domingo, 14 de octubre de 2018

El Espíritu. Misterio de Dios y del mundo...18


EL ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
EFUSIÓN

18. ¿Por qué llamar al Espíritu cuando ya está?
La Iglesia comprendió pronto que esta verdad íntima que la habitaba (la salvación dada en cuanto participación filial en el ser de Dios) se realizaba históricamente en un proceso lento y a veces tortuoso. El Señor no era aún todo del todo ni en los suyos ni en el mundo y, por más que estuvieran unidos a él, la vida concreta se encargaba de mostrar la distancia a la que el tiempo y el pecado tiene sometida a la humanidad. Es verdad que esta experiencia de distancia es, en el interior de la fe, sólo de distancia y no de separación o desarraigo, pero esto no anulaba el dolor que genera el peso del mundo y de la historia sobre los seres humanos.
Por esta razón, la Iglesia, alentada por el Espíritu que la une a Cristo, clama para que esta distanciase acorte por la unión final, sin fisuras. Esto es lo que aparece en la oración que cierra la Escritura: «el Espíritu y la esposa dicen; ‘ven’», invitando al que escucha a unirse a esta súplica: «el que lo oiga diga: ‘ven’» (Ap 22,17).
Ahora bien, en la tradición eclesial se ha introducido un elemento extraño, podríamos decir: la invocación al espíritu para que venga. Esta invocación ocupa un puesto importante en la liturgia con las dos epíclesis, y en la Edad Media se ha hecho oración litúrgico-popular con varios himnos, en especial el de Mauro Rabano ‘Veni Creator Spiritus’. Lo extraño de esta invocación es que se llama al que está, pues si no estuviera no habría fe celebrativa. Está porque sólo él es el artífice de la fe, porque sólo en él se abre la alabanza a Dios como verdad fundante y salvífica del ser humano.
Por tanto, se pide lo ya dado, se anhela lo ya entregado. ¿Qué quiere decir esto? Fundamentalmente expresa la disponibilidad a su empuje, a su actividad y la conciencia de insuficiencia de la comunidad para realizar por sí misma lo que confiesa y celebra su fe, al igual que la de cada cristiano para realizar por sí lo que es como criatura salvada. La petición es, de esta manera, un recono9cimiento de presencia en la que se realiza la vida de fe, aunque su expresión tome la forma de súplica. Esta súplica por el advenimiento del Espíritu manifiesta el anhelo de que se exprese totalmente este se confiesa activo en el fondo de la creación y de la historia, de la vida creyente y de la voluntad divina. Se expresa, pues, sólo la densidad de un mundo, experimentado en primera persona por el creyente, que no termina de adaptarse, de ser creado y recreado, que está todavía ‘in fieri’ incluso en el interior de una salvación ya dada. Veámoslo en concreto a través de las dos epíclesis litúrgicas.
La primera se hace sobre los dones presentados en el altar (el pan y el vino):

«Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro».

En los dones presentados se reconoce el don de la creación y el trabajo sobre ella de los seres humanos, que busca aquella plenitud donde aparezca la unidad entre estas dos acciones y así se revele y realice el designio divino en la realidad. El Espíritu es el que santifica los dones o, dicho de otra forma, el que hace que la tierra aparezca como reflejo de la gloria de Dios, como reflejo de su acción creadora y salvadora. Esto sólo se ha producido de manera plena en la humanidad de Cristo, por eso se pide al Espíritu, que reconcilió en esa humanidad la creación y la vida de Dios, que haga partícipe de esta comunión a la creación entera significada en los dones del pan y el vino. Esta es la razón por la que la epíclesis va inmediatamente antes de la consagración donde este pan y este vino (el mundo en manos de Cristo) son identificados por él consigo mismo.
La segunda epíclesis se hace sobre toda la comunidad reunida en torno a esta presencia de Cristo, que en la consagración se muestra como el que atrae a todo hacia sí.

«Te pedimos, humildemente, que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo».

La participación en el cuerpo de Cristo es mediada por el Espíritu. Cristo se une a la humanidad impulsado por el Espíritu y viceversa. Este movimiento crea una unidad donde diversidad y comunión se reconcilian en esta vinculación con Cristo. En ella, libertad personal y religación agradecida y responsable hacia los otros se definen recíprocamente, pues esta es la forma de ser del Hijo. Esta unidad procede de la participación de todos en la filiación de Cristo, que asume en sí a todos (Ga 3,26-28). Esta unidad expresa el designio de Dios que pensó la creación y la humanidad “en Cristo”, en su Hijo y, por tanto, como expresión en él de su riqueza multiforme.
Vemos así cómo en la doble epíclesis eucarística, cuando la Iglesia celebra lo ya dado: la vinculación eterna de la creación con Dios en la humanidad de Cristo (Ef 1,10) y la apertura universal de su cuerpo a todo ser humano rompiendo la separación que nos enfrenta (Ef 2,14), apunta a que este don se vive históricamente en condiciones de distancia donde esta plenitud actúa atrayendo a todo hacia sí. Es esta atracción hacia el futuro ya realizado en Cristo, que produce el Espíritu la que se suplica que se haga eficaz, pues quien conoce la plenitud sufre con dolor la distancia y no quiere más que la unión. Valga esta referencia de san Juan de la Cruz:

«¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya si quieres;
¡rompe la tela de este dulce encuentro!»

(El Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)

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