2. ¿DÓNDE PODEMOS ENCONTRAR A JESÚS?
Como hemos dicho, sus huellas se esparcen por todos los
rincones de nuestra vida: los exteriores sociales y los interiores
personales. Pero, ¿encontramos en algún sitio una imagen concreta,
asequible y veraz de su persona? Los textos del Nuevo Testamento, en
especial los evangelios, nos ofrecen esta imagen. En ellos se nos
presenta la figura de Jesús. No en forma de reportaje periodístico,
ni como una crónica histórica que apunte cada paso y cada lugar,
cada día y cada acción, sino como testimonio de aquellos que
habiendo compartido vida con él, recogen los recuerdos e
impresiones, las palabras y las acciones que hicieron imborrable su
persona, y los ordenan intentando mostrar su lógica y su sentido a
partir del final, cuando ya está todo dicho y hecho. Tenemos allí
el testimonio de quienes no sólo fueron fríos espectadores de
hechos vistos en su exterioridad, sino el de los elegidos por Jesús
para conocer el corazón de su vida, sus intenciones y su misión, y
compartirla. Son éstos los que contaron, los que tras su muerte
pusieron en circulación la historia de Jesús. Conociendo los hechos
y el espíritu que los habitaba, los narraron según su propio
carácter, perspectiva y situación. Así, poco a poco, la figura de
Jesús fue apareciendo con múltiples retratos como podemos apreciar
en los relatos de los cuatro evangelistas.
Algunos han puesto en duda la verdad histórica de estos
relatos debido a que a veces parecen excesivos en sus afirmaciones,
increíbles en sus narraciones, contradictorios entre sí o demasiado
adaptados a la vida de las comunidades posteriores. Incluso han
llegado a hablar de la vida de Jesús como un invento total, pero una
y otra vez en los especialistas vuelve a aparecer la confianza en la
veracidad global de los evangelios. No aquella credulidad
fundamentalista de los que se encierran en sus prejuicios sin querer
escuchar las críticas, sino la de quien acepta los retos y
provocaciones, y busca más hondo. Si a lo largo de los dos últimos
siglos se ha puesto en duda casi todo de la vida de Jesús, hoy los
mismos investigadores miran con una confianza renovada. Podemos
descubrir -nos dicen- la figura histórica de Jesús en esos textos,
aunque haya que aceptar que presentan una historia envuelta en la fe
de los que le siguieron. A los que vieron, oyeron y tocaron no les
importó añadir datos, transformar alguno de ellos, recomponer
situaciones para expresar la verdad honda de lo que habían vivido,
para ofrecer una imagen exterior de lo que sucedía en el interior de
Jesús y de sus relaciones, para dejar constancia de lo que ellos
habían comprendido: que en Jesús Dios mismo había visitado la
historia de los hombres.
Dos datos nos invitan a la confianza global en la
fidelidad de estos relatos a la historia de Jesús. El primero es la
investigación histórica de los últimos siglos. De ningún otro
texto religioso se han puesto en duda con críticas tan radicales la
verdad de su protagonista y, sin embargo, la misma investigación
reconoce la fuerza con que se sostiene y se levanta frente a toda
crítica la figura de Jesús allí presentada. Para ello, eso sí, ha
de rechazarse una lectura fundamentalista que pretendiera que cada
afirmación evangélica corresponda a un dato históricamente
concreto de la vida de Jesús. Quizá podamos decir que los que han
dado por muerto el texto evangélico como ámbito de conocimiento
histórico, le han visto recobrar la vida al paso de una generación.
El segundo es que hoy podemos encontrar testigos que nos dicen con su
vida que el Jesús de los evangelios es real. Testigos que son
capaces de entregar la vida entera para dejarse habitar por el Jesús
allí ofrecido y que así hacen presentes sus sentimientos y
palabras, sus gestos y su misión. Ellos, como Andrés a su hermano,
nos dicen: “Hemos encontrado...” (Jn 1,41). Y nosotros, como
ellos, podemos acercarnos y ver pasar su figura de lejos o de cerca,
actualizándola y confiándonos a ella.
Jesús acepta ser sólo una figura histórica que nos
ayuda a pensar nuestra humanidad, pero busca ser un hermano, un amigo
con el que descubramos el gran misterio de la vida que no es sino el
amor de carne y hueso, de barro y Espíritu de Dios para con
nosotros. Para ello se nos presenta como un hombre de la historia,
personaje pasado que aparece en la carne de las palabras evangélicas
que pueden ser hojeadas al ritmo de cada cual.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
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