22. ¿POR QUÉ LA BIBLIA TERMINA CON EL GRITO: VEN,
SEÑOR, JESÚS?
Jesús es el que vivió una nueva vida para todos, pero
es también el que viene, el novio al que esperan los suyos para
consumar el amor en un cuerpo único donde él y la humanidad sean
uno en gloria y eternidad. Por eso en el centro de la eucaristía se
hace memoria de su vida, muerte y resurrección, y cuando aparece más
cercano la comunidad repite las palabras del libro del Apocalipsis
que cierran el texto bíblico: “Ven, Señor, Jesús” (Ap
22,17.20).
Si en la historia de Jesús muerto y resucitado los
cristianos proclaman que el cielo ha abierto sus puertas y que, por
tanto, la historia tiene puesto un pie en la misma gloria eterna de
Dios, a la vez, sienten el peso de una creación que no se deja
renovar con facilidad, ya que los apegos, las inercias, los hábitos
del pecado y las fragilidades, torpezas y errores de lo finito siguen
golpeando antes y después (Rm 8,22-23). Por eso hay que caminar en
esperanza, salvados sí, pero en esperanza (Rm 8,24). Hay que avanzar
sabiendo que la tierra prometida es real ya como nunca lo fue, que la
mesa del Reino ha sido preparada definitivamente, que la gloria final
nos aguarda a la vez que nos habita. Pero, igualmente, hay que
aceptar que es inevitable el paso por el desierto de nuestra
condición mortal sembrada además con semillas de cizaña (Mt
13,18-23). Hay que saber que nunca la historia podrá contener el
cielo en su interior, pues siempre que lo ha intentado termina
creando un paraíso para unos y un infierno para otros, esclavizados
en múltiples formas para sostener a los primeros.
El mundo ha sido salvado porque una porción suya, el
cuerpo y la historia de Jesús, ha quedado transfigurada como inicio
y anticipo de la victoria del conjunto (1Cor 15,20). El cuerpo
resucitado de Jesús es el signo y sello de salvación para cada
hombre. Los discípulos de Jesús saben, sin embargo, que han de
aprender a soportar aún la distancia, el peso de la historia, con
los ojos fijos en Jesús, que enseñó con su misma vida a creer y
resistir en la fe (Hb 12,1-4). Y que han de creer y resistir no en la
separación del mundo, sino en el amor entregado como lo hizo Jesús
mismo.
Son las dificultades a veces extremas, el mal siempre
omnipresente, la flaqueza habitualmente experimentada las que miran a
lo alto y queriendo decir 'Amén', es decir, sí, es verdad,
tú has resucitado y me has injertado en tu victoria dicen, sin
embargo, 'Ven, Señor, Jesús', acaba la obra que has
comenzado, no tardes que el mundo necesita la verdad, la justicia y
el amor, que el mundo necesita que 'la justicia y la paz se besen'
y comiencen 'las bodas del Cordero', la fiesta de la vida para
todos. Son las lágrimas y los dolores que empapan la tierra los que
gritan con dolores de parto para que la semilla plantada ya con la
vida, muerte y resurrección de Cristo dé a luz la vida plena de los
hijos de Dios. Es la oscuridad persistente del pecado la que necesita
que la luz ilumine todos los rincones con su verdad compasiva. Es la
sed de esta tierra reseca de esfuerzos sin resultados aparentes la
que necesita que el río de agua viva dé fecundidad a la historia.
Aquí nace el grito “Ven, Señor, Jesús”. Tú que fuiste
odre para las lágrimas de los pobres, tú luz de luz, tú el que da
el agua de la vida, ven y consuma el dulce encuentro del amor.
Es justamente porque en Jesús la historia se ha
culminado felizmente y el creyente la ha pregustado en su relación
con él, por lo que anhela para sí y para todos el abrazo final
donde Dios sea 'todo en todos' (1Cor 15,28), el abrazo donde
todo esté unido en un mismo cuerpo amado, el cuerpo del Hijo.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
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