17. ¿QUÉ HIZO JESÚS CUANDO SINTIÓ LA AMENAZA DE
LA MUERTE?
En un momento dado, en medio de la subida última a
Jerusalén para celebrar la Pascua, Jesús siente que aunque sigue
rodeado de un buen número de seguidores y admiradores, su misión no
está siendo acogida por el pueblo que no comprende o no acepta el
reto que él le plantea, interpretando su presencia como la de un
benefactor más del cielo para los problemas de la vida: salud,
pan... Por otro lado, los dirigentes han rechazado sus gestos más
importantes (la apertura de mesa, la curación en sábado...) y
discuten su autoridad, poniendo en entredicho su proveniencia de
Dios.
El Evangelio nos habla del llanto de Jesús ante
Jerusalén. Se trata del mismo llanto de Dios que como una gallina no
ha podido reunir a sus polluelos para protegerles (Lc 13,34-35; Mt
23,37-39) y ve que están a punto de perecer en manos de los peligros
que ellos mismos se han buscado. Jesús ha ido advirtiendo a los más
cercanos de que será rechazado, pero ellos no se dan por enterados o
no entienden (Mc 9,30-32), porque el movimiento exterior a su
alrededor todavía no manifiesta con contundencia la presencia de la
muerte que se está preparando.
En este contexto Jesús realiza dos gestos públicos
solemnes: la entrada mesiánica en Jerusalén y la purificación del
templo.
El primero fue entrar en Jerusalén montado en un burro
entre aclamaciones mesiánicas. El gesto debió de ser bastante
discreto y seguramente fue pensado para decir a los suyos: 'no os
equivocáis', Dios llega en todo lo que habéis visto y oído en
mí, y quiere entrar en el corazón del pueblo que le busca en esta
ciudad. 'No desesperéis'.
El segundo fue escandaloso, Jesús interrumpió las
actividades del templo no permitiendo el movimiento necesario para
los ritos sacrificiales en un gesto de claras reminiscencias
proféticas. Esto fue la gota que colmó la paciencia de los
sacerdotes y aceleró el complot para eliminarlo. Seguramente Jesús
pretendió decir a su pueblo: 'os equivocáis', ni en este, ni
en el de Garizín, ni en ningún templo construido por hombres, sino
sólo en el Espíritu de Dios que habéis podido contemplar en mis
obras y palabras, se da culto a Dios. 'Convertíos'.
Pero ni los que le aclamaron como hijo de David en su
entrada triunfal en Jerusalén resistieron en esperanza ante la
figura dramática de un Mesías crucificado, ni los invitados al
nuevo templo se convirtieron ante la nueva y definitiva presencia de
Dios.
Mientras tanto, y antes de que le fuera arrebatado a
Jesús el poder de hacer o decir al ser atado por el poder de la
tortura y de la muerte, Jesús presidió una cena sorprendente y
densa de significado, que nunca se olvidaría (Mc 14, 22-25; 1 Cor
11,23-29). Todos tenían en mente en esos días la cena pascual. Dios
les pedía que cada año hicieran memoria de que les había liberado
adoptándoles como pueblo suyo, de que les había alimentado en el
desierto mientras les llevaba a una tierra buena de abundancia y
libertad. Sin embargo, cada año experimentaban que es atierra no
terminaba de llegar y suplicaban a Dios su intervención.
En medio de este ambiente pascual Jesús interrumpió la
cena y, con una autoridad que ellos ya conocían, tomó el pan, dio
gracias, lo repartió entre ellos y pronunció unas palabras que han
sido recordadas fielmente por los suyos: 'Tomad, comed, esto es mi
cuerpo entregado'. Con este gesto, marcaba su propio cuerpo con
la acción de gracias a Dios como diciendo: Tú me lo has dado
todo y he aquí que lo reconozco y agradecido lo entrego todo para
que todos sepan que quieres alimentar su vida con la tuya.
Los discípulos podían pensar en lo que habían vivido con él, en
cómo su vida había consistido en darse a todos desde Dios, pero el
gesto iba más lejos y no descubrieron su hondura hasta más tarde.
Jesús estaba tatuando su cuerpo con este gesto para que, si fuera
expoliado de su palabra y ultrajado como el de un bandido, los
discípulos no vieran en él solamente un abandonado y confundido
profeta, sino este pan que se entrega, esta vida que se da, este amor
paciente que es el verdadero maná que abre la tierra prometida a
Dios.
Luego tomó la copa de vino y repitió el gesto de dar a
todos de su misma copa. 'Tomad, bebed, esta es mi sangre
derramada'. Toda mi vida quería saciar vuestra sed con la
alegría del vino de Dios. Esta vida dada que habéis visto
entregarse, se derrama a hora como sello de alianza. Si veis mi
cuerpo exangüe, recordad que ha sido entregado como derroche de amor
para con vosotros, para que conozcáis el misterio de Dios (Ef 1,8):
amor hasta el extremo, amor irrevocable, sembrado en la carne de la
historia sin vuelta atrás. No tengáis miedo, beberemos la copa de
su amor más allá de todo odio y toda muerte en su Reino (Mc 14,25).
Pero, ¿sirve de algo amar en tiempos de cólera, en
medio del odio y la muerte? Con este gesto, realizado en compañía
de sus discípulos más íntimos, definiría no sólo su vida sino su
posible muerte antes de que llegara. La definía desde su confianza
radical en Dios, su Padre, y la ofrecía definitivamente como
sacramento de Dios y como momento culminante donde se decide quién
tiene el poder en el mundo: si el miedo y la falta de fe que abren
siempre las puertas al pecado, o la confianza y el amor que abre las
puertas a la gloria misma de Dios en la tierra. Jesús, en nuestra
misma humanidad, abrió estas puertas del cielo. Con él, comiendo y
bebiendo su vida, se puede confiar. Y Dios no defrauda.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
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