EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REVELACIÓN
11. ¿Por
qué Cristo fue empujado al desierto por el Espíritu? El Espíritu y la
encarnación del Hijo
Al comienzo del evangelio de Marcos aparece una
escena que sintetiza la necesidad que tiene el ser humano de conformarse con su
verdad, la necesidad de hacer camino de sí mismo hacia su ser realizado. Se
trata de la escena de las tentaciones de Jesús en el desierto que será
ampliada luego en Mateo y Lucas. Pues bien, este camino del ser humano hacia
sí mismo se realiza en la limitación del tiempo y del espacio, en la limitación
creatural que en cierra al ser humano en el ‘límite’, entre límites, dándole la posibilidad de ser él mismo y no
otro en esa misma situación y de ser ahí su propio artesano.
Este trabajo, según la fe, no se sitúa en una
tierra sin referencias que apunten a su identidad, ni en un cuerpo sin señales
de su verdadero destino; sin embargo, estas son ambiguas y sólo en su elección
se reconocen como verdades fundamentales del ser humano. Estas señales son por
una parte la apertura a un fundamento de todo lo existente, la creación existe
llegando a nosotros como don, sin que podamos dar razón de ella, por ello
podemos confiar en que existe un donante que la ha querido y nos ha querido en
ella y, por tanto, nuestro ser no estaría abocado últimamente a la muerte. Por
otra parte, la necesidad de los otros como referencia de vida, que nos limitan
constitutivamente, pero que antes nos han dado espacio de ser con su misma
acción. Además, la limitación a la que nos someten es primariamente la forma de
que seamos distintos, de que aparezca la individualidad y así la presencia
original de nuestro ser. En este contexto aparece la invitación a desarrollar
nuestra distinción desde la complementariedad responsable.
Estas señales, sin embargo, parecen haberse
malinterpretado amaneciendo el ser humano a sí mismo en sospecha hacia Dios y
hacia los otros, una sospecha que le hace habitar el mundo en enfrentamiento
mortal de desesperación. Desconfía de Dios ante el límite último que es la
muerte y de los otros ante lo que ellos le presentan como no suyo
interpretándolo como robo. Así el ser humano ha intentado arraigarse en su
propio poder, superando todo límite encontrándose finalmente arrojado a un
abismo que antes o después le traga.
El Espíritu que lo habita aparece entonces como
desasosiego entre la verdad originaria de las cosas y la sospecha que ha
ocupado su puesto. Es este desasosiego (angustia lo han llamado en los dos
últimos siglos algunos autores) en el que el ser humano nace a la vida y desde
el que deberá decidir cómo construye su identidad. Este es su desasosiego
originario. Un desierto que es inicio de toda vida: ¿es un vergel este mundo
mortal o es un desierto este paraíso creatural que se nos muestra en la vida?
La muerte obliga a preguntarse. La muerte obliga a mirar la historia de huesos
secos del mundo y decidirse hacia la fe y el amor o hacia la sospecha y la
codicia envidiosa.
Los cuarenta días que Jesús pasa en el desierto
recogen y representan la historia de Israel y la historia del ser humano; son
el tiempo de la carne mortal, el tiempo que se agota, que no resiste en su
fecundidad por sí mismo y que incita al ser humano a preguntarse desde dónde va
a afrontar esta pobreza radical. El Espíritu que conduce a Cristo al desierto
es el mismo que lo suscita en el seno de María y lo arroja a este mundo para
alcanzar en y para este mundo la plenitud de los tiempos. Esto se realizará como
historia de ‘lucha de fe’ por
sostener la presencia paternal de Dios en la sequedad absoluta y última de la
vida que se va y en una ‘lucha de amor’
por sostener la comunidad humana en medio del odio cínico que utiliza la muerte
de los otros para sostenerse en sí. El último día del desierto, el día
definitivo, además, será el momento de la cruz. Toda la vida concreta de Cristo
de principio a fin es una lucha creativa en medio del poder desertizador del
caos. La referencia a Satán en las tentaciones del desierto apunta al
desarrollo de su vida y su muerte en contraste con poderes que deforman la
existencia de la creación y que deben ser vencidos en su mismo campo de juego.
Dejándose conducir por el Espíritu, Jesús vence
los demonios de la sospecha en Dios como fuente de bendición originaria (frente
a Eva, paradigma del ser humano engañado) y los demonios de la sospecha y el
odio sobre el otro acusado siempre de enemigo potencial (frente a Caín,
paradigma del ser humano engañado por su envidia), y se ofrece como espacio de
hospitalidad suprema para los que están cansados y agobiados como lugar de
encuentro con el futuro creador, que ya está en marcha desde Dios aunque esté
oculto por la muerte.
El Espíritu sumerge a Cristo en el mundo para
que lo haga renacer desde Dios, su origen más real y, a la vez, más oculto por
la historia de los seres humanos. En Cristo el mundo encuentra así su verdad.
Llega, superando toda tentación, a la vida consumada, a la plenitud del tiempo.
Sabemos, por tanto, qué es el Espíritu cuando
lo vemos realizarse en Cristo. Es el Espíritu de la filiación confiada, el
Espíritu de la acogida total del ser como ser recibido agradecidamente, el
Espíritu de la paternidad y complacencia divina. La tentación que se extiende
de principio a fin en la vida de Cristo y que llega a su hora de tinieblas en
la cruz es vencida en él por el empuje del Espíritu que le hace ser quien es,
el Hijo, regenerando la historia de lo humano y dando a la creación su sentido
más pleno.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
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