23. VIVIR EN CRISTO. ¿ES ACASO JESÚS UN
LUGAR PARA VIVIR?
Entre el descubrimiento de Cristo resucitado y la
culminación de su obra cuando todos participen de su cuerpo
glorioso, el creyente sabe que no está solo en una vida desarraigada
a distancia del final, sino que está habitado por su Espíritu.
Percibe que existe una relación de intimidad en la que la soledad
temerosa en medio del desierto de la vida ha sido rota por una fuente
interior de fe y vida abierta por Cristo mismo (Jn 7,37-39). Jesús
ha entregado al creyente el mismo Espíritu que le unía con el
Padre. Este Espíritu vincula interiormente al creyente a Cristo
resucitado haciéndole vivir de su misma vida. Esto se expresa en los
libros del NT de varias formas, entre las que sobresalen tres.
La primera resalta que el Espíritu hace reconocer a
Cristo como el Señor. 'Nadie puede decir Jesucristo es el Señor
si no es en el Espíritu' (1Cor 12,3). Es decir, sitúa al
creyente en una relación de escucha, aceptación y obediencia a su
vida y su palabra en la que le otorga el señorío sobre su
existencia sabiendo que, entregándole su libertad, va a ser liberado
de todos los poderes irrelevantes y opresores del mundo, y va a
encontrar la plenitud de la vida. Todo entonces es vivido bajo su
señorío: muerte y vida, acontecimientos y decisiones, dolores y
esperanzas (1Cor 13,31; Rm 14,7ss). Jesús se hace referencia última
y definitoria de la vida y su destino. Esta perspectiva es
especialmente marcada por san Pablo en sus cartas.
Por otra parte, este Espíritu mueve interiormente al
creyente hacia Jesús y hace que le reconozca como el hombre
verdadero, como aquel que ofrece la verdad y el camino de la
realización de lo humano. Por eso dispone al seguimiento de Jesús,
a la asimilación de sus sentimientos y pensamientos, a la
continuación de sus gestos de hospitalidad, entrega y alabanza.
Jesús mismo se hace camino de comprensión, transformación y
transfiguración de la propia vida. Su historia debe ser acogida,
meditada y actuada como propia. Ésta es la perspectiva que presentan
los evangelios sinópticos que ofrecen a Jesús como espacio de
identificación creyente poniendo a los discípulos como ejemplo de
este itinerario.
Por último, este Espíritu inserta en las corrientes
del amor divino de tal forma que la relación con Cristo aparece como
una experiencia amorosa, de amistad profunda en la que el creyente se
descubre amado hasta el extremo. Jesús se muestra como el amigo que
confía los misterios profundos de su corazón a los suyos (Jn 15,15)
y que entrega su vida por ellos (Jn 15,13). El discípulo sabe
entonces que no entrega su libertad a un señor despótico, ni se
inserta en un seguimiento que le carga de normas opresivas. Se
comprende, por el contrario, como discípulo amado que puede vivir
del amor permanentemente recibido. En él puede soportar la dureza de
la cruz impuesta por el pecado del mundo sin ceder a la sospecha
sobre Dios o a la desesperanza y el odio frente a las obras de los
hombres. Ésta es la lógica del Evangelio de Juan, donde los
discípulos amados de esta forma son hechos testigos de este amor y
perdón de Dios delante de todos.
Jesús es, por tanto, para el creyente alguien en quien
vivir, del que vivir, bajo el que vivir. La verdadera casa donde la
hospitalidad de vida acoge el cansancio y el agobio (Mt 11,28-30; Jn
1, 38-39) y el hombre se renueva y se prepara para construir en el
mundo hogares nuevos en su nombre (Rm 15,7).
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
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