EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
EFUSIÓN
18. ¿Por
qué llamar al Espíritu cuando ya está?
La Iglesia comprendió pronto que esta verdad
íntima que la habitaba (la salvación dada en cuanto participación filial en el
ser de Dios) se realizaba históricamente en un proceso lento y a veces
tortuoso. El Señor no era aún todo del todo ni en los suyos ni en el mundo y,
por más que estuvieran unidos a él, la vida concreta se encargaba de mostrar la
distancia a la que el tiempo y el pecado tiene sometida a la humanidad. Es
verdad que esta experiencia de distancia es, en el interior de la fe, sólo de
distancia y no de separación o desarraigo, pero esto no anulaba el dolor que
genera el peso del mundo y de la historia sobre los seres humanos.
Por esta razón, la Iglesia, alentada por el
Espíritu que la une a Cristo, clama para que esta distanciase acorte por la
unión final, sin fisuras. Esto es lo que aparece en la oración que cierra la
Escritura: «el
Espíritu y la esposa dicen; ‘ven’»,
invitando al que escucha a unirse a esta súplica: «el que lo oiga diga: ‘ven’» (Ap
22,17).
Ahora bien, en la tradición eclesial se ha
introducido un elemento extraño, podríamos decir: la invocación al espíritu para
que venga. Esta invocación ocupa un puesto importante en la liturgia con las
dos epíclesis, y en la Edad Media se ha hecho oración litúrgico-popular con
varios himnos, en especial el de Mauro Rabano ‘Veni Creator Spiritus’. Lo extraño de esta invocación es que se
llama al que está, pues si no estuviera no habría fe celebrativa. Está porque
sólo él es el artífice de la fe, porque sólo en él se abre la alabanza a Dios
como verdad fundante y salvífica del ser humano.
Por tanto, se pide lo ya dado, se anhela lo ya
entregado. ¿Qué quiere decir esto? Fundamentalmente expresa la disponibilidad a
su empuje, a su actividad y la conciencia de insuficiencia de la comunidad para
realizar por sí misma lo que confiesa y celebra su fe, al igual que la de cada
cristiano para realizar por sí lo que es como criatura salvada. La petición es,
de esta manera, un recono9cimiento de presencia en la que se realiza la vida de
fe, aunque su expresión tome la forma de súplica. Esta súplica por el
advenimiento del Espíritu manifiesta el anhelo de que se exprese totalmente
este se confiesa activo en el fondo de la creación y de la historia, de la vida
creyente y de la voluntad divina. Se expresa, pues, sólo la densidad de un
mundo, experimentado en primera persona por el creyente, que no termina de
adaptarse, de ser creado y recreado, que está todavía ‘in fieri’ incluso en el interior de una salvación ya dada. Veámoslo
en concreto a través de las dos epíclesis litúrgicas.
La primera se hace sobre los dones presentados
en el altar (el pan y el vino):
«Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques
por el mismo espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que
sean cuerpo y sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro».
En los dones presentados se reconoce el don de
la creación y el trabajo sobre ella de los seres humanos, que busca aquella
plenitud donde aparezca la unidad entre estas dos acciones y así se revele y
realice el designio divino en la realidad. El Espíritu es el que santifica los
dones o, dicho de otra forma, el que hace que la tierra aparezca como reflejo
de la gloria de Dios, como reflejo de su acción creadora y salvadora. Esto sólo
se ha producido de manera plena en la humanidad de Cristo, por eso se pide al
Espíritu, que reconcilió en esa humanidad la creación y la vida de Dios, que
haga partícipe de esta comunión a la creación entera significada en los dones
del pan y el vino. Esta es la razón por la que la epíclesis va inmediatamente
antes de la consagración donde este pan y este vino (el mundo en manos de
Cristo) son identificados por él consigo mismo.
La segunda epíclesis se hace sobre toda la
comunidad reunida en torno a esta presencia de Cristo, que en la consagración
se muestra como el que atrae a todo hacia sí.
«Te pedimos, humildemente, que el Espíritu Santo
congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo».
La participación en el cuerpo de Cristo es
mediada por el Espíritu. Cristo se une a la humanidad impulsado por el Espíritu
y viceversa. Este movimiento crea una unidad donde diversidad y comunión se
reconcilian en esta vinculación con Cristo. En ella, libertad personal y
religación agradecida y responsable hacia los otros se definen recíprocamente, pues
esta es la forma de ser del Hijo. Esta unidad procede de la participación de
todos en la filiación de Cristo, que asume en sí a todos (Ga 3,26-28). Esta
unidad expresa el designio de Dios que pensó la creación y la humanidad “en
Cristo”, en su Hijo y, por tanto, como expresión en él de su riqueza
multiforme.
Vemos así cómo en la doble epíclesis
eucarística, cuando la Iglesia celebra lo ya dado: la vinculación eterna de la
creación con Dios en la humanidad de Cristo (Ef 1,10) y la apertura universal
de su cuerpo a todo ser humano rompiendo la separación que nos enfrenta (Ef
2,14), apunta a que este don se vive históricamente en condiciones de distancia
donde esta plenitud actúa atrayendo a todo hacia sí. Es esta atracción hacia el
futuro ya realizado en Cristo, que produce el Espíritu la que se suplica que se
haga eficaz, pues quien conoce la plenitud sufre con dolor la distancia y no
quiere más que la unión. Valga esta referencia de san Juan de la Cruz:
«¡Oh llama de amor viva,
que
tiernamente hieres
de mi
alma en el más profundo centro!
Pues ya
no eres esquiva,
acaba ya
si quieres;
¡rompe
la tela de este dulce encuentro!»
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
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