viernes, 11 de enero de 2019

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 16



16. ¿POR QUÉ Y QUIENES MATARON A JESÚS?

No deja de extrañar que alguien que pasó según la fórmula de los Hechos de los Apóstoles, 'haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo', fuera eliminado con tal saña por parte de unos y en medio de tal silencio cobarde por parte de otros.
Sin embargo, nada nuevo sucede en el mundo con esta muerte como puede descubrir quien eche la vista atrás y relea, por ejemplo, algunos textos del AT referentes a la figura del justo sufriente (Sab 2,10-20). Y es que en un mundo que tiene apaños con el mal nunca es bien recibida una palabra de justicia. En un mundo que tiene cadáveres que esconder nunca es bienvenida la luz y la verdad. En un mundo que gira en torno a sí mismo, nunca es aceptada una palabra que pone en entredicho las verdades estrechas con las que el hombre se encadena para vivir tranquilo.
La vida que trae palabras de verdad muestra las mentiras que habitan en el corazón del hombre. Las acciones del que acoge a los hombres expulsados y marginados de la sociedad revelan la injusticia que habita en el corazón de las leyes y las relaciones. La presencia de quien no se deja comprar con halagos, poder o dinero pone en evidencia cómo el mundo se vende para encontrar un poco de paz, aunque ésta sea falsa. Los demonios que habitan el alma del endemoniado de Gerasa, aquellos a los que les gustaba vivir en las regiones inmundas de lo social, los cerdos (Mc 5,1ss), aquellos que viven con traje de domingo por las vías principales de la ciudad mientras a las afueras se destruye lo humano y a los humanos, ésos gritaron a Jesús: “¿Qué tenemos que ver contigo, has venido a destruirnos?” (Mc 1,24), y empezaron a tramar un plan para sobrevivir.
Esta es la razón del rechazo de Jesús. Su bondad era habitualmente provocadora. Su forma de vida llamaba a arrancarse de las ataduras del mal que muchas veces estaban no sólo escondidas, sino aceptadas socialmente a través de tradiciones y leyes incluso religiosas.
Las discusiones con los maestros de la Ley, con los fariseos y finalmente con los sacerdotes y saduceos muestran que incluso aquellos que buscaban la justicia de Dios y que son sus representantes, demasiadas veces quedan engañados por una estrechez de mente o de corazón en la que el pecado se hace fuerte. Por otra parte, el silencio y la falta de defensa de Jesús por parte de aquellos que fueron acogidos, perdonados, curados, bendecidos, renovados, alentados, consolados... refleja el peso del miedo en una sociedad que apenas consiente la disidencia y que ha creado formas de hacer creer que lo aprobado por el orden social es lo bueno y que si no lo es más vale permanecer callado no exponiendo los pequeños reductos de vida que podrían ser destruidos por los poderosos. En este sentido, detrás de la muerte de Jesús no están sólo los pecados de algunos, sino el pecado que habita y domina el mundo.
Éste es el trasfondo general, aunque la condena de Jesús se concretó a través de unos hechos precisos, si bien no determinables en todos sus detalles. No se trató solamente de un acontecimiento en el que la maldad de algunos hombres se ejerciera contra Jesús con conciencia clara y precisa de la maldad realizada. Aunque esto no se descarte, las cosas son más complicadas, ya que el mal que hacemos se nos presenta habitualmente con justificaciones creíbles y razonables.
Frente a Jesús, los dirigentes se hicieron estas preguntas: ¿cómo aceptar la acogida indiscriminada de pecadores sin que esto signifique la anulación del sistema moral que sostiene la sociedad? Si se les acoge y perdona antes de que den señales concretas de arrepentimiento, ¿vale para algo la virtud moral personal en la sociedad y delante de Dios? ¿De qué vale la Ley de Dios que nos hace justos ante Él? Los maestros de la Ley y los fariseos no podían aceptar esto. Por otra parte, si Jesús se convertía en el lugar donde se podía experimentar la misericordia y el perdón definitivo de Dios, ¿de qué servía el templo y los sacrificios que se practicaban en él? Los sacerdotes y los saduceos iniciaron el contraataque: ¿quién eres tú que crees que puedes destruir los cimientos de nuestra sociedad?, ¿con qué autoridad actúas? (Jn 2,18). Además, a los procuradores romanos no les gustaban demasiado los líderes que pudieran llenar la cabeza y el corazón del pueblo con la esperanza de mundos distintos al del orden imperial. Ya antes de Jesús alguno había pagado por ello con su vida. El sistema debía permanecer.
Por eso, Jesús contempló cómo los fariseos y los maestros de la Ley mayoritariamente le dieron la espalda. Los sacerdotes tramaron un complot para eliminarlo y el procurador romano no tuvo reparo en entrar en un juego que también a él le reportaba beneficios, poniendo la violencia al servicio de un orden que parecía interesar a todos los que vivían satisfechos en él. Podríamos utilizar una frase de Caifás modificando una palabra: 'Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta de que os conviene que muera uno solo por el orden (pueblo) y no perezca toda la nación' (Jn 11,50).
Sin embargo, Jesús había ofrecido la presencia misma de Dios con su persona. Sabía, por tanto, que en su acogida o rechazo el pueblo acogía o rechazaba a Dios mismo. Por eso, cuando llegó su rechazo, expulsión y asesinato lo que quedó claro para Jesús es que Dios mismo no tenía lugar en este mundo donde, como dirá san Juan, Satán es el príncipe y defiende su reino con engaños y homicidios. En esta situación, ¿podría Jesús hacer algo más de lo que había hecho? ¿Serviría su muerte para algo? Sigamos adelante.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

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