EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REVELACIÓN
14. ¿El
Espíritu, ¿Señor de la vida? El Espíritu y la resurrección de Cristo
Confesamos en el Credo
nicenoconstantinopolitano que el Espíritu es “Señor y dador de vida”, no sólo dador, sino Señor de (la) vida.
Esta última designación está vinculada al poder divino en el que la vida se
afirma radicalmente, pero nos gustaría proponer una interpretación que
ensanchase su sentido. Ya que en nuestra historia concreta el señorío sobre el
mundo pertenece al poder de la muerte y del mal (caos, pecado, Satán…) que han
sometido la creación y buscan someter a Cristo arrojándolo al desprecio y a la
muerte, parecería necesario que el Espíritu de Dios llegue a ser Señor de toda
la creación para que ésta alcance la plenitud inscrita por el designio de Dios
en ella.
Este señorío se le ha dado a Cristo en su
resurrección y se manifiesta en que en su humanidad resucitada ni la muerte ni
el pecado tienen ningún poder en él; al contrario, son vencidos
definitivamente. Pues bien, esta resurrección de Cristo se ha producido en la
fuerza del Espíritu. En Cristo, la presencia íntima y fundante de Dios como
Padre se afirmaba sin fisuras sostenida por el Espíritu paternofilial
compartido. Es decir, su vida era continuamente constituida por el movimiento
de Dios como Padre que le constituía como Hijo eterno como él mismo era Padre
eterno. Por eso fue resucitado: “Como poseía el Espíritu fue devuelto a la
vida” (1 Pe 3,18).
Las profecías veterotestamentarias hablaban del
día en que se derramaría el espíritu de Dios sobre todo el pueblo de forma que
sería él quien se enseñorearía sobre los impulsos de las relaciones humanas de
forma que llegará el Shalom de Dios, la paz mesiánica. Este Espíritu es el que
actuado en la resurrección de Cristo. En ella se ha abierto ‘el día del Señor’ y el mundo abandona
su caducidad caótica y mortal, y se transfigura dibujando en sí una armonía y
comunión gozosas que sobrepasan toda finitud. Cristo resucitado se convierte en
el germen de la nueva creación a la que conduce el Espíritu y que él realiza.
En el cuerpo espiritual del que habla Pablo para describir a los resucitados,
aparece el señorío del Espíritu en acto. La muerte queda absorbida al ser
insertados los seres humanos en la eterna generación filial del Hijo. El odio
queda superado al ser acogidos en el cuerpo de Cristo por su perdón.
El cuerpo de Cristo, su humanidad mortal,
aparece trascendido sin ser abandonado como figura y representación de la vida
nueva, como espacio de relación eterno para la incorporación de la humanidad a
Dios, como rostro eterno de la creación original. «Cuando Dios ve amanecer la mañana de Pascua -explica
Máximo el Confesor- dice: “he aquí por
qué creé el mundo”».
Por eso la vida consiste en renacer bajo
el señorío de este Espíritu que ahora conocemos y recibimos de Cristo en su
verdad originaria. La nueva creación aparece como reconfiguración de los
movimientos íntimos del ser humano, de sus deseos de vida, identidad y
compañía. Como abandono de la confianza prepotente e ingenua en los propios
poderes sobre uno mismo y sobre el mundo. Como re-nacimiento interior en el que
el Espíritu que insufló Dios en la creación se hace con el Señorío. En un
acontecimiento imprevisible por gratuito e inexplicable por absolutamente
desbordante aparece la vida en armonía plural, en movimiento gozoso de
enriquecimiento mutuo y en eternidad. Este es el nuevo nacimiento del Espíritu
al que se refiere el evangelista Juan y que es descrito en el diálogo de Jesús
con Nicodemo (Jn 3,1-21).
Así el Espíritu como Señor de la nueva
creación hace que las cosas sean lo que son realmente, no ese pálido reflejo de
su ser que somos capaces de vivir aquí, no ese torpe querer ser y chocar entre
sí hasta definirnos por exclusión. Lo que somos, la imagen participada de la
gloria del Padre que es originaria y originalmente el Hijo y que se ha
compartido con nosotros (1 Cor 13,12). NO es extraño, pues, que el dibujo de lo
que el mundo es como nueva creación aparezca en forma paradisíaca (desde el
Génesis, los profetas como Isaías o Ezequiel hasta el apocalipsis), pues este
es su designio originario, el origen del origen, su realidad real que se
manifiesta en la vida resucitada de Cristo que ahora se convierte en nuestro
verdadero ser: el futuro del futuro.
En este sentido la blasfemia contra el
Espíritu Santo no es sino la negación de nuestra realidad más honda, el rechazo
de Dios como identidad que nos identifica, la acción de quien reconoce y a la
vez rechaza. Consiste en maldecir el impulso de vida que desde Dios nos llama a
la existencia y busca convertirnos en hijos en comunión total con el Hijo
manifestado en la carne de Cristo. Si esto no se perdona no es porque el
movimiento de la misericordia creativa de Dios quede suspendido en él, sino
porque se deshabilita el cauce por el que este puede hacerse eficaz en el ser
humano. El per-dón que Dios da se hace así re-pulsión de Dios en el ser humano
que no lo acepta. El don de la creación no aceptado, que se repite en la
invitación final del Hijo a participar de su misma vida, se convierte en el ser
humano que se re-afirma en su pecado en una fuente de odio en su interior y así
en una fuente de maldición propia que, paradójicamente, utiliza como arma la
misma gracia de Dios que le sostiene en el ser.
Esta condena última sólo puede darse
frente a Dios, pues es él el que está en el origen primigenio como fundamento
de existencia. Quizá lo terrible de la libertad es que la creación puede aparecer
ante el ser humano como un espacio de abandono y agresión simplemente, y que la
nueva creación puede aparecer teñida por su reverso. Dios no puede dejar de dar
vida eternamente a sus criaturas y éstas, negándose a vivir de ella y
queriéndose autofundar, se mantienen en este don, pero convirtiéndolo en una
maldición permanente, pues viven sólo para no poder sostenerse. No es broma la
afirmación del infierno y tampoco es una afirmación para arrojar contra los
otros, se trata de la percepción de una posibilidad que invita a suplicar
juntos que sean abiertos los corazones de todos y nadie tenga que vivir por
siempre mortalmente.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
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