20. ¿QUÉ TIENE DE ESPECIAL LA HISTORIA DE JESÚS?
Como vimos en la pregunta 7, Jesús se comprendió a sí
mismo como heraldo del Reino que llegaba, pero no sólo en sentido
indicativo (una señal que apunta por donde viene), sino como lugar
donde este Reino daba señales de su presencia. Dios llegaba con los
bienes mesiánicos esperados (paz, abundancia, protección,
libertad...). Ahora bien, la actividad de este Reino y sus bienes
requerían la aceptación de los gestos de Jesús y la conversión a
su forma de existencia. Y aquí aparece lo insólito: Jesús pedía
en la práctica que la aceptación del Reino se hiciera a la par que
la aceptación de su persona. Sólo se participaba en el Reino de
Dios que llegaba si se aceptaban los gestos y palabras de Jesús.
Esto significaba que Dios en su presencia última se daba a sí mismo
y otorgaba sus bienes en Él. Por eso, la decisión ante Jesús se
convertía en decisión ante Dios mismo.
Jesús
había ofrecido muestras de una relación con Dios única cuando le
llamaba 'Abba'
(padre) con una intimidad inusitada, o cuando se consideraba como el
Hijo (Mt 11,27), o cuando ofrecía lo que sólo podía ofrecer Dios y
hacía lo que sólo Dios podía hacer: perdonar, situarse por encima
de la Ley... a través de sus palabras y sus gestos.
Cuando
sus discípulos, después de la resurrección, le descubrieron
participando de la misma vida de Dios, fueron comprendiendo su
misterio íntimo, al recordar y re-actualizar lo vivido con una
mirada elevada por este acontecimiento. Entonces se dijeron: En
verdad
Jesús era Emmanuel
(Dios-con-nosotros), en
verdad
su acogida a los pecadores era el perdón mismo de Dios en la
historia, en
verdad
su palabra era la verdad por encima de toda verdad, en
verdad
su mesa era el banquete de Dios, en
verdad
su vida era la presencia de Dios entre nosotros. Llegaron
a comprender que incluso su cruz era el lugar donde había quedado
manifiesto para siempre que el hombre vive preso del pecado y que ha
expulsado a Dios de su misma historia, pero que en la muerte de Jesús
se daba Dios mismo otorgando luz para ver y perdón para volver (2Cor
5,19).
Por eso los discípulos después de la resurrección
comenzaron a llamarle Señor, como se decía de Dios. Comenzaron a
considerar que participaba de su misma vida y que por eso podía
ofrecer su presencia y sus bienes. Comenzaron a considerar que esta
participación era la verdad última de las oraciones hechas de Hijo
a Padre (Mt 11,27; Mc 14,36) y de Padre a Hijo amado (Mc 1,11; 9,7),
llegando a afirmar su unidad en la distinción (Jn 17,22).
La
resurrección meditada con el espíritu de Jesús, hizo comprender
que Jesús podía ofrecer el Reino, la salvación, porque él mismo
contenía en sí la vida de Dios. Afirmarán entonces los suyos
que 'sólo
en este hombre hay salvación'
porque en él Dios se ha dicho del todo dándose del todo (Hch 4,12).
Ya en el siglo IV, en el Concilio de Nicea frente a
algunas explicaciones de la vida de Cristo que hacían de él una
criatura más y, por tanto, arrancaban la posibilidad de encontrar y
recibir de él mismo la misma vida de Dios como salvación, la fe de
la Iglesia dirá que Cristo es 'de la misma naturaleza que el
Padre (consustancial)', y que, por tanto, en él se conoce y se
recibe definitivamente a Dios mismo de una vez por todas. Un siglo
después se verá la necesidad de decir que este Cristo que nos trae
la salvación de Dios y que es consustancial a Él no es otro que el
Jesús hombre que vivió la historia humana, sin que ésta quedara
reducida o fuera aparente. Jesucristo es 'verdadero Dios y
verdadero hombre', dirá al concilio de Calcedonia. Se afirma
así no sólo quién es Jesús como Hijo de Dios y hermano nuestro,
sino que el hombre encuentra su plena humanidad cuando se deja
habitar por la presencia de Dios y que esta divinidad se ha
manifestado como misterio de compasión y hospitalidad suprema hasta
el punto de acoger como suya propia la frágil y caduca naturaleza de
los hombres. De esta manera, se decía con la lógica de la
argumentación especulativa, que la libertad del hombre no tiene que
tener miedo a la presencia de Dios en él, y que lo humano, la carne,
no es una realidad degradante que hay que rechazar en beneficio de lo
divino, sino algo digno de Dios mismo.
En Jesús aparece, por tanto, la revelación de la
verdad de Dios que es en su interior misterio de amor paterno-filial,
sostenido y fecundo en el Espíritu Santo, y que ha querido compartir
su vida haciendo de ella hogar eterno para la humanidad. Al ver la
humanidad de Jesús en el espacio del Hijo eterno de Dios sabemos que
allí todos tenemos lugar (Jn 14,1-3). Además se revela cómo queda
sellada para siempre la oferta de salvación de Dios, ya que en su
Hijo encarnado se ha autodefinido como acogida y perdón, futuro y
plenitud de toda la humanidad de forma definitiva.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
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