personal (Ef
2,14-16). Si hubiéramos hecho esta distinción tan sencilla, probablemente
muchos problemas (e identidades excesivamente recalcadas y separadas) se
habrían movido a un nivel mucho más elevado de amor y servicio.
Pablo dejó muy claro en varias de sus
epístolas este principio universal, por ejemplo cuando afirma:
«Hay diversos dones, pero el Espíritu es
el mismo. Hay diversas actividades, pero es el mismo Dios el que las produce
todas en todos (1 Cor 12,4-6)».
Y enseña lo siguiente a su comunidad de
Éfeso: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de
todos, el que está sobre todos, mediante todos actúa y está en todos. A cada
uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo (Ef
4,5-7)».
Finalmente, para entender bien este
principio conviene dirigir la mirada a la fuente fundamental del cristianismo:
la doctrina de la Trinidad misma. Sí, Dios es uno, tal y como nos lo enseñaron
nuestros ancestros judíos (Dt 6,4); sin embargo, en un nivel ulterior, más
sutil, esta ‘unidad’ es en realidad
la radical unión amorosa entre las tres personas de la Trinidad, completamente
distintas. El principio y problema básico de la unidad y la multiplicidad queda
superado en la propia naturaleza de Dios. Dios es un misterio de ‘relación’, y la relación más verdadera
que existe es el amor. Los tres no son uniformes sino distintos, ¡y sin embargo
están completamente unificados en una efusión total!
Por cierto, la palabra ‘persona’, que actualmente designa un
ser humano individual, ya se empleó en la teología trinitaria griega de los
inicios (‘persona’ significa
"máscara de teatro" o "sonido a través de"), ¡y
posteriormente se aplicó también a nosotros! Así, tampoco nosotros somos seres
autónomos, sino sonidos "a través de", separados pero radicalmente
unos, al igual que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Lo que esto implica
podría exigir años de meditación. En realidad, nosotros estamos creados a
"imagen y semejanza de Dios" (Gn 1,26 ss.) en mucho mayor medida de
lo que podríamos imaginar. ¡La Trinidad es nuestro modelo universal
para explicar la naturaleza de la realidad y nuestra propia unidad!
Como dijo Juliana de Norwich, "el
amor de Dios crea en nosotros una oneing [unión/unificación] tal que
cuando se ve realmente nadie puede separarse de la otra persona"; o esto
otro: "A la luz de Dios, todos los humanos están ‘unidos’, y una persona es todas las personas y todas las personas
están en una sola persona".
Esto no es un simple constructo de nuestro
siglo XXI. No es panteísmo ni mero optimismo New Age. Es el verdadero quid de
la cuestión; en efecto, se quiso anunciar una nueva era -que aún puede y debe
conseguirse. Pero es la tradición perenne. Nuestra tarea no es descubrirla sino
sólo recuperar lo que los místicos y santos de todas las religiones han
descubierto -y disfrutado- una y otra vez.
Como dijo Juan, el discípulo amado;
"No os escribo porque no conozcáis la verdad, sino porque la
conocéis" (1 Jn 2,21).
(Fr. Richard Rohr, OFM)
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