EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
EFUSIÓN
16. ¿La
nueva vida del Espíritu es una forma de comprender el mundo o de actuar en él?
La nueva vida otorgada por Cristo es vida en su
Espíritu o, dicho inversamente, la vida otorgada por el Espíritu es vida en
Cristo. En ella no hay posibilidad de separar comprensión y acción so pena de
reducir la experiencia regeneradora del Espíritu. En primer lugar, como hemos
mostrado en el apartado anterior, el Espíritu infundido por Cristo nos hace
comprender, situar bien la mirada, saber del mundo de forma nueva bajo el
pensamiento/sentimiento de Cristo. Ahora bien, en segundo lugar, sin que
signifique posterioridad temporal, provoca en este dinamismo dos formas de
acción básicas que identifican a la nueva criatura: la alabanza y la comunión.
Las dos reflejan la libertad frente a los poderes del mundo mortal: la sospecha
y el odio.
En primer lugar, el Espíritu suscita la alabanza
que surge gozosa en quien se descubre radicado desde siempre y para siempre en
el fluir amoroso e irrevocable del Padre hacia el Hijo: “¿Quién nos separara del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús,
Señor nuestro?” (Rom 8, 35-39). Quien se sabe creado y recogido en Cristo,
quien en él aprende su verdad primigenia es impulsado a la acción de gracias, a
la alabanza, a la esperanza radical convertida en canto (cf. Ef 1,3-12; Col 1,
15-20) [Algunos se preguntarán al leer estos himnos
dónde está en ellos la presencia del Espíritu. Y los definirán como binitarios
(Padre, Hijo). Creemos que su presencia se revela justo en la existencia de
estos himnos en cuanto tales (-“Quien se anula puede ocupar el primer lugar”-,
dice el Tao), en el impulso poético de la fe que compone en forma de himno lo
que ha descubierto como gracia: la paternidad
generosa e irrevocable de Dios para los seres humanos en su Hijo
encarnado. Y en el canto recitativo de los mismos en la liturgia para la que se
componen fruto de su verdad práctica en una comunidad creyente]. Es aquí
donde hay que situar la afirmación paulina que dice que el Espíritu nos hace
clamar “Abba, Padre como hijos adoptivos
en Cristo, coherederos con él, glorificados con su propio futuro resucitado”
(Rom 8, 14-17). Se trata de una invocación agradecida, de una aclamación por
más que se pronuncie en contexto de súplica, pues sitúa siempre al menesteroso
en una confianza fundante, sobreabundante sobre todo límite experimentado. Por
tanto, la forma de vida que suscita el Espíritu Santo de Cristo en el creyente
es la esperanza radical (Rom 8,24) que tiene como lugar expresivo la alabanza,
la acción de gracias y la ‘alegría del
Señor’ (Fil 4, 4-7).
En segundo lugar, el Espíritu suscita el amor
como forma relacional básica. Este amor que nace de la presencia del Espíritu
(Rom 5,5) es el amor mismo de Cristo recibido del Padre y derramado sobre todo
ser humano. No es sólo un amor entre iguales, sino también el otorgado a los
desiguales manifestado en Cristo, que siendo de condición divina se abajó y se
entregó por nosotros hasta la muerte en la pobreza de nuestra propia carne (Fil
2,1-11; 2 Cor 8,9); no es sólo un amor entregado a los amables, sino el que
crea la amabilidad con su hospitalidad que se expresa en la acogida de Cristo a
los excluidos del sistema; no es sólo el amor a la propia vida, sino el que ama
la vida de todos hasta ofrecer la suya en sacrificio por los otros como hace
Cristo en la Cruz de manera suprema; no es sólo el amor a este o aquel, sino el
que vincula en un solo cuerpo a unos y otros haciéndolos reconocerse como
riqueza mutua irrenunciable como hace Cristo al entregarse como cuerpo común en
su resurrección.
Es este amor derramado por Dios en la entrega
de su Hijo el que salta como una fuente de agua viva en las entrañas del
creyente empujado por el Espíritu de Cristo que nace en él (Jn 7,37-39; Rom
5,5). Este amor, decimos, es el que mueve el sentimiento y la voluntad del
creyente, haciendo de él una criatura ‘libre
para la acogida’ de todo ser humano que busque compañía y para la entrega a
todo ser humano que necesite vida. Más aún, el que hace de él una criatura ‘libre de todo rencor’, pues al habitar
en una tierra inmune a la muerte como es la paternidad eterna de Dios, sus
heridas pueden regenerarse en el amor victorioso del Padre hacia él,
convirtiéndose en fuente de perdón como las de Cristo. El que hace ‘libre de todo afán de dominio’ al que
los bienes del mundo pueden someter, pues conoce que posee el bien supremo de
la vida plena que un día se manifestará (Mt 6,34). Y finalmente, ‘libre de toda violencia’, pues conoce
la impotencia del odio para dar vida y para matar el amor de Dios, fuente de
toda vida y justicia para todo mortal.
Por eso, al igual que el Espíritu empuja al
Hijo a ofrecerse como hermano de carne y sangre de todo ser humano
(anunciación, tentaciones), uniendo al creyente a su vida lo convierte en
hermano no de carne y sangre, sino de Espíritu de todos, creando en Cristo un
solo cuerpo de vida. Es esta comunión entorno a Cristo (comunión de desiguales
reconciliados, de pecadores perdonados que se acogen mutuamente, de débiles que
se sostienen unos a otros, de extraños que cantan a una sola voz la oración Padrenuestro…) lo que se hace sacramento
de un mundo nuevo.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
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