EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REFLEXIÓN
21. ¿Cuál
es el puesto del Espíritu en la interioridad de Dios?
Nos dirigimos ahora hacia el interior del
misterio de Dios, siempre trascendente y que en la fe cristiana se radicaliza
con la afirmación trinitaria de la unidad divina. Sin embargo, para hablar con
radicalidad del Espíritu Santo es necesario entrar en el interior mismo de la
vida de Dios, es decir, en la conjunción de la unidad de Dios con su mutua
relacionalidad interna, una relacionalidad paterno-filial dada en el Espíritu que
es definida como amor.
No le resulta fácil al espíritu humano
comprender, menos aún imaginar, este misterio de fe, pues en la comprensión de
lo que son las personas y las relaciones partimos de nuestra propia experiencia
(cómo me entiendo yo como persona y cómo son mis relaciones). Ahora bien, en
nosotros la unidad global de la humanidad es sólo un concepto de razón no
vivido más que como una sensación intelectual o espiritual. Somos distintos,
diferentes y distantes unos de otros o al menos así nos comprendemos. Por eso
relacionalidad e individualidad son vividas en tensión y conflicto. Y esto
proyectado sobre la vida trinitaria de Dios no funciona, pues la identidad de
las personas y su relacionalidad son directamente proporcionales, algo que
parece haber perdido o no haber sabido desarrollar en nuestra historia la
humanidad. Intentemos, sin embargo, comprender.
Dios se
ha manifestado en la historia como la fuente eterna de la realidad y como lugar
de atracción radical de esta misma realidad, de forma que el mundo queda
definido por venir de Él e ir a Él, surgir de su voluntad y estar destinado a
participar de su ser. Esta revelación se radicaliza con Jesús donde la
creación/humanidad se descubre radicada filialmente en Dios. En Jesús se
manifiesta que Dios ha querido crear el mundo así porque así era Él, se
manifiesta que Él era desde siempre Padre que sale de sí engendrando al Hijo y
que éste es en cuanto, recibiéndose de este movimiento, adquiere identidad
propia y vuelve al Padre como Hijo. Todo ello en una relación de gozo y
alabanza por ser amor dado, recibido y entregado en una circularidad eterna.
Por eso podríamos decir que el mundo es este acontecimiento en la medida en que
Dios lo realiza en su exterior y que, por tanto, desde este exterior el mundo
debe moverse y ser atraído por Cristo como espacio donde adquirirá definitivo
cumplimiento en el interior trinitario.
Pero ¿cuál es el puesto aquí del Espíritu
Santo? Lo mismo que sabemos del puesto del Hijo en el interior de la Trinidad
por la vida histórica de Jesús, al igual que el del Padre, hemos de acceder al
ser interior del Espíritu en la Trinidad a través de su actuación histórica.
Después de haber visto cómo el Espíritu se
revela en el interior de la palabra creadora que llama a las cosas a la existencia
(Gn 1,1ss), que suscita el ser del hombre (Gn 2,7) y que genera la vida
histórica del Hijo en María (Lc 1,35), podemos decir que el Espíritu está
situado en ese misterio íntimo del Padre que lo mueve a salir de sí, a darse en
lo otro. Podríamos hablar del impulso que hace que el Padre se realice en
cuanto tal desde su más profundo ser. Lo mismo que en los impulsos del
pensamiento y la acción humana, podemos experimentar que somos nosotros mismos
y, a la vez, que existe aquello que nos mueve a serlo (o sernos), de forma
análoga, el Espíritu se manifiesta como aquel que suscita el movimiento
constituyente del Padre como tal, el que le mueve a realizarse en sí como él
mismo, sin que le haga realizar nada que no le pertenezca propiamente. Este
misterio íntimo insondable del ser de Dios que podemos percibir analógicamente
en nuestro mismo ser, y que los tres gestos de su acción generadora (creación,
historia, filiación de Cristo) nos muestran, gestos donde se unen sin
separación y a la vez como distintos el ser y lo que hace ser, la identidad y
el movimiento en la que se realiza, es el lugar del Espíritu.
Pero, todavía más, es este Espíritu el que,
según la revelación, mueve a Cristo a dirigirse filialmente al Padre. Es aquel
que suscita y sostiene la tensión de Jesús y, por tanto, del Hijo, hacia el
Padre incluso en la distancia suprema de la muerte (Mc14,36; Lc 23,46) y el
que, uniendo a todo ser humano con Cristo le hace pronunciar la invocación Abba (Rom 8,15-16). Así vemos que el
Espíritu constituye igualmente el ser del Hijo en su movimiento de
reconocimiento del Padre en el que constituye su ser, es Hijo en el Espíritu
que le mueve a ser lo que es.
Por tanto, vemos aquí que no sólo en el salir
del Padre de sí hacia el Hijo y hacia el mundo se manifiesta lo que es el
Espíritu, sino que también en el salir del Hijo hacia el Padre en
reconocimiento y del mundo unido a Cristo hacia la paternidad de Dios en
gratitud, donde manifiesta su ser. Así pues, el Espíritu intangible en su
presencia concreta, se manifiesta como el misterio más íntimo de la identidad
realizada de Dios y de la creación en continuo movimiento hacia su identidad
propia. El Espíritu es el misterio divino del movimiento personal, el agente
del diálogo interior que impulsa a ser lo que se es y a vivir en verdad lo que
constituye la propia identidad. He aquí la posición del Espíritu, que Kasper
define como la “expresión profunda del misterio de Dios” refiriéndose a 1 Cor
2,11. Por eso este misterio podría definirse en terminología joánica como “espíritu de la verdad de cada ser en su
movimiento hacia sí o en la expresión de sí mismo”.
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
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