18. ¿NACIÓ JESÚS PARA QUE LE MATARAN?
Dicho de otra manera: ¿la muerte de Jesús estaba
prefijada de antemano por Dios mismo y, por tanto, lo fundamental es
que Jesús muriera para que Dios pudiera perdonarnos?
Jesús situó toda su existencia a la luz de la voluntad
de Dios. Ésta era el alimento que le daba identidad. Jesús quería
que todo su ser expresara esta misma voluntad de Dios (Jn 4,34). No
se trata de que Dios tenga una voluntad concreta para cada momento de
la vida histórica de Jesús como si todo estuviera prefijado de
antemano. Jesús debía expresar humanamente su voluntad originaria,
radical. Dicho con otras palabras, debía encarnar el designio eterno
de Dios para el mundo a través de los acontecimientos que fueran
sucediendo en el encuentro de las libertades de Jesús y los hombres.
Jesús tratará de mostrar con sus gestos, sus palabras, sus
sentimientos... lo que Dios mismo desde siempre quiere para el hombre
y así desvelar el 'misterio escondido desde antes de la fundación
del mundo' (Mt 13,35).
Jesús se comprenderá a sí mismo como aquel que ha
venido para que los hombres 'tengan vida y la tengan en
abundancia' (Jn 10,10). Para que comprendan que la alianza que
Dios ha hecho con ellos nace de un amor fontal que no queda roto por
la traición humana, y que su misericordia es perdón que renueva al
hombre y lo lleva a la fuente de su ser, posibilitando que se
reconstruya sobre el cimiento firme del amor irrevocable de Dios.
Para que comprenda que la voluntad de Dios es discreta y dialogal,
que se hace presente sin robar la libertad, sino situando ésta
ante sus más altas posibilidades. Pero al vivir sólo de esta
voluntad de Dios se situará en conflicto con un mundo que no quiere
vivir de ella y así será marginado, rechazado y expulsado de él.
Jesús vivió habitado por este amor originario,
permanentemente ofrecido a todos discreto y paciente de Dios, que
sabe incluso padecer para convencer. Vivió con libertad frente a
todo lo que pudiera oscurecer este amor oponiéndose y enfrentándose
a todo lo que en el mundo estuviera cimentado fuera de él, ya fuese
el poder político, el poder religioso, las relaciones entre
hermanos...
Nuestro mundo, él lo sabía, vivía inconscientemente
parasitado por el miedo, la sospecha, el rencor, la envidia y la
codicia. Como Jeremías y otros antiguos profetas, él sabía que el
corazón del hombre estaba endurecido y no es fácilmente convencido
por el amor, ya que los intereses creados no están a salvo si el
amor se hace ley universal (Jn 2,24-25). En un mundo así, el amor de
Dios sólo puede decirse del todo aceptando no ser acogido y
manteniéndose en fidelidad a sí mismo. Y esta voluntad de Dios de
que el hombre vea su rostro fiel y amante incluso cuando es
despreciado, es lo que Jesús aceptó para sí.
La misión última de Jesús fue entonces hacer de su
cuerpo, que estaba creado para el amor, un signo de esta voluntad
radical de Dios también al ser acusado injustamente, rechazado
mayoritariamente (por acción u omisión) y odiado con la fuerza de
un asesinato. La obediencia que lleva a Jesús a la muerte no es la
aceptación de un castigo impuesto por Dios, sino la ofrenda de su
cuerpo como lugar donde el hombre pueda ver que Dios mismo no le
rechaza ni siquiera cuando esto le suponga sufrimiento y muerte, como
lugar para mostrar que el amor divino se niega a ser otra cosa
distinta que puro amor.
Las palabras puestas por los evangelistas en boca de
Jesús en Getsemaní y en la cruz, manifiestan su misterio interior.
Manifiestan que su vida se alimentaba de esa voluntad hasta coincidir
con ella aun en condiciones de amargura. Manifiestan a Cristo como
reflejo verdadero y último de aquel amor divino que sabe sufrir si
es necesario para dar al amado la posibilidad de volver. La
obediencia que lleva a Jesús a la muerte es la vivencia en
condiciones de rechazo de un amor siempre en acto, de un amor que no
se niega a sí mismo ni siquiera cuando es rechazado (Jn 12,27-28).
Es este amor de Dios del que Jesús vive, que Jesús
revela y que Jesús entrega al hombre de una vez para siempre. Un
amor que no quiere la muerte de nadie, sino que acepta incluso la
suya para sellar la identidad más profunda de su vida y enseñar al
hombre a no tener miedo ni sospechar de él. Ésta es la lógica de
aquellas palabras, de las más hermosas y terribles de san Pablo:
“Qué más podemos añadir: Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino
que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no iba a
darnos todas las demás cosas juntamente con él?” (Rom
8,31-32).
Por eso hay que decir que Jesús
no nació para dejarse matar, sino para vivir el amor de Dios delante
de los hombres y convencerles, incluso si en el extremo no lo
aceptaban, de que este amor es la eterna fuente siempre despierta de
la vida plena de los hombres. Manantial inagotable abierto ahora en
la misma entraña de la historia, en la carne humana del Hijo de Dios
(Jn 7,37-38).
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
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