lunes, 6 de febrero de 2017

UNA FINALIDAD QUE NO CONTIENE NINGÚN FIN

UNA FINALIDAD QUE NO CONTIENE NINGÚN FIN…
La belleza es la única finalidad de este mundo. Como muy bien dijo Kant, es una finalidad que no contiene ningún fin. Una cosa bella no contiene ningún bien, salvo ella misma, en su totalidad, tal como se nos muestra. Vamos a ella sin saber qué pedirle y ella nos ofrece su propia existencia. No deseamos otra cosa, la poseemos y, sin embargo, seguimos deseando aunque ignoramos por completo el qué. Quisiéramos atravesar la belleza, pasar detrás de ella, pero no es más que superficie. Es como un espejo que nos devuelve nuestro propio deseo de bien. Es una esfinge, un enigma, un misterio dolorosamente irritante. Quisiéramos alimentarnos de ella, pero únicamente puede ser objeto de la mirada, aparece sólo a una cierta distancia. El gran drama de la vida humana es que mirar y comer sean dos operaciones distintas. Sólo al otro lado del cielo, en el país habitado por Dios, son una sola y misma operación. Ya los niños, cuando miran largo tiempo un dulce y lo cogen casi con pesar, pero sin poderlo evitar, para comerlo, experimentan ese dolor. Quizá, en esencia, los vicios, las depravaciones y los crímenes son casi siempre, o incluso siempre, tentativas de comer la belleza, de comer lo que sólo se debe mirar. Eva marcó el comienzo y, si perdió a la humanidad comiendo un fruto, la actitud inversa, mirar el fruto sin comerlo, debe ser lo que la salve. “Dos compañeros alados –dice una Upanishad-, dos pájaros, están posados en la rama de un árbol. Uno come los frutos, el otro los mira”. Estos dos pájaros son las dos partes de nuestra alma.
Es por no contener ningún fin por lo que la belleza constituye la única finalidad. Pues en este mundo no hay fines. Todas las cosas que tomamos por fines son medios. Es ésa una verdad evidente. El dinero es un medio para comprar, el poder es un medio para mandar. Así sucede, de forma más o menos visible, con todo lo que llamamos bienes.
Sólo la belleza no es un medio para otra cosa. Sólo la belleza es buena en sí misma, pero sin que encontremos en ella ningún bien. Parece ser una promesa, no un bien. Pero sólo se ofrece a sí misma, nunca da otra cosa.
No obstante, como es la única finalidad, está presente en todos los afanes humanos. Aunque todos persiguen sólo medios, pues lo que existe en este mundo no son más que medios, la belleza les da un brillo que los tiñe de finalidad. De otro modo no podría haber deseo ni, en consecuencia, energía en pos de su consecución.
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Las obras de arte que no son reflejos justos y puros de la belleza del mundo, aberturas practicadas directamente en ella, no son propiamente hablando bellas; no son de primer orden; sus autores podrán tener un gran talento, pero carecen de genio. Es el caso de muchas obras de arte que se encuentran entre las más célebres y reputadas. Todo artista verdadero ha tenido un contacto real, directo, inmediato, con la belleza del mundo, contacto que es semejante a un sacramento. Dios ha inspirado toda obra de arte de primer orden, aunque su tema sea mil veces profano; pero no ha sido el inspirador de ninguna de las otras. En lo que atañe a estas últimas, el esplendor de belleza que recubre algunas de ellas podría ser de carácter diabólico.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

VOCACIÓN INTELECTUAL

VOCACIÓN INTELECTUAL
Al terminar el trabajo sobre los pitagóricos, he sentido de forma segura y definitiva, en la medida en que un ser humano tiene derecho a emplear estas dos palabras, que mi vocación me exige mantenerme fuera de la Iglesia, e incluso sin compromiso alguno, ni siquiera implícito, con ella ni con el dogma cristiano; al menos, durante todo el tiempo en que no sea incapaz de un trabajo intelectual. Y ello ‘para el servicio de Dios y la fe cristiana en el campo de la inteligencia’. El grado de probidad (honradez) intelectual obligado para mí, en razón de mi vocación particular, exige que mi pensamiento sea indiferente a todas las ideas sin excepción, incluyendo, por ejemplo, el materialismo y el ateísmo; igualmente receptivo e igualmente reservado para todo, “como el agua, que, indiferente a los objetos que caen en ella, no los pesa, sino que ellos mismos se pesan en ella, tras un cierto tiempo de  oscilación”.        
Sé muy bien que no soy realmente así, sería demasiado hermoso; pero tengo la obligación de ser así y de ningún otro modo podría serlo si estuviera en la Iglesia. En mi caso concreto, para ser engendrada a partir del agua y el espíritu, debo abstenerme del agua visible.
No es que yo me sienta con capacidad para la creación intelectual; pero siento obligaciones que  guardan relación con ella. No es culpa mía, no puede evitarlo. Nadie que no sea yo puede apreciar esas obligaciones. Las condiciones de la creación intelectual o artística son algo tan íntimo y secreto que nadie puede penetrar en ellas desde fuera. Sé que los artistas disculpan así sus malas acciones, pero, en mi caso, se trata de algo muy distinto.
Esta indiferencia del pensamiento en el terreno de la inteligencia no es de ningún modo incompatible con el amor de Dios, ni siquiera con un voto de amor interiormente renovado, cada día, a cada segundo, siempre eterno y eternamente intacto y nuevo. Así sería, si yo fuese como debiera ser.
Ésta parece una posición de equilibrio inestable, pero la fidelidad, gracia que espero no me sea negada por Dios, permite mantenerse en ella por tiempo indefinido, sin moverse (en ‘hupomene’).
‘Es por servicio a Cristo en tanto que es la Verdad por lo que me privo de participar en su carne de la manera que él mismo instituyó’. O, más exactamente, es él quien me priva de ella, pues, hasta ahora, ‘jamás he tenido, ni por un segundo, la sensación de haber hecho una elección’. Estoy tan segura como un ser humano tiene derecho a estarlo de que esa privación se extiende a toda mi vida; salvo quizá –sólo quizá- en el caso de que las circunstancias me imposibiliten de forma definitiva y total el trabajo intelectual.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

domingo, 5 de febrero de 2017

LA ENTRADA AL LABERINTO

LA ENTRADA AL LABERINTO…
La inclinación natural del alma a amar la belleza es el ardid de que se sirve Dios con más frecuencia para abrirla al soplo de lo alto.
Es la trampa en que cayó Coré. El perfume del narciso hacía sonreír al cielo entero, a la tierra toda y al oleaje del mar. Apenas la pobre joven hubo tendido la mano, cayó prisionera en la trampa. Había caído en manos del Dios vivo. Cuando salió, había probado la granada que la ligaba para siempre. Ya no era virgen, era la esposa de Dios.
La belleza del mundo es la entrada al laberinto. El imprudente que, habiendo penetrado, da por él algunos pasos, se encuentra al punto imposibilitado de encontrar otra vez la salida. Agotado, sin nada que comer ni que beber, en las tinieblas, separado de sus semejantes, de todo lo que ama, de todo lo que conoce, camina sumido en la ignorancia, sin esperanza, incapaz incluso de percibir si verdaderamente avanza o está dando vueltas en círculo. Pero esta desdicha no es nada en comparación con el peligro que le acecha. Pues si no pierde el valor y continúa caminando, es seguro que llegará al centro del laberinto. Y allí Dios le espera para devorarle. Luego volverá a salir, pero transformado, convertido en otro ser, tras haber sido comido y digerido por Dios. Se quedará entonces junto a la entrada para, desde allí, empujar suavemente a quienes se acerquen.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

...POR EJEMPLO...

…POR EJEMPLO…
SAN FRANCISCO muestra el lugar que puede ocupar la belleza del mundo en el pensamiento cristiano. No sólo su poema –EL Cántico de las Criaturas- es poesía perfecta, sino que toda su vida fue poesía perfecta puesta en acción. Por ejemplo, la elección de un lugar para un retiro solitario o para la fundación de un convento era la más bella poesía en acto. El vagabundeo, la pobreza, eran poesía en él; se despojó de sus vestiduras para estar en contacto inmediato con la belleza del mundo.
En SAN JUAN DE LA CRUZ se encuentran también hermosos versos sobre la belleza del mundo. Pero de manera general, haciendo las reservas oportunas respecto a los tesoros desconocidos o poco conocidos, enterrados quizá entre las cosas olvidadas del Medievo, se puede decir que la belleza del mundo está casi ausente en la tradición cristiana. Este hecho es extraño y, su causa, difícil de comprender. Es una laguna terrible. ¿Cómo el cristianismo tendría derecho a llamarse católico si el universo estuviera ausente de él?
Es cierto que en el Evangelio se habla poco de la belleza del mundo. En ese texto tan breve que, como dice san Juan, está muy lejos de encerrar todas las enseñanzas de Cristo, los discípulos consideraron sin duda inútil incluir referencias a un sentimiento tan ampliamente difundido.
Sin embargo, por dos veces se habla de ello. En una ocasión, Cristo recomienda contemplar e imitar a los lirios y los pájaros por su indiferencia respecto al futuro, por su docilidad al destino; en otra, la contemplación e imitación de la distribución indiscriminada de la lluvia y de la luz del sol.

(A la espera de Dios; Simone Weil)