10. ¿VINO JESÚS A DECIRNOS QUE TENÍAMOS QUE AMAR?
Aun a riesgo de contradecir la idea que machaconamente
hemos metido en nuestra mente y corazón, tenemos que afirmar que
Jesús no vino a decir que teníamos que amarnos. Esto es algo que el
pueblo de Dios, y no sólo él, ya sabía. Cuando le preguntan por
el mandamiento principal no dice nada nuevo: 'Amarás a Dios,
amarás al prójimo' (Mt 22,34-40). Jesús no enseña los
mandamientos, no necesita hacerlo porque son sabidos. Él los acepta
como forma de vida justa y querida por Dios. Lo más propio de su
enseñanza se sitúa en otro lugar. Si nos guiamos por su forma
típica de hablar (parábolas y bienaventuranzas), parece que lo
definitivo no es la cuestión moral o, dicho de otra manera, lo que
el hombre hace, sino la cuestión teológica, es decir, lo que Dios
está haciendo. Sólo después de comprender y vivir en el interior
de la acción de Dios, el hombre puede preguntarse por su forma de
vivir. La cuestión aparece clara en el episodio donde un joven busca
a Jesús (Lc 18,18-30). Los mandamientos ya son su forma de vida y
ante esto Jesús no tiene nada que decir sino que está bien, y sin
embargo algo falta. No se trata de otro mandamiento: “no poseerás
nada”, como una lectura superficial daría a entender. Se trata de
entrar en el seguimiento de Jesús, donde todo quede definido por lo
que Dios mismo está haciendo en él. En este sentido el verdadero
mandamiento de Dios es Jesús mismo, su vida. En él se encuentra la
forma que Dios quiere dar al hombre y al mundo.
Toda la acción (obras y palabras) de Jesús está
encaminada a crear una confianza radical en que el Dios que creó al
mundo y lo sostiene (Lc 12,22-34), que guio y alimentó al pueblo en
otro tiempo, el Dios que parecía dormido o secuestrado por el poder
del mal es Señor de la creación, pastor de su pueblo y está
comenzando a mostrarse como rey soberanos que no deja espacio en su
Reino a nada que oprima al hombre. Frente a su soberanía, el poder
del mal se sabe vencido de antemano (Mt 5,1-8). Se hace relativo el
poder del pecado, pues no tiene fuerza para agotar la misericordia de
Dios siempre renovada (Lc 19,1-10), se hace relativo el poder de los
méritos humanos que nunca pueden dar nada a Dios que Él no haya
dado antes y con sobreabundancia. Ahora Dios comienza a hacerse todo
en todos los que acepten el reto ante el que les pone la misma vida
de Jesús. Ni pobreza ni dolor, ni persecución, ni muerte... pueden
separar al hombre de Dios mismo si se entrega con fe a este Dios
manifestado en el derroche de amor de Jesús por los caminos de
Galilea.
Jesús dedicó su vida entera a descubrir y vivir este y
de este amor dado; a mostrar su presencia y aceptarlo con alegría,
aun avergonzadamente por inmerecido; a enseñar a dejarse amar por
Dios en un mundo donde el pecado nos ha convencido de que hemos de
ganar este amor y podemos perderlo.
Sólo quien aprendió esto dejándose habitar entero por
el espíritu de Jesús sabría lo que significaba “amaos como yo os
he amado” o “amad a vuestro enemigo” (Mt 5,43-48). Por eso sólo
es posible vivir estos mandamientos (excesivos, imposibles,
absolutamente desmesurados para el hombre) cuando éste se deja
habitar por el impulso de vida que acompaña la presencia del reino
de Dios. Sin él son palabras vacías. Quien no se deja habitar por
la misma vida de Dios que se da a sí mismo, confiado enteramente en
ella, sabiendo que todo está ganado de antemano en Él, no puede
sufrir el odio de los enemigos sin que éste le contagie, no puede
amarlos. Sólo quien ha aprendido a vivir radicalmente del amor dado
de Dios, amor inagotable, puede amar más allá de todo mandamiento,
puede amar con libertad incluso cuando es apresado bajo las garras de
la violencia. Jesús no nos da, por tanto, un mandamiento más, sino
que con su misma vida nos da a Dios mismo como manantial inagotable
donde el amor verdadero puede nacer.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
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