EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REVELACIÓN
8. ¿Cómo
está el Espíritu en la historia?
Este Espíritu no sólo creador, sino de
creatividad divina (de formas múltiples con espacio propio) y de relación
divina (de palabra que llama a la existencia y se comunica esperando diálogo)
es insuflado en el hombre por Dios según consta en Gn 2,7: “Entonces Yhwh Dios
formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida,
y resultó el hombre un ser viviente”. Esto significa que el hombre que alza su
mirada y su poder sobre las cosas debe definir su realidad con el impulso de
este aliento divino. El hombre ejemplo de este posicionamiento es Salomón, que
sabe que sin la sabiduría de Dios no conseguirá ni ver ni actuar con
justicia/con verdad. Salomón parecería identificado con el Adán que ordena la
realidad según el Espíritu de (sabiduría) inhalado de Dios (1 Re 3, 2-15). En
este sentido, a lo largo del AT (Antiguo Testamento) muchos textos relacionan,
casi hasta identifican, sabiduría de Dios y Espíritu de Dios, de tal forma que
quien aparece regido por la primera se revela como imagen de Dios en la
creación, como hombre con Espíritu de Dios.
Esta imagen, que identifica al rey con Adán, es
instructiva porque invita a pensar la posición y la acción del hombre con poder
sobre lo real (sobre las cosas y los otros) y se desarrollará hasta mostrarse
como aquella misión real (munus regio)
que debe poseer todo creyente en su relación con el mundo y con los otros, y
que se identifica con el pastoreo: el cuidado preocupado por la realidad y por
los que están a nuestro cargo. Esta misión que pertenece radicalmente a Dios y
que se realiza en la historia en Cristo será compartida con todos por él y
posibilitada por la entrega de su Espíritu en el bautismo, pero esto nos lleva
al final cuando estamos en los primeros estratos de la revelación del Espíritu.
Por tanto, el texto del Génesis donde el hombre
recibe el aliento divino marca el comienzo de la historia y su sentido. Dios llama
a la existencia al hombre como su misma imagen al hacerle partícipe de su
aliento, del Espíritu íntimo que la ha impulsado en su creatividad y que protege
la realidad frente al caos. Así la creación en el hombre puede encontrar el
Espíritu de discernimiento para la armonía de las cosas y el Espíritu de
compañía (de relación) donde reconocerse mutuamente como habitados por un don
plural y enriquecedor que invita a la comunión y sostiene cada individualidad.
Es esto lo que conduce al ser humano, hombre o mujer, y a la humanidad en su
conjunto, a convertirse en “pastor del ser”, si se nos permite utilizar la
hermosa expresión de Heidegger (que como ‘pastor-nazi’ dejó bastante que
desear).
El Espíritu aparece entonces como impulso
interior de la historia que llama al ser humano dentro de sí para que sea
lector (intérprete) y actor (señor) de la creación, dirigiéndola hacia el
espacio de la filiación y fraternidad donde se encontrará finalmente a sí
misma.
Podríamos hablar entonces de una especie de
participación del ser humano en el Espíritu creador de Dios, que no necesita
ser robado de una especie de reserva divina protegida (al estilo del fuego en
el mito de Prometeo). Participación como un don en el que Dios se complace. En
este sentido, todo el movimiento de la libertad y de la sabiduría humana por
configurar con poder el mundo provendría de Dios mismo. Entre Dios y el hombre
no tiene por qué existir, por tanto, una relación de rivalidad y lucha de
poderes por hacerse con más espacio sobre la creación, como dos naciones
enfrentadas por un mismo territorio o dos bandas rivales enfrentadas por el
control de distintos barrios. El poder de acción de Dios y del ser humano en el
mundo se sitúa en diferentes planos y el Espíritu imprime en el ser humano
aquel impulso para realizarse (nunca retirado) y aquella invitación interior a
hacerlo en la misma forma creativa y complaciente de Dios sobre su creación. La
identidad del ser humano no se anula, por tanto, con la presencia de Dios, sino
que, al contrario, se afirma en su última vocación.
Cuando el ser humano imprime otra forma a su
actuación aparece la muerte, el desaliento. Al ser el Espíritu negado como
suscitador y protector de la vida, la historia aparece atravesada por un
impulso deformado en el que el ser humano queda redefinido y desorientado hasta
confundir los caminos de la vida y de la muerte. Esto es lo que llamamos
pecado, pecado que ha dado forma a nuestra historia, porque el ser humano, la
humanidad en su historia, no ha vivido en su forma “salomónica”, haciéndose uno
con la sabiduría de la creación. Esta historia, que intuye sus posibilidades o
su verdadero ser, se revela en Israel como pura espera, como esperanza de un
corazón nuevo habitado por la sabiduría de Dios, por su Ley (Jer 31,33), por el
Espíritu que dé a luz la creación verdadera, la historia verdadera que quedó
oscurecida, frustrada, esclavizada por el pecado del ser humano. Esta situación
no antigua sino perteneciente a nuestro orden de existencia hace elevar la
súplica a los creyentes: “Danos, oh
Señor, tu espíritu, y renovarás la faz de la tierra”.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
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