EL
ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REFLEXIÓN
23. ¿Cómo
defiende el Espíritu esta imaginación sin imágenes frente a los poderes del
mundo que dicen que no hay más cera que la que arde?
Jesús en el evangelio de Juan ha llamado al
Espíritu que iba a entregar con su muerte y resurrección ‘Espíritu paráclito’. Un Espíritu que asume su misma misión, “yo pediré al Padre y os dará otro paráclito”,
dice en Jn 14,16. Palabra que significa consolador, abogado, defensor…
Jesús mismo ha experimentado cómo esta creación
está sometida a la mentira al replegar su mirada sobre ella misma, al encerrar
su visión en sus propias posibilidades de afirmación. El ser humano no ha
sabido, o no ha podido, o no ha querido imaginar el mundo bajo el poder de vida
de Dios y lo ha encerrado en su propio poder de vida. San Pablo describirá esto,
en su radicalidad última, como el intento de salvación por las obras. El
reverso social de esta falta de confianza del propio sujeto sometido por el
pecado es que no puede imaginar o confiarse imaginativamente sin tener una
certeza absoluta, sin dominar la situación, a la vida del otro. El mundo pierde
así la fe replegándose sobre lo visible dominable de la realidad y del otro. Se
quiebra entonces el movimiento espiritual de la creación, el que define al ser
humano como imagen de Dios y al mundo como paraíso.
En esta situación, el Espíritu de Cristo, el
que lo ha acompañado permanentemente, el que lo empujó al desierto lleno de
fieras que es esta historia (tierra de enemistad y muerte), lo ha mantenido en
la verdad de su ser de Hijo, confianza en el Padre de los cielos, su Padre, sin
someterse a la realidad clausurada en sí del mundo y de sus poderes. Así se
definirá como Hijo también en el momento en el que parece no ser más que un
abandonado (Mc 14,34-36), y como hermano-siervo aun cuando no sea definido más
que como enemigo por los seres humanos y expulsado d su pueblo y de la
humanidad (Jn 13,2-5).
El Espíritu ha defendido a Cristo de la mentira
del mundo arraigándolo en la verdad de su propio ser imaginable desde las condiciones
de distancia con Dios y con los demás de la historia (Hijo en lo humano-hermano
ante el enemigo) o, como diría cierta tradición teológica, viviendo su
identidad bajo el velo de este mundo, ‘sub
contrario’, para romper el poder que somete la verdadera imagen de Dios y
del mundo.
Este es el Espíritu que Jesús nos da. El
Espíritu del Hijo que nos hace saber que nada nos puede separar del amor del
Padre. Es la fe, como acontecimiento personal de verdad profunda que nos
constituye, la que suscita el Espíritu arrancándonos del poder del miedo que no
sabe imaginar ni confiar más allá de lo que este mundo permite ver separándonos
así de Dios.
Esta es la verdad plena a la que nos conduce el
Espíritu que promete Jesús (Jn 16,13) y esta es la acción que la Iglesia le
suplica cuando le pide que ‘encienda su
luz en la mente de sus fieles’. Es en esta nueva visión de la realidad
donde nace la libertad de los hijos de Dios y es el arraigo en ella lo que les
permite resistir frente a toda coacción exterior e interior del mal que siempre
se nutre de la imposibilidad de imaginar a Dios en las condiciones históricas
de finitud trágica que nos habita. Más aún, es esta visión o fe la que les
permite resistir frente a la esclavitud de su propio pecado que utiliza la
fragilidad y la torpeza como instrumento de desesperación frente a ellos mismos
y frente a Dios: no hay más que lo que vemos que damos de sí. Es el Espíritu el
que nos defiende de nuestro pecado, pues nos hace comprender que existe un
abogado que, ante el Padre, nos presenta como amables también cuando nos recoge
enfangados y ensangrentados (1 Jn 2,1; Ez 116,6-14.22).
Pero esta libertad otorgada al respirar el
mismo espíritu de Cristo, al respirar su misma respiración filial, nos define
igualmente destinados a una comunión total. Una comunión que debe afirmarse
ahora, en esta historia de rivalidades, odio e injusticia, como reconciliación.
O dicho en otros términos, como perdón o amor que vence al mal sin someterse a
él. Es el espíritu de testimonio de fe y amor frente a los que acusan, frente a
los que persiguen y que Cristo promete enviar a los suyos, porque es su propio
Espíritu que le mantuvo como testigo fiel (Ap 1,5), como testigo absoluto del
amor del Padre a su creación, como testigo del amor absoluto del ser humano por
el ser humano, testigo que no necesita de palabras para revelarse en cuanto tal
ante el tribunal acusador de la humanidad (Mc 14,60-61), porque su presencia
silenciosa, mansa, no acusadora es la palabra radical del amor que no se deja
someter por el odio y que lo vence sobreponiéndose a él con la re-afirmación
del amor, el perdón, que intenta arrancar al acusador a fuerza de amor dado.
“Cuando os lleven a entregaros (a los tribunales) no penséis de antemano lo que
habéis de contestar; decid más bien aquello que (Dios mismo) os inspire en
aquella hora. Pues no seréis vosotros los que habléis sino el Espíritu Santo”
(Mc 13,11 par.) Así el Espíritu reconciliador de Cristo es entregado en su
resurrección a los discípulos como fuerza de amor a los enemigos, como fuerza
de reconciliación en la historia (Jn 20,21-23).
Por eso el Espíritu es el suscitador de la fe
en el amor como verdad última de la vida (¿quién puede imaginar esto mirando de
frente al mundo?), de la fuerza de este amor que nos constituye originalmente
con la promesa de hacernos partícipes del mismo ser-amor de Dios. Un amor que
nunca se pierde y que será lo único que haga el ser humano aquel que pudo ser y
se perdió renunciando a su imaginación y aferrándose a su dominio de las cosas
de este mundo (Gn 3, 1-7).
Es por esto por lo que la Iglesia, al pedir la
efusión del Espíritu para sí en la fiesta de Pentecostés, recuerda que fue con
el don del Espíritu Santo con el que recibimos el amor de Dios en nuestros
corazones (antífona de entrada de la misa del día que recoge la expresión
paulina de Rm5,5) para ser defendidos de la seducción del poder y del odio y la
venganza, para que llamando a Dios Padre podamos vivir como hermanos. Es este
amor el que nos defiende de nosotros mismos y de nuestras relaciones deformadas
por el miedo (Rm 8,15), la envidia (Ga 5,25-26) y la violencia (Ef 4,30-32).
(El
Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)
No hay comentarios:
Publicar un comentario