viernes, 11 de enero de 2019

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 0


Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas
y en sombra de muerte
y guiar nuestros pasos por el camino de la paz.
(Lc 1, 78-79).

INTRODUCCIÓN

Nos disponemos a presentar en forma de preguntas y respuestas el misterio de la vida de Jesús. Nadie, sin embargo, puede decir del todo quién es otro, como tampoco y más radicalmente aún podemos decir totalmente quiénes somos nosotros mismos. Encontramos a los otros en la medida en que nos abrimos a la manifestación de su misterio más allá de lo externo y lo sabido, cuando les dejamos ser ellos mismos, aunque a veces, casi sin darnos cuenta, los reduzcamos a nuestra propia perspectiva o interés. Por tanto, nuestro camino será necesariamente una cierta apertura para dejar a Jesús ser él mismo sin reducirlo rápidamente a lo conocido, a lo significativo para lo que ya somos o a lo adaptable a nuestras formas actuales de vivir y pensar. Al terminar el trayecto que ahora nos disponemos a comenzar, quizá estemos más cerca del personaje, pero su vida será siempre suya y no nuestra, habrá una profundidad de su persona no agotada ni reducible a lo que nosotros queramos que sea.
Además, con Jesús nos encontramos con un problema añadido, y es que quiso reflejar el misterio mismo de Dios. Tanto es así que los suyos terminaron por confesarle como Hijo de Dios, perteneciente al ámbito divino aun sin perder la humanidad que habían conocido. Esta presencia del misterio de Dios en él reduplica la hondura inagotable de su ser y en algún sentido hace que nuestras palabras sean débiles para la descripción, pues Dios es justo aquel a quien de ninguna manera podemos controlar con nuestros sistemas de medidas y análisis. Su misterio sólo se comprende finalmente en una relación personal, por eso sólo quien participó de ella otorgando confianza y seguimiento a los pasos de Jesús podrán hablar de él con verdad.
Nosotros, ¿de qué Jesús vamos a hablar? Presentaremos no sólo al Jesús que un espectador escéptico y descomprometido pudo ver mirando de lejos cómo actuaba y qué decía, sino al que conocieron los que se dejaron llevar por su forma de ser y de actuar. Éstos vieron los mismos hechos, pero comprendieron su profundidad desde dentro. Éstos afirmaron que al igual que Jesús vivió a su lado por los caminos de Galilea, en la actualidad vive con los que se abren a su presencia, escuchando la memoria de su vida y siguiendo sus huellas.
Hablaremos, por tanto, de un Jesús que vivió humano entre los humanos, pero que vive también participando personalmente de la vida de Dios. De un Jesús que es pasado y que es presente. Que tiene capacidad para atraer por lo que hizo y dijo antaño, así como capacidad de dar esperanza por lo que ofrece hogaño. Que tuvo presencia en un ayer puntual de la historia, pero que de la misma manera se presenta en nuestro hoy como vida personal que genera libertad, comunión y justicia en quien lo acoge.
Hablaremos así del Jesús que conocieron y conocen los cristianos que es mayor que el Jesús que presentan los historiadores, sin que esto suponga contradicción. La base de nuestra reflexión serán los evangelios que, juntos, son sin duda la forma más profunda de exposición de su misterio en forma narrativa. Por eso será conveniente que el lector se detenga en las citas que se apuntan a lo largo del texto.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 1


1. ¿POR QUÉ PREGUNTAR(SE) POR JESÚS?

Cuando preguntamos por alguien aceptamos el reto de entrar en un mundo nuevo. Esa persona aparece ante nosotros invitándonos a conocerla, a comprenderla, a reconocerla yendo más allá de nuestro pequeño mundo. A medida que vamos conociendo datos de su vida, la pregunta se vuelve hacia nosotros: «y tú, ¿qué dices de mí?».
En el relato bíblico de los orígenes, el hombre debe poner nombres a la realidad que va apareciendo ante sí (Gn 2,19). Poner un nombre, decir con verdad qué es lo que tenemos delante o quién es el que nos sale al encuentro es una obligación de vida. Por ello es necesario respetar el valor de las cosas y personas en sí mismas y no sólo mirarlas desde lo que pueden ser y quiere uno que sea para él. Sabemos que podemos dar nombres falsos, decir las cosas con error o con mentira y así crear mundo irreales o perversos. Por eso, cada día hemos de vivir con los ojos abiertos y la humildad de quien acepta que la realidad está habitada por una grandeza mayor que nuestras palabras y definiciones, y que preguntar es abrir las puertas para que esta grandeza vaya mostrándose y enriqueciéndonos cada día más.
En este sentido, la pregunta por Jesús debería formar parte de nuestras reflexiones culturales. No se puede pasear por las calles de nuestras ciudades sin encontrar huellas de su nombre, de su herencia, de su paso. No se pueden leer los libros de nuestras bibliotecas sin encontrar referencias a su vida y a sus palabras, aunque a veces ya no se reconozcan. No se puede contemplar el arte de nuestra historia sin toparse con su cuerpo representado en mil formas diferentes. No podemos entrar en nuestro interior sin descubrir cercana o lejana, buscada o no su presencia esté viva o muerta. Quizá en los días de este nuevo siglo su imagen aparezca como aquellos restos arqueológicos cubiertos por las soberbias construcciones humanas, pero ahí está en el subsuelo de nuestra cultura y de nuestra vida.
Jesús vive, por tanto, como un permanente 'rumor' que busca quien pregunte por él para decir su verdad en un diálogo amistoso. Vive como 'imagen' que busca una retina que se fije con paciencia y aprecie la belleza escondida de su rostro. Vive como 'extraño compañero' que busca un corazón que reconozca el anhelo de vida que le habita y quiera aceptar un poco de agua viva en las fuentes de su ser.
Y esto vale para los creyentes que le conocen y que, sin embargo, deben preguntarse si no lo han apresado en sus inercias de vida deformando si íntimo misterio. Y vale para los que ya no creen, que pueden preguntarse si lo que abandonaron no fue simplemente una caricatura. Y vale igualmente para los que le rechazan porque en la lucha contra él pueden ser vencidos por la luminosidad de su verdad.
Preguntarse por Jesús es preguntar por su historia antes que por nuestros sentimientos frente a él, es dejarse acompañar por sus palabras y sus gestos, por su acción y su pasión, y dejarse interrogar por lo descubierto. Preguntarse por Jesús es preguntar también por qué tantos le han entregado su vida, por qué tantos le han perseguido, quién es éste que ha centrado la historia con su nacimiento, cuál es el misterio de su persona.
Finalmente, tendríamos que decir que preguntar por Jesús será dejar que nuestras preguntas sobre él pasen a ser preguntas sobre nosotros mismos frente a él.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 2


2. ¿DÓNDE PODEMOS ENCONTRAR A JESÚS?

Como hemos dicho, sus huellas se esparcen por todos los rincones de nuestra vida: los exteriores sociales y los interiores personales. Pero, ¿encontramos en algún sitio una imagen concreta, asequible y veraz de su persona? Los textos del Nuevo Testamento, en especial los evangelios, nos ofrecen esta imagen. En ellos se nos presenta la figura de Jesús. No en forma de reportaje periodístico, ni como una crónica histórica que apunte cada paso y cada lugar, cada día y cada acción, sino como testimonio de aquellos que habiendo compartido vida con él, recogen los recuerdos e impresiones, las palabras y las acciones que hicieron imborrable su persona, y los ordenan intentando mostrar su lógica y su sentido a partir del final, cuando ya está todo dicho y hecho. Tenemos allí el testimonio de quienes no sólo fueron fríos espectadores de hechos vistos en su exterioridad, sino el de los elegidos por Jesús para conocer el corazón de su vida, sus intenciones y su misión, y compartirla. Son éstos los que contaron, los que tras su muerte pusieron en circulación la historia de Jesús. Conociendo los hechos y el espíritu que los habitaba, los narraron según su propio carácter, perspectiva y situación. Así, poco a poco, la figura de Jesús fue apareciendo con múltiples retratos como podemos apreciar en los relatos de los cuatro evangelistas.
Algunos han puesto en duda la verdad histórica de estos relatos debido a que a veces parecen excesivos en sus afirmaciones, increíbles en sus narraciones, contradictorios entre sí o demasiado adaptados a la vida de las comunidades posteriores. Incluso han llegado a hablar de la vida de Jesús como un invento total, pero una y otra vez en los especialistas vuelve a aparecer la confianza en la veracidad global de los evangelios. No aquella credulidad fundamentalista de los que se encierran en sus prejuicios sin querer escuchar las críticas, sino la de quien acepta los retos y provocaciones, y busca más hondo. Si a lo largo de los dos últimos siglos se ha puesto en duda casi todo de la vida de Jesús, hoy los mismos investigadores miran con una confianza renovada. Podemos descubrir -nos dicen- la figura histórica de Jesús en esos textos, aunque haya que aceptar que presentan una historia envuelta en la fe de los que le siguieron. A los que vieron, oyeron y tocaron no les importó añadir datos, transformar alguno de ellos, recomponer situaciones para expresar la verdad honda de lo que habían vivido, para ofrecer una imagen exterior de lo que sucedía en el interior de Jesús y de sus relaciones, para dejar constancia de lo que ellos habían comprendido: que en Jesús Dios mismo había visitado la historia de los hombres.
Dos datos nos invitan a la confianza global en la fidelidad de estos relatos a la historia de Jesús. El primero es la investigación histórica de los últimos siglos. De ningún otro texto religioso se han puesto en duda con críticas tan radicales la verdad de su protagonista y, sin embargo, la misma investigación reconoce la fuerza con que se sostiene y se levanta frente a toda crítica la figura de Jesús allí presentada. Para ello, eso sí, ha de rechazarse una lectura fundamentalista que pretendiera que cada afirmación evangélica corresponda a un dato históricamente concreto de la vida de Jesús. Quizá podamos decir que los que han dado por muerto el texto evangélico como ámbito de conocimiento histórico, le han visto recobrar la vida al paso de una generación. El segundo es que hoy podemos encontrar testigos que nos dicen con su vida que el Jesús de los evangelios es real. Testigos que son capaces de entregar la vida entera para dejarse habitar por el Jesús allí ofrecido y que así hacen presentes sus sentimientos y palabras, sus gestos y su misión. Ellos, como Andrés a su hermano, nos dicen: “Hemos encontrado...” (Jn 1,41). Y nosotros, como ellos, podemos acercarnos y ver pasar su figura de lejos o de cerca, actualizándola y confiándonos a ella.
Jesús acepta ser sólo una figura histórica que nos ayuda a pensar nuestra humanidad, pero busca ser un hermano, un amigo con el que descubramos el gran misterio de la vida que no es sino el amor de carne y hueso, de barro y Espíritu de Dios para con nosotros. Para ello se nos presenta como un hombre de la historia, personaje pasado que aparece en la carne de las palabras evangélicas que pueden ser hojeadas al ritmo de cada cual.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 3


3. ¿QUÉ APORTA LA IGLESIA PARA ENCONTRAR A JESÚS?

Hay que decir que no hay Jesús sin Iglesia. O mejor, que sin Iglesia Jesús se habría quedado enterrado entre las ruinas de la historia. Sin la Iglesia no podemos llegar a él ni siquiera como un personaje histórico con unos mínimos rasgos personales. Ya hemos dicho que son los evangelios los que nos ofrecen la figura de Jesús, pero estos textos han sido compuestos y conservados en la Iglesia para su propia vida. Son fruto de su misma existencia, que pone por escrito los recuerdos sagrados de los que vive y celebra como presentes en sus sacramentos. Bastaría decir, como ha afirmado algún estudioso, que ni los sacerdotes del templo, ni Pilato, ni los que le vieron y le dejaron pasar de largo nos ofrecen nada para llegar a él. Sólo los suyos, su Iglesia, quisieron unir a su presencia viva que sentían cercana la historia vivida con él en los caminos de Palestina. Historia en la que habían palpado la verdad y la bondad de Dios. Por otra parte, fue la Iglesia la que discernió entre historias fidedignas de Jesús que acogió y ofreció como vinculantes (los cuatro evangelios), y otras no aceptables porque deformaban la vida de Jesús o simplemente eran fruto de leyendas piadosas de buena voluntad (incluso si contenían algún dato histórico). Pero además de esta 'primera' Iglesia, la Iglesia 'actual' ofrece la posibilidad de convertir el encuentro con un personaje histórico en una relación viva con él. En ella las palabras sobre Jesús cobran aliento de vida, y el recuerdo de Jesús puede convertirse en relación personal con él.
Con la Iglesia y en la Iglesia podemos descubrir no sólo las palabras de Jesús sino su voz, no sólo su recuerdo sino su compañía, no sólo sus historias de humanidad nueva sino su Espíritu de renovación activa. Junto a los que le confiesan vivo podemos leer su historia y ver cómo se hace presente hoy. Es ésta la misión que Cristo encomendó a su Iglesia y, a pesar de sus errores, aquellos que consiguen superar el antiguo prejuicio (¿es que de Nazaret puede salir algo bueno?) podrán descubrir, en esta pequeña tierra nazarena que es la Iglesia, la buena noticia del Evangelio de Jesús.
La segunda generación de cristianos vio a Jesús de la mano de Pedro, de Felipe, de los primeros testigos... y fueron dichosos sin haber visto a Jesús (Jn 20,29). Jesús sigue atado a aquella promesa suya de no abandonarnos (Mt 28, 20) y, a través del texto evangélico y de sus discípulos que lo ofrecen con fe, sale al encuentro del hombre para proclamar de nuevo las bienaventuranzas.
Existe un antiguo relato en el que Felipe, uno de los apóstoles, es llevado por el Espíritu hasta el carruaje de un hombre que leía sobre Jesús sin llegar a comprender. Una vez allí, se hace invitar por él para, con paciencia y humildad, contarle la vieja historia de Jesús (Hch 8, 26-40). Ésta es la misión de la Iglesia. Sin ella desgraciadamente Jesús se va diluyendo entre las incomprensiones y los intereses de los hombres. Es Jesús mismo quien parece no querer darse a conocer si no es por los suyos, aunque tenga que aceptar que son sólo un pálido reflejo de su grandeza.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 4


4. ¿DÓNDE Y CUÁNDO VIVIÓ JESÚS?

Jesús vivió bajo la ley política del imperio romano en tiempos delos emperadores Octavio Augusto y de Tiberio en plena 'pax romana'. Pasó la mayos parte de su vida en la región de Galilea, en los márgenes insignificantes de este Imperio. Se trataba de una región fértil con una población fundamentalmente rural, aunque la renovación urbanística que realizó Herodes Antipas, rey de Galilea, durante la mayor parte de la vida de Jesús, de algunas ciudades como Séforis o Tiberiades, hizo que una parte de la población pudiera haber tenido tareas no relacionadas directamente con la agricultura. Por otra parte, algunos pueblos y ciudades de la costa del mar de Galilea, como Magdala o Cafarnaún, poseían una actividad pesquera y de salazón importante. Jesús, por tanto, se movió entre gente muy heterogénea en razón de las distintas actividades que les ocupaban. Por otra parte, aunque la población era mayoritariamente judía, sus fronteras con poblaciones extranjeras y la antigua ocupación de esa tierra por hombres venidos de otros pueblos hacía que hubiera una presencia pagana significativa, quizá no tan numerosa como da a entender el calificativo de Galilea de los gentiles, nacido en otros momentos de su historia.
Se trataba de una población con una fuerte conciencia religiosa que dio origen a varios movimientos de resistencia y liberación político-religiosa a lo largo de los años en torno a la vida de Jesús. Sin embargo, los movimientos fariseos o de la aristocracia sacerdotal no tenían una especial relevancia en esa zona, pues su influencia radicaba sobre todo en Judea, principalmente en Jerusalén. Junto con la transmisión familiar de la fe, las sinagogas, en las que se leía la Ley y se discutía sobre ella, eran los espacios fundamentales de la configuración socio-religiosa del pueblo.
Como todo el perímetro mediterráneo, Palestina estaba controlada por la política romana que ofrecía un orden social básico permitiendo un desarrollo socio-económico importante y una vida social sin especiales violencias, a no ser las que aplicaba con mano de hierro el poder para mantener la dominación. Se trataba, por tanto, de una paz que se pagaba con gravosos impuestos y al precio del sometimiento radical. No obstante la vida religiosa judía podía desarrollarse sin apenas problemas.
Jesús desarrolló su actividad de forma itinerante, desplazándose por las aldeas y ciudades de Galilea y utilizando algunas cosas de simpatizantes como centros de su misión. Cafarnaún parece haber tenido una especial relevancia en este sentido. Su actividad podría haber durado un año, el 27 o el 28 (después de Cristo, claro está) según el actual cómputo de la historia, aunque algunos datos indicarían un ministerio más largo de unos dos o tres años. En este momento tendría unos 30 años, sin que podamos precisar exactamente su edad. Después de unos meses en esta zona y de alguna visita a territorio pagano, se dirigió hacia Jerusalén, centro simbólico de la identidad judía, para culminar su misión ofreciendo el Reino allí donde Dios mismo había prometido convocar finalmente al pueblo para hacerle partícipe de la victoria de su manifestación final. Algunas ciudades de sus alrededores como Betania o Efraín le sirvieron de base misionera en esta etapa. Es posible que subidas previas de Jesús al desierto de Judea para retirarse en oración, o a Jerusalén para celebrar la Pascua, hubieran dejado conocidos que después le habrían servido de apoyo en su misión.
Su muerte se produjo a la misma velocidad que su vida pública, cuando su actividad en Jerusalén se hizo más relevante y, por tanto, provocadora. Algunos han calculado que habría muerto el viernes 7 de abril del año 30, justo antes de Pascua.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 5



5. ¿ALGUIEN ESPERABA A JESÚS?

Jesús nace en un pueblo que cree firmemente que Dios guía la historia y que lo hace para dar a sus elegidos una tierra donde puedan vivir sin carencias ni amenazas, en armonía y paz. Este espacio de vida está descrito en los textos del AT con muchos símbolos, entre los cuales 'tierra prometida, nueva Jerusalén, cielos nuevos y tierra nueva, reinado de Dios' son especialmente relevantes. Dios llevará al pueblo -lo ha prometido- a una tierra nueva que aún no existe y que está definida por las bendiciones del cielo.
Además, el pueblo de Israel ha experimentado cómo Dios le conduce a través de hombres que dirigen, protegen y orientan al pueblo: de Moisés a los reyes, de los jueces a los profetas, de los sacerdotes a los sabios un amplio grupo de hombres han sido elegidos para representar de múltiples formas el pastoreo de Dios mismo sobre el pueblo. Sin embargo, la fe del pueblo ha aprendido, a golpe de malas experiencias, que sólo Dios es un pastor bueno y justo, sin sombra de intenciones ambiguas (Salmo 23). Si sus elegidos podían guiar un trecho del camino hacia esa nueva tierra, nunca se llegaba finalmente y algunos de ellos traicionaban visiblemente su misión (Ez 34). El peso de la vida con sus sufrimientos, injusticias y violencias... y la habitual amarga frustración frente a los líderes, había creado en el pueblo una expectativa más amplia: la esperanza de una presencia de Dios mismo como guía del pueblo o de un nuevo pastor fiel a su palabra y compasivo con los pequeños (Salmo 72); la esperanza de una vida en la que ni el llanto ni la muerte tuvieran poder, donde todo enemigo del pueblo y de la paz fuera desarmado y vencido (Is 9,1-6). Esto es lo que se ha venido a llamar esperanza mesiánica, que se expresa en los textos bíblicos de muchas formas y que vivía en la mente de los contemporáneos de Jesús con unos contornos más o menos definidos y con más o menos fuerza según grupos.
Lo que sí parecía claro es que Dios actuaría con fuerza, como Señor y rey soberano que somete a toda realidad contraria para traer la paz. Humillaría a sus enemigos -los enemigos del pueblo-, vengaría las injusticias cometidas con los pobres y daría a los suyos un corazón nuevo donde su ley naciera sin oposición, haciéndose una con la misma vida del hombre, resistente a los engaños del pecado (Jr 31, 31-34). Algunos, en los años anteriores y posteriores a los que Jesús saliera a la luz pública, habían dicho: 'ya está aquí, seguidme', y habían amotinado al pueblo contra los ocupadores romanos, pero su fracaso manifestará que no era en ellos donde nacía la esperada soberanía de Dios. Otros, como Juan el Bautista, invitaban a prepararse con urgencia, pues era inminente la llegada del juicio transformador de Dios. Otros, como las comunidades esenias de Qumrán, se retiraban de la sociedad establecida para crear ese mundo nuevo y ofrecerse como espacio donde Dios pudiera habitar, ya que su pueblo y su templo se habían hecho indignos de Él.
En este ambiente apareció Jesús. 'Discreto' en un principio como quien surge del mundo cotidiano e irrelevante de la gente común, 'exuberante' como heraldo que convoca a todos en las plazas de los pueblos y en lo alto de los montes para recomenzar esta vieja historia ahora bajo la soberanía recreadora de Dios.
¿Era Jesús el Mesías al que esperaba el pueblo de Israel? Si se responde que sí hay que añadir que lo esperaban en otra forma, tan distinto que mayoritariamente no lo reconocieron. Si se dice que no hay que añadir que en él se daba respuesta a los anhelos profundos que habitaban las experiencias mesiánicas tal y como alguno descubrieron. El mismo Jesús, que dejó que lo consideraran Mesías, parecía, sin embargo, contradecir las expectativas. Sus discípulos irían descubriendo que lo que anhelaba su corazón estaba envuelto en miedos y prejuicios, y que sólo Jesús sabía revelarlo verdaderamente. Irían descubriendo que los deseos primeros de los hombres son demasiado estrechos de miras y viven de la pequeñez y la angostura del corazón humano. Irían descubriendo que sólo dejándose guiar por Jesús reconocían el mundo nuevo y gozoso que esperaban de Dios, su reinado de verdad y vida (Jn 6, 67-69).
De esta manera, muchos que creyeron al principio que Jesús era el Mesías, lo abandonaron a mitad de camino cuando no actuó según sus expectativas mesiánicas. Sólo algunos que resistieron, con la fascinación y las dudas luchando en su corazón, descubrieron que la presencia de Dios es más grande que lo que nos imaginamos aun cuando se presenta por caminos tan pequeños que ni siquiera parecen dignos de un simple buen judío.
Hoy mismo siempre esperamos a Dios y desearíamos a Jesús según nuestra lógica y deseos, pero éstos también deben dejarse vencer para que descubran la fuente que los alienta de fondo. También hoy existen mesías y mesianismos que dicen 'venid, soy yo', pero la prueba de fuego para todos es, como veremos, no sólo si saben vivir para crear vida, sino si saben morir dando vida. He aquí lo que resultó escandaloso finalmente: un Mesías crucificado. Pero de esto habremos de hablar más adelante.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 6


6. ¿QUÉ HIZO JESÚS CUANDO NO HIZO NADA QUE SEPAMOS?

Realmente sabemos muy poco -casi nada- de la vida de Jesús antes de que iniciara su actividad pública. Ni siquiera de la primera infancia, de la que poseemos los relatos de Mateo y Lucas, podemos decir mucho. Estos relatos son fundamentalmente una forma narrativa de adelantar lo que iba a ser Jesús y sintetizar, a modo de prólogo, su vida entera. Algo así como la obertura de una zarzuela que se compone de pequeños retazos de lo que van a ser las melodías principales de la obra. En ellos se mezclan datos posiblemente históricos con una lectura del misterio de Jesús de su vida, de su muerte y de su resurrección a la luz del AT.
Más fiables históricamente parecen las referencias indirectas a esta etapa que encontramos en su ministerio público. A partir de ellas podemos decir que vivió en una familia amplia y bien integrado socialmente, que la ciudad donde pasó la mayor parte de su vida fue Nazaret, en la que era conocido aunque sin poseer especial relevancia (Mc 6, 1-3). También que trabajó como obrero manual aunque no sabemos si por cuenta propia o como contratado. Sabemos que por esos años de vida oculta, el crecimiento de algunas ciudades circundantes, como por ejemplo Séforis, fue especialmente significativo y podría ser probable que hubiera trabajado no sólo en su ciudad sino también en estas otras. Si esto es así, habría tenido un domicilio fijo sólo relativamente. Pese a mostrar una sensibilidad especial para la contemplación de los ritmos de la naturaleza, como se observa en sus parábolas, no parece que haya trabajado ni como agricultor o ganadero ni como pescador. Su formación es importante, ya que podrá discutir en sinagogas o espacios públicos con los maestros de la ley, fariseos y saduceos, a su misma altura. Es posible que hubiera frecuentado ámbitos de renovación espiritual, tanto locales como más amplios, en especial el movimiento en torno a Juan el Bautista. Lo dicho lo sitúa, por tanto, como un hombre más entre los suyos.
Si ahora preguntáramos a partir de la actividad que desarrolló después de su bautismo y nos fijáramos en la experiencia religiosa personal que deja entrever en su actividad podríamos decir que Jesús durante su vida oculta se dedicó a dejar que Dios mismo habitara y configurara su humanidad hasta hacerla cuerpo suyo. Durante mucho tiempo, en la Iglesia hemos pensado que la humanidad de Jesús era una especie de superabundancia habitada por el poder y la sabiduría de su divinidad, de tal manera que todo lo sabría y lo podría en cada uno de los momentos de su vida histórica, aunque escondiera estas cualidades por simple humildad o táctica. Sin embargo, Jesús fue verdaderamente hombre y tuvo que aprender a vivir su humanidad para hacerla como Dios quería. Esto lleva tiempo, ya que el hombre es un ser histórico. No se trata de pasar de una mala humanidad (defectuosa, pecadora) a una buena, sino de construir una humanidad que pudiera transparentar la presencia de Dios. Esto supone que hubo de ir configurando la sensibilidad la forma de pensar, la forma de mirar, la forma de actuar... al contacto con la realidad del mundo que poco a poco le salía al encuentro en su vida temporal. Esto es lo que hizo Jesús en su vida oculta: dejarse modelar por la presencia divina en él, mientras su humanidad se iba formando al contacto con la vida cotidiana. Así es como posteriormente en la vida pública podrá aparecer su mirada como mirada de Dios, sus pasos como pasos de Dios por este mundo, sus gestos como mano tendida de Dios mismo, sus sentimientos como tristeza o alegría, compasión o cólera de Dios... y su humanidad entera como espacio de encuentro del hombre con Dios.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 7


7. ¿CÓMO Y DÓNDE INICIÓ JESÚS SU ACTIVIDAD PÚBLICA?

Parece que Jesús inició su andadura pública en entorno de Juan el Bautista, así lo afirman los cuatro evangelios. Éste se había retirado al desierto para anunciar la llegada del Reino de Dios, de su soberanía final sobre todos los poderes. Por tanto de su juicio último, y ofrecía a los israelitas la última oportunidad de convertirse antes de que éste se hiciera presente. Dios tenía que culminar la obra que había puesto en marcha al crear el mundo y elegir un pueblo, debía revelar lo escondido a los corazones, hacer justicia a los oprimidos, aniquilar el poder del mal y echar al fuego la cizaña de la historia. Ahora los israelitas estaban convocados por Juan a reconocer la verdad de su pecado y arrepentirse. Tenían todavía un tiempo de gracia otorgado por Dios para renovar su fe y su vida. El signo de esta conversión era el bautismo, al que se entregaban de manos de Juan. Después sólo quedaría la soberanía de Dios, que no admite el pecado en su presencia.
Jesús participa de este ambiente de espera inminente del Reino de Dios. Se sitúa entre todos aquellos que saben reconocer su pecado y entran en el agua del perdón como signo de que Dios debe purificarles y hacer de ellos hombres nuevos (Salmo 51). A los primeros cristianos les costará comprender esto. ¿Por qué -se preguntarán- el Justo, el Señor, el Hijo participó en este rito de purificación? ¿Acaso lo necesitaba? Tendrán que aprender a mirar desde el final de su vida y reconocer cómo Jesús, el Justo, asumió en su mismo cuerpo el peso de la historia de pecado para acompañarnos y guiarnos desde ella, incluso si suponía ser considerado pecador él mismo. Tendrá que reconocer que el Cristo de Dios no repudiaba mezclarse con los pecadores para hacerles sentir la misericordia de Dios. Tendrán que descubrir que el Hijo entró en los infiernos de la condición humana para buscarnos, 'pasando por uno de tantos', rebajándose para mostrar que Dios nunca estará ya lejano.
En un determinado momento, sin embargo, Jesús dio un giro y comenzó a predicar, con una pasión y autoridad inusitada que este Reino alboreaba, que estaba a las puertas, que ya asomaba y que se le podía percibir en pequeños brotes de vida aparecían en sus propias acciones. Alzó la voz y dijo: 'El Reino de Dios está cerca, convertíos y creed en el Evangelio' (Mc 1,14-15). Evangelio, buena noticia; pero, ¿cuál era la buena nueva?, ¿no habría más bien que tener miedo del juicio que llegaba? ¿Por qué era una buena noticia si pillaba a casi todos a pie cambiado, sin todavía una vida suficientemente justa? Jesús no se dirigirá sólo a los que ya estaban preparados, sino a todos. Quería congregar a todo el pueblo recogiendo especialmente a las ovejas perdidas de Israel, a los pecadores. Porque el Reino que llegaba con él no traía exclusivamente una sentencia sobre la realidad tal cual era, sino más bien la fuerza para renovar el mundo, para convertir a los pecadores y sanar a los enfermos. El Reino de Dios coincidía con una acción de Dios que no era única ni principalmente punitiva, sino, sobre todo, recreadora, que ponía las condiciones para que el hombre pudiera ser lo que Dios siempre quiso que fuera, aquel que participa de su gloria.
Jesús realizó el anuncio del Reino con obras y palabras a lo largo y ancho de los pueblos y aldeas de Galilea, sobre todo en los alrededores del lago de Genesaret. Lo central de su anuncio era la posibilidad concreta de participar de manera gratuita en ese Reino que asomaba en él. No se podía ganar el Reino, había que acogerlo como un niño (Mc 10,15), era un espacio abierto por Dios mismo en medio de la historia a través de las acciones de Jesús.
Este Reino quedaba definido en Jesús por su apertura máxima: cambian los justos y los pecadores, cambian los integrados socialmente y los marginados, cambian los sabios y los no entendidos... pero siempre y sólo si aceptaban que era la misericordia de Dios la que los reunía en una fraternidad nueva alrededor de Jesús. Aparecía así el juicio de Dios, pero en una forma inesperada. Juicio de misericordia porque Dios conoce hasta qué punto el hombre está esclavo del pecado y de su fragilidad. Aparece un juicio que se realiza sobre todo contra la soberbia de aquellos que no querían reconocer que sólo Dios puede dar la salvación y que puede darla con una gratuidad renovadora. Que juzga sobre lo que divide y separa a los hombres condenándolo, porque no quiere que se pierda nadie y busca que todos se reúnan en fraternidad alrededor de su mesa. Se trata de un juicio que sin justificar el mal, buscaba desarmarlo por sobreexceso de bondad.
Ésta es la característica del Reino que Jesús anuncia. Otros habían hablado también del Reino de Dios, pero Jesús abre sus puertas con una justicia nueva que deja espacio a todos, y este 'todos' significa en el que hay espacio para los que de antemano estaban excluidos. Con su misma presencia, en sus mismas acciones y palabras, daba a luz en la historia este Reino-niño que quería crecer ensanchando el cuerpo de la familia humana con la acogida y reconciliación de todos.
Sinagogas, casas particulares, espacios abiertos (plazas, descampados, embarcaderos...) serán los lugares de su convocatoria, anuncio y actuación. Jesús enseña a mirar con ojos nuevos, a sentir con un nuevo corazón, a pensar con una mente renovada, a confiar más allá de las justicias humanas. Y esto porque Dios ha decidido (según su misterio insondable) que ahora es el tiempo de la gracia (Lc 4, 16-21).

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 8


8. ¿POR QUÉ JESÚS HABLABA EN PARÁBOLAS? ¿QUERÍA EXPLICAR O ESCONDER?

Parece que las parábolas no eran tan claras ni tan sencillas como demasiadas veces pensamos. Serían -nos decimos- una forma de explicar evidente y clara en sí misma que adapta el mensaje a los más simples. Sin embargo, en los mismos evangelios nos encontramos huellas de la dificultad que tienen para ser comprendidas. Muchos no entienden, otros las rechazan al ver en ellas mensajes subliminares, e incluso los mismos discípulos parecen necesitar una explicación en privado (Mc 4,10). En ellas nos acercamos a la forma más característica de hablar de Jesús que, como su misma vida, parecen esconder un misterio que sólo se le entrega a quien sabe mirar con ojos nuevos confiándose a él.
Lo primero que habría que decir es que se trata de un género literario que hace entrar en la realidad por caminos inusuales, que revela que existen realidades que, sin embargo, no se pueden apreciar con la forma de mirar que tiene el hombre y la mujer en su vida cotidiana. No hablan, por tanto, de realidades extrañas, pero lo hacen de tal manera que produce sorpresa al descubrir un camino nuevo de llegar a donde ya se está y ver todo de otra manera. Las parábolas intentan, por tanto, que nos re-descubramos y nos re-conozcamos a través de episodios cotidianos presentados en una forma nueva.
Ahora bien, nuestra forma de mirar, pensar, entender... depende de nuestra forma de vivir y tiende a justificarla, por eso decimos que no sólo vivimos como pensamos, sino que sobre todo pensamos como vivimos (individual y socialmente). Por eso, cambiar la forma de mirar supone poner en tela de juicio la forma de vivir. Quien escucha las parábolas de Jesús y cree saber ya cómo, cuándo y por dónde viene Dios, o cómo es y cómo reacciona, se sentirá sorprendido y urgido a cambiar no sólo de pensamiento, sino también de forma de vivir. Bastaría, por ejemplo, citar las parábolas del hijo pródigo (Lc 15,11-32), del buen samaritano (Lc 10,25-37) y la de los trabajadores contratados a diversas horas (Mt 20,1-10).
Las parábolas describen el mundo tal y como lo ve y lo vive Jesús mismo, hablan de su íntima experiencia de Dios y, desde ella, del mundo. Por eso las parábolas sólo se entienden desde las acciones de Jesús y éstas se comprenden desde aquellas. En este sentido, Jesús no sólo explica cómo es Dios, sino que invita a entrar en una nueva forma de existencia que posibilita percibir el misterio escondido de su actuación y su presencia eterna y a la vez nueva, que posibilita ver cómo se va renovando el mundo y cómo Dios ejerce su soberanía en él. Valga remitir a las parábolas del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30) o de la levadura en la masa (Mt 13,31-33).
Por eso, las parábolas son comprendidas fundamentalmente por los sencillos, no por los simples ni tampoco por los entendidos. Es decir, por los que están abiertos a lo nuevo, por los que dejan a Dios ser Dios más allá de sus ideas previas, por los que de la mano de Jesús saben acoger la novedad del Reino de Dios y no intentan reducirlo a sus estrechas formas de pensar y vivir, aquellos que se dejan hacer por Dios.
Pero, ¿de qué hablan las parábolas? Sería necesario leerlas; baste decir a modo de síntesis que hablan del Reino de Dios en cuanto éste está activo ya en el mundo, de su presencia y de sus dinamismos de acción. Hablan de la soberanía de Dios como aquella pequeña semilla ya sembrada, escondida y fecunda, que da fruto más allá de su aparente pérdida en este terreno tan improductivo que es la historia humana. Una fecundidad capaz de hacer de una pequeña semilla un hogar para una multitud de pájaros de todas clases... También hablan de la misericordia de un padre que rehabilita a su hijo contra los dictados de la justicia cotidiana, con una justicia de amor sobreabundante, un Dios que se hace extranjero pudiendo habitar en los corazones que parecían no aptos como los de los samaritanos, o de la locura de un Dios pastor que no soporta la pérdida de una de sus ovejas y parece abandonar las otras para buscarla...
No basta, por tanto, escuchar para entender, dejarse llevar, abrirse a lo nuevo. Será necesario igualmente confiar en las acciones de Jesús, extrañas, provocativas, sorprendentes..., que, sin embargo, hacen intuir a los sencillos de corazón la buena noticia esperada. Veremos más adelante cuáles son estas acciones. Aparece claro entonces que la comprensión de las parábolas exige la fe en Jesús y no sólo en Dios, exige creer que su palabra da acceso al misterio de gracia de Dios que ahora se abre para el que tenga ojos para ver, para el que tenga un corazón limpio para escuchar y una voluntad firme para decidirse por ella.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 9


9. ¿LAS BIENAVENTURANZAS DE JESÚS SON UNA BUENA NOTICIA O UNA BROMA DE MAL GUSTO?

En varios momentos Jesús lanzó una especie de proclama de la exuberante alegría que produce el Reino: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque Dios os saciará. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis”. Alguna vez el corazón de Jesús se llenó de una alegría desbordante que manifestó en palabras de alabanza al Padre, en una oración sin rastro de queja, dolor, súplica... sólo inundada por el acontecimiento de la soberanía de Dios acogida por los pequeños (Mt 11,25-30). De la misma manera aquí, en estas extrañas palabras, Jesús ofreció esa alegría vivida como alegría común, para todos. Esto son las bienaventuranzas (Lc 6,20-23; Mt 5,1-12).
La parábola de la semilla de mostaza (Mc 4,30-32) podría ayudar a percibir el sentido de las bienaventuranzas. Jesús parece ver la semilla del Reino, que apenas tiene fuerza para crecer, convertida ya en un árbol frondoso donde son recogidos los hijos de Dios, en especial los más débiles y oprimidos. Presente y futuro se funden en esta proclamación.
Pero para que esto sea perceptible, Jesús va a realizar pequeños gestos donde, frente a la aparente negación actual de su verdad, pueda verse la semilla del Reino en su futuro glorioso. Son estos gestos de Jesús los que hacen reales las bienaventuranzas: cuando uno se sentía inmerecida y gratuitamente por Jesús, cuando alguien sentía que a su lado recobraba la dignidad perdida o robada, cuando los excluidos encontraban sitio en su mesa, cuando alguien era liberado del peso de sus dolencias por una curación o al contacto con Jesús era definido como puro para el trato con Dios y con los otros pese a su situación física o moral... entonces éstos sabían que habían sido injertados en el tronco de la vida feliz, de la bienaventuranza de Dios. Los otros, los que no participaron de estos gestos o no los recibían con fe, no podían entender y quizá las bienaventuranzas les sonaran a una broma de mal gusto de los satisfechos, de aquellos a los que simplemente les va bien en sus tratos con la injusticia (Salmo 123, 3-4) [Como apareció en aquella terrible bienvenida al campo de Auschwitz-Birkenan: 'El trabajo hace libre'].
Cuando Jesús dice 'bienaventurados los pobres, los que lloran, los que tienen hambre...' no está definiendo el actual estado de cosas, como diciendo: '¡qué bien que seáis pobres!' Son bienaventurados porque en la acción de Jesús están siendo hechos partícipes de los bienes de la creación y así saciados, porque en él encuentran abiertas las puertas del consuelo, porque en él son acogidos por aquel rey bueno que esperó siempre Israel (Salmo 72) y que ahora es Dios mismo que en Jesús acoge a su lado a los pequeños para hacerlos sentar a su mesa.
Las bienaventuranzas van entonces a la par que la transformación del mundo, por eso quien no entra en su dinámica, quien no ofrece pan a los pobres, no consuela a los que lloran o levanta la causa de su tristeza, quien no abandona la violencia, quien no vive la misericordia... queda fuera del Reino, como hace saber Lucas cuando, después de las bienaventuranzas, sitúa los ayes de Jesús sobre los insensibles (Lc 6,24-26).
Para algunos, las bienaventuranzas no necesitan muchas explicaciones, pues son evidentes al contacto con Jesús que da a luz la alegría en lo profundo de su corazón; para otros, sin embargo, suponen resituarse para participar de esta alegría que trae el Reino que llega. Éstos tendrán que abandonar los juicios inmisericordes, los prejuicios que no dejan al corazón ver con limpieza la novedad de Dios, las injusticias y las violencias que crean llanto... Puede ser entonces que las bienaventuranzas sean piedra de tropiezo para algunos, escándalo porque viven en un mundo que no quieren perder de ninguna manera (Lc 7,22-23).
Sólo una cosa más. Sin la resurrección todo este discurso se agosta bajo el sol de la historia humana. Si Jesús no resucita, sus gestos quedarán sepultados con su mismo cuerpo. Si él mismo no es acogido en la eternidad viva de Dios, sus bienaventuranzas mueren como brotes de almendro que se hacen infecundos por la helada. Las bienaventuranzas son tatuajes gestuales del cuerpo de Jesús que mueren o viven con él. Son gestos que adelanten un futuro que, si no existe, hace que las palabras pierdan su verdad por ilusionantes que fueran. Por eso es en su resurrección donde se convertirán en verdaderas definitivamente.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)


JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 10


10. ¿VINO JESÚS A DECIRNOS QUE TENÍAMOS QUE AMAR?

Aun a riesgo de contradecir la idea que machaconamente hemos metido en nuestra mente y corazón, tenemos que afirmar que Jesús no vino a decir que teníamos que amarnos. Esto es algo que el pueblo de Dios, y no sólo él, ya sabía. Cuando le preguntan por el mandamiento principal no dice nada nuevo: 'Amarás a Dios, amarás al prójimo' (Mt 22,34-40). Jesús no enseña los mandamientos, no necesita hacerlo porque son sabidos. Él los acepta como forma de vida justa y querida por Dios. Lo más propio de su enseñanza se sitúa en otro lugar. Si nos guiamos por su forma típica de hablar (parábolas y bienaventuranzas), parece que lo definitivo no es la cuestión moral o, dicho de otra manera, lo que el hombre hace, sino la cuestión teológica, es decir, lo que Dios está haciendo. Sólo después de comprender y vivir en el interior de la acción de Dios, el hombre puede preguntarse por su forma de vivir. La cuestión aparece clara en el episodio donde un joven busca a Jesús (Lc 18,18-30). Los mandamientos ya son su forma de vida y ante esto Jesús no tiene nada que decir sino que está bien, y sin embargo algo falta. No se trata de otro mandamiento: “no poseerás nada”, como una lectura superficial daría a entender. Se trata de entrar en el seguimiento de Jesús, donde todo quede definido por lo que Dios mismo está haciendo en él. En este sentido el verdadero mandamiento de Dios es Jesús mismo, su vida. En él se encuentra la forma que Dios quiere dar al hombre y al mundo.
Toda la acción (obras y palabras) de Jesús está encaminada a crear una confianza radical en que el Dios que creó al mundo y lo sostiene (Lc 12,22-34), que guio y alimentó al pueblo en otro tiempo, el Dios que parecía dormido o secuestrado por el poder del mal es Señor de la creación, pastor de su pueblo y está comenzando a mostrarse como rey soberanos que no deja espacio en su Reino a nada que oprima al hombre. Frente a su soberanía, el poder del mal se sabe vencido de antemano (Mt 5,1-8). Se hace relativo el poder del pecado, pues no tiene fuerza para agotar la misericordia de Dios siempre renovada (Lc 19,1-10), se hace relativo el poder de los méritos humanos que nunca pueden dar nada a Dios que Él no haya dado antes y con sobreabundancia. Ahora Dios comienza a hacerse todo en todos los que acepten el reto ante el que les pone la misma vida de Jesús. Ni pobreza ni dolor, ni persecución, ni muerte... pueden separar al hombre de Dios mismo si se entrega con fe a este Dios manifestado en el derroche de amor de Jesús por los caminos de Galilea.
Jesús dedicó su vida entera a descubrir y vivir este y de este amor dado; a mostrar su presencia y aceptarlo con alegría, aun avergonzadamente por inmerecido; a enseñar a dejarse amar por Dios en un mundo donde el pecado nos ha convencido de que hemos de ganar este amor y podemos perderlo.
Sólo quien aprendió esto dejándose habitar entero por el espíritu de Jesús sabría lo que significaba “amaos como yo os he amado” o “amad a vuestro enemigo” (Mt 5,43-48). Por eso sólo es posible vivir estos mandamientos (excesivos, imposibles, absolutamente desmesurados para el hombre) cuando éste se deja habitar por el impulso de vida que acompaña la presencia del reino de Dios. Sin él son palabras vacías. Quien no se deja habitar por la misma vida de Dios que se da a sí mismo, confiado enteramente en ella, sabiendo que todo está ganado de antemano en Él, no puede sufrir el odio de los enemigos sin que éste le contagie, no puede amarlos. Sólo quien ha aprendido a vivir radicalmente del amor dado de Dios, amor inagotable, puede amar más allá de todo mandamiento, puede amar con libertad incluso cuando es apresado bajo las garras de la violencia. Jesús no nos da, por tanto, un mandamiento más, sino que con su misma vida nos da a Dios mismo como manantial inagotable donde el amor verdadero puede nacer.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 11


11. SI JESÚS NO TENÍA MESA PROPIA, ¿CÓMO ES QUE INVITABA A TODOS A COMER?

Uno de los espacios de actuación de Jesús más importantes eran las comidas. Los evangelios están llenos de ellas. Comidas con los que se habían confiado a él y comidas con los que estaban a la expectativa, comidas con ricos e injustos y comidas con pobres. Comidas con abundancia real y comidas con apenas un poco de pan y pescado, comidas en casas particulares y comidas al aire libre en el espacio de todos... ¿Era acaso un 'comilón y un borracho' como dijeron algunos de sus enemigos (Mt 11,19; Lc 7,34)? Algunos autores han afirmado que muchas de las palabras más importantes que Jesús pronunció se dijeron en torno a charlas de sobremesa. ¿Por qué?
Las comidas son siempre un lugar para reconocer quiénes somos y cómo está organizada nuestra sociedad. En ellas se refleja con quién nos relacionamos y con quien no, quién está integrado y quién está en los márgenes, quién está mejor considerado y quien simplemente está, sin más... Ya los profetas habían utilizado este signo para hablar de Dios y de la vida y la sociedad que él quería. Jesús va a hacer de este acto social un símbolo de su misión, un acto de evangelización, de proclamación del Reino. Un lugar para decir quién y cómo es Dios y para expresar su presencia nueva. Si el pueblo recordaba que Dios había dado 'el pan de cada día' en el desierto sin que a nadie le faltara y sin que nadie pudiera acumular (Éx 16,15-19), todos alimentados por Dios, Jesús va a hacer de sus comidas un espacio donde este Dios no sólo dé el pan cotidiano a todos, sino donde prometa para ellos que la mesa final será sobreabundante. Sobreabundancia y amplitud social definen las comidas de Jesús con sus paisanos.
Él acepta ser alimentado, vivir de la generosidad de todos. Durante su ministerio se sostiene por la ayuda de algunos amigos y seguidores (hombres y mujeres), acepta ser invitado a mesas con sus propias reglas como las de los fariseos, o se autoinvita a mesas puestas y nacidas de la injusticia (Zaqueo), pero lo significativo es que siempre se hace con el puesto de anfitrión sin dejar que nadie defina cómo debe ser la mesa donde él está sentado, ni siquiera el dueño de la mesa. Lo verdaderamente sorprendente es que los que invitan o participan van a quedar definidos por la forma en que Jesús actúe en esa mesa y no por las convenciones previas que les habían reunido. Estas comidas de Jesús tienen dos características básicas.
En primer lugar, a su lado es acogido todo el que quiera sentarse. Se trata de una mesa radicalmente abierta. Nadie está excluido: ni siquiera mujeres, niños, pobres, pecadores, marginados. Tampoco ricos, injustos y poderosos... Ahora bien, acto seguido hay que decir que para permanecer en esa mesa han de aceptar que Jesús resitúe sus vidas y que las convenciones sociales sean puestas en crisis por una nueva lógica. Deben aceptar ser acogidos por una misericordia de Dios que busca la reconciliación de todos sus hijos, que busca sentar a todos en torno a sí y no sólo a unos pocos. Ya no es sólo un Dios de misericordia para con los justos, ni sólo para con los pecadores, ni sólo para con los pobres y despreciados, ni sólo para con los bien-situados (ricos y sanos). Es un Dios cuya justicia consiste en reunir, provocar reconocimientos, acogida, perdón, solicitud mutua, alimentando al hombre con un amor gratuitamente dado. Especialmente relevante en este tema es el relato de la comida de Jesús en casa de Simón el leproso (Lc 7,36-49).
En segundo lugar, las meas donde Jesús se sienta parecen tener siempre no sólo suficiente para todos, sino comida en exceso. Lo que le es dado, la mesa en la que come lo recibido, se transforma en una mesa donde todos pueden alimentarse de su mano. Así Jesús se convierte en una especie de mediación o espacio donde los bienes de la creación alimentan a todos sin agotarse, haciendo presente simbólicamente aquel momento esperado donde Dios ofrecería un banquete espléndido e inagotable a la humanidad (Is 25,6-8). En todo caso este gesto depende de que los hombres acepten pasar sus bienes, lo mismo que su posición social, por las manos de Jesús. De no ser así, Jesús será percibido como un enemigo del orden económico o social que se cierra en sí mismo, no sólo robando los bienes de la creación y dejando a algunos en la miseria, sino haciendo que se pudran, agotando su fecundidad (Sant 5,1-6).
Un gran acontecimiento concentró todas estas experiencias y las simbolizó convirtiéndose en un rumor que fue ensanchándose progresivamente: Jesús había dado de comer a una multitud Él y sólo él, después de dar gracias a Dios, había hecho que aquella solicitud de Dios por los pájaros del campo a los cuales alimenta cada día (Mt 6,26) se convirtiera en milagro humano. ¿Quién sabe cómo fue en concreto? Lo que sí sabemos es que se convirtió en un referente para definir la actividad de Jesús y que luego con la resurrección fue ampliado en su sentido hasta definirle a él como alimento o pan de vida (Jn 6).
Quizá podríamos resumir todo esto diciendo que la palabra de Dios, palabra activa de misericordia gratuita y generosidad suma, palabra que es alimento que da la vida verdadera, alimentaba verdaderamente a través de la forma en que Jesús presidía las comidas (Dt 8,3; Mt 4,3-4).

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 12


12. ¿DE VERDAD JESÚS HIZO MILAGROS?

Jesús nunca hizo que un círculo fuera cuadrado. Sus milagros no tienen nada que ver con lo ilógico. Tal y como son presentados por los evangelios, son acontecimientos sorprendentes que suscitan el asombro y la fe de los que los contemplan. Aparece una situación en la que un hombre está limitado por lo que sería necesario para su vida plena. Entonces, justo en ese límite donde el mundo no parece dar más de sí para él, una acción de Jesús hace que ese límite quede vencido en el nombre de Dios. Lo fundamental de los milagros es, entonces, hacer percibir que el hombre no está atado a sus propias fuerzas y a lo que la creación es desde sí misma, sino que existe un poder vitalizador interno a la vida que la hace continuamente sobrepasarse, poder que en algunos momentos es especialmente exuberante. Esta sobreabundancia vital es activada por Cristo como fuerza del Reino de Dios que quiere llevar todo a plenitud. Por eso, los milagros no pretenden demostrar que Dios existe (esto era evidente para sus contemporáneos), sino hacer percibir que está actuando y deja signos especiales para alentar la fe en su presencia vivificadora y en su atracción de todo hacia la plenitud.
En este sentido hay tres elementos importantes que deben tenerse en cuenta para comprender los milagros de Jesús.
El primero es que los milagros se ofrecen en un contexto de fe. Es la fe la que los hace posibles (Mc 9,23-24). Se necesita que el sujeto que los recibe se abra a Dios como presencia vivificadora, como fuerza vital y salvífica de la realidad confiando en Jesús. Sin un mínimo de fe no hay milagro (Mc 6, 1-6), porque Jesús no pretende con ellos exhibir su poder, ser admirado o demostrar nada, sino suscitar la confianza en que, más allá de todo límite y toda situación, Dios tiene poder para llevar a plenitud la vida, para hacer que la historia y la creación terminen envueltas en la gloria inmortal de su poder. Quien no se conforma con los milagros dados y pide más (Lc 4,23ss) no ha entendido que éstos son sólo signos para activar la fe en la obra de Dios que está en marcha, y los convierte en meros parches para hacer el mundo un poco mejor. Jesús realiza sus milagros para todos, aunque no todos reciban el beneficio material de la acción. Los dirige a todos porque en todos quiere suscitar esta confianza radical en la providencia activa de Dios sobre la historia. En este sentido, por ejemplo, el que es curado recibiendo la acción material del milagro con fe, podrá morir con confianza sin pedir una nueva curación, pues habrá descubierto que Dios actuará a su tiempo para superar ese último límite que es la muerte y nos pertenece como criaturas. Esto mismo lo podrán descubrir en ese mismo gesto los que rodean la acción sin recibir ese beneficio material concreto.
El segundo elemento es que Jesús tiene una predilección especial por el sábado como día para actuar con este poder transformador. La razón es que en estas acciones ve la gloria vivificadora de Dios que llevará todo a plenitud en el último día de la creación, el sábado. En este día el pueblo israelita recordaba que Dios debe ser 'todo para todos y en todo', y, por tanto, lo consagra a su alabanza. Con estos signos realizados en sábado, Jesús explica que este 'ser todo en todos' tiene que ver con el deseo de Dios de hacer partícipe a la creación y a los hombres de su vivacidad eterna, de su salud amortal, de su exuberante riqueza, de su claridad sin sombra... Así, los milagros son en Jesús signos del Reino que está amaneciendo, del Dios que está dejándose ver en cuanto 'Emmanuel' (Mt 1,23), del Dios creador y salvador que está derramando su gracia final sobre el mundo.
Por último y en tercer lugar, Jesús rechaza hacer milagros en muchos momentos. Se negó a realizarlos donde no se creía o donde sólo se creería si las cosas iban bien, es decir, si Jesús actuaba en su beneficio (Mc 8,11-12). Jesús sabe que el hombre debe creer como hombre mortal, en y con sus límites. Que debe aprender a entregarse a Dios cuando éste parece un cercano benefactor y también cuando se le siente lejano y olvidadizo. Después de contemplar los milagros, que nunca solucionaban la vida de una vez y para siempre, había que aprender a sufrir confiadamente las limitaciones de la vida, había que aprender a resistir con fe en medio de sus dolores y comprender que se ha de morir porque el hombre es una criatura, un ser finito. Quien acepta los milagros como signos de fe, descubre que Dios puede romper los límites que nos asaltan y nos quitan la vida, pero deberá vivirlo en una confianza que se entrega a Dios, el único que conoce el calendario último de nuestra salvación. Esta es la razón por la que Jesús, arrodillado en Getsemaní y colgado en la cruz, no pidiera ningún milagro. Allí mismo nos muestra su fe y su entrega a Dios muriendo sin ningún beneficio especial y así abre la última puerta para recibir la vida verdadera (Hb 12,1-3)
Un último apunte. En estos tiempos de escepticismo ante los milagros evangélicos, un escepticismo que convive paradójicamente con una credulidad sorprendente en otros ámbitos, hay que decir que, aunque las historias que encontramos en el Evangelio están agrandadas o repetidas en relatos diferentes, a juicio de los especialistas es necesario admitir que Jesús hizo obras que asombraron a sus contemporáneos, que las hizo en nombre de Dios para manifestar la llegada del Reino, y que finalmente supo prescindir de ellas para vivir en oscuridad, pero con fe, fiado de aquella palabra de Dios que le llamó 'Hijo amado'. Acoger estos signos para ensanchar nuestra pequeña fe y después aprender a creer en oscuridad en este lado mortal de la historia de la creación, parece ser el camino indicado por el mismo Jesús.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 13



13. ¿QUÉ SON LOS EXORCISMO DE JESÚS?

Los evangelios están llenos de referencias a Satán y a los demonios. Si a una parte de nuestra sociedad esto le hace pensar en historias para crédulos que no contienen ninguna verdad, hay que decir que el tema es actual a la vista, por ejemplo, de la cantidad de películas obre él y del éxito de algunas de ellas. En los evangelios sinópticos (especialmente en Marcos), Jesús aparece desde el principio en lucha contra Satán, tal y como queda simbolizado en las tentaciones (Mc 1,12-13; Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). En el evangelio de Juan, Satán aparece como príncipe despótico de este mundo (Jn 12,31). No se puede hacer como si el tema no estuviera ahí; pero, ¿qué decir?
Desde siempre el hombre ha sabido, por experiencia, que no dominaba enteramente su vida, que estaba sometido, más allá de su voluntad y a veces en contra de ella, a poderes y fuerzas autodestructivas, tanto a nivel individual como a nivel social. La sospecha sobre los otros, incluso sobre los más cercanos; las acusaciones compulsivas contra los demás que encubren nuestros miedos o envidias; el odio a los semejantes y el enfrentamiento con ellos incluso hasta su eliminación física... Todos estos dinamismos sentidos como perversos por casi todas las culturas son, sin embargo, justificados cuando son propios. El hombre es engañado y termina aceptándolos como justos y necesarios. Algo parece dominar negativamente lo humano del hombre y la mujer, y llevarlos a vivir no sólo de lo que le da vida, sino también de lo que la degrada o la destruye. Parece existir algo que se apropia de nuestra manera de pensar, de sentir, de actuar, incluso de creer, que deforma el impulso de la vida y del amor, de la armonía y de la paz que todos parecemos anhelar. Algo se hace uno con nosotros y nos roba parte de nuestra libertad y nuestro ser. Hay veces que esto aparece en forma excesiva como en la perversidad violenta e insensible de algunos hombres y mujeres, o en el sufrimiento humano que conllevan algunas enfermedades mentales que vuelven al hombre o a la mujer contra sí mismo o contra otros de manera irracional y destructiva.
Lo peor es que parece que no tenemos fuerzas para arrancar esta forma parásita de existencia que nos habita y nos va infectando la vida mientras, sin querer, la alimentamos con nuestras acciones y pensamientos en una especie de círculo vicioso laberíntico. Podríamos gritar con Pablo: '¿Quién me librará de este cuerpo que es portador de muerte?' (Rm 7,24)
Nos atreveríamos a decir que en su origen último está el miedo. Miedo a ser nada y no resistir la propia pequeñez en confianza. La historia de Satán en el mundo es la historia de quien ha sabido aprovechar el miedo del hombre cuando se veía frente al abismo de sus límites: solo, hambriento, olvidado, sin poder o relevancia, atacado por la muerte... Entonces algo parece ofrecer fuerza y plenitud, compañía y sabiduría instantánea. Fausto es en Europa el representante de este hombre miedoso que vende su alma al diablo para hacerse fuerte y superar sus límites. Pero el diablo, como bien ha visto el evangelista san Juan, es el padre de la mentira, siempre engaña. Hace creer al hombre que podría vivir sin límites por sí mismo, sin dolor, sin... sin muerte. Le hace creer que podría hacerse Dios y así le impulsa incluso a asesinar (Jn 8,44). Pero Satán siempre aparece finalmente para cobrar sus estipendios, que son nuestra propia perdición, ya que se alimenta de nuestra propia degradación, de la muerte de nuestra humanidad. Su personalización en el mundo coincide con nuestra deshumanización.
Jesús sabe que no están poseídos sólo los hombres que han perdido su voluntad y se autodestruyen (Mc 5,1-20), sino toda la sociedad que vive como hija de los consejos del miedo y la mentira en vez de la fe (Jn 8,39-47). Jesús quiere librarnos de este engaño que arruina nuestra vida y lo hace no dejando que Satán se adentre en el interior de su corazón y parasite su vida. Su misma vida es el espacio donde Satán pierde todos sus poderes. Lo hace además arrancando al hombre de aquel miedo que lo despersonaliza. Pero, ¿cómo? Fundamentalmente mirándole como Dios le mira, haciendo realmente cercana la presencia amorosa y acogedora de Dios y posibilitando la confianza frente a una humanidad que enseña a desconfiar y a vivir escondiéndose, mintiendo, acusando y agrediendo siempre por miedo. Jesús hace libre al hombre pues lo libera del miedo a morir. Sus exorcismos consisten en desvelar la mentira de Satán, en mostrar cómo promete vida, pero sólo puede ofrecer muerte.
Sólo la fe en Dios como fuente absoluta de vida, también en situaciones de desierto (Lc 4,1-4), de muerte (Lc 4,9-12), de impotencia y pequeñez (Lc 4,8-12), de dolor, violencia y limitación (Mc 14,33-36), hacen que el diablo no encuentre hogar en la tierra y el hombre viva libre. Y es la presencia de Jesús que vive sólo de su radicación en el Padre y de su aliento vivificante, el que nos puede liberar de la mentira que desde tan adentro nos domina. Cristo, que no se dejó habitar por la desconfianza ni siquiera en el último ataque de Satán en la cruz, se convierte en nuestro refugio para creer que también en tiempos difíciles nuestra debilidad de su mano puede hacerse fuerte (2Cor 12,7-10). El poder del diablo se desvanece y el hombre es exorcizado radicalmente.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 14


14. ¿POR QUÉ JESÚS ELIGIÓ DISCÍPULOS Y A CUÁNTOS ELIGIÓ?

Más allá de la imagen que existe en nuestra mente de un Jesús acompañado desde el principio por doce discípulos a los que habría elegido nada más iniciar su actividad y que conservó hasta el final como su círculo personal y único, los evangelios presentan una realidad más matizada. Jesús quería poner en estado de expectación receptiva a todos los miembros de su pueblo. Sabía que el Reino de Dios estaba alboreando ya y que había que despertar a todos para que prepararan las lámparas (Mt 25,5-7) y pudieran así disfrutar de la llegada del Señor. Esto le llevó a compartir su misión propia, la que sólo a él pertenecía, y elegir a algunos de los “despiertos a primera hora” para que anunciaran con sus mismas obras y palabras esta llegada inminente (Lc 10,1-11). Para algunos quizá fue un encargo puntual o sólo en un lugar y tiempo delimitado, a otros les pedía poner a su disposición su casa como centro de actividades o como lugar de descanso o enseñanza (Lc 10,38-42), a otros les pedía un acompañamiento incondicional (Mc 3,14-15). Había entre sus seguidores hombres y mujeres (Lc 8,1-3). Hombres y mujeres con la vida renovada, que habían sentido la atracción de una palabra veraz, de unos gestos vivificadores o incluso la liberación personal desde una vida perdida o anulada, como por ejemplo María de Magdala (Lc 8,2). En cualquier caso la iniciativa era siempre de Jesús. Él llamaba y uno debía decidir si aceptaba la llamada.
Una cosa es clara: Jesús no era uno de esos que de inicio dice 'si no lo hace uno mismo..., mejor es hacerlo que mandarlo...,' lo cual dice muy poco de la confianza que depositan en los demás. Desde el inicio compartió su misión aun sabiendo que era suya propia, compartió su poder y su sabiduría, ofreció el Reino no sólo con su presencia personal, sino también a través de sus enviados (Lc 10,16. Algunos fueron elegidos como una pequeña ciudad luminosa en medio de un mundo lleno de oscuridades (Mt 5,14-16). Por eso, se entregó a ellos con especial interés, no para abandonar a los demás, sino para llegar a todos. Les enseñó y alentó, les amó y corrigió como una presencia de señorío y amistad especial para que su vida se llenara de lo necesario para hacerse signo del Reino que Jesús traía consigo desde Dios.
En un momento determinado, un gesto tuvo especial importancia para él: de entre sus seguidores consagró un grupo especial a su alrededor, el grupo de los doce (Mc 3,13-19). Con este gesto quería significar que ahora todas las tribus de Israel, es decir, el pueblo entero, eran convocadas de nuevo por Dios para renovar definitivamente la antigua alianza. Más aún, este gesto, unido a las comidas abiertas de Jesús con los doce en torno a sí, parecía mostrarse como signo de aquel final de la historia donde Israel sería luz de las naciones y todos los pueblos subirían a Jerusalén, al encuentro del Señor (Is 2,2-5). Mateo resumirá esta idea cuando al final del Evangelio Jesús resucitado envíe a los doce a todos los pueblos para anunciar que con su vida y muerte se ha abierto el final de los tiempos y el amor de Dios ha sido derramado sobre todos (Mt 28,18-20).
Una vez que se extienda la Iglesia y comiencen a formar parte de ella los no judíos, el signo de los doce ya no será necesario y perderá importancia, pero en el contexto de la fe israelita en la que vive Jesús tuvo gran relevancia: hacía saber que el Reino que llegaba buscaba acoger a todo el pueblo de Dios y no sólo a una parte de él. Por otra parte, este grupo hará de puente para siempre entre la historia de Jesús en un tiempo concreto y la historia posterior de la Iglesia en todos los tiempos.
Hemos de decir igualmente que quienes acompañaron de cerca a Jesús elegidos por Él para hacerles partícipes de su Espíritu y enviarles a liberar a los hombres en su nombre, habrían de pasar por la crisis de su muerte. Cuando Jesús les fue arrebatado no supieron ser suyos, no supieron cómo resistir. Sólo al volver Jesús como Señor vivificado y vivificador con la eternidad de Dios en su misma carne y hacerles partícipes de su Espíritu, pudieron los discípulos ser apóstoles, testigos llenos de fe y poder de vida para todos. Sólo porque fueron enviados por Jesús durante su vida, pudieron anunciar el Reino ya amanecido. Sólo porque él ya resucitado renovó su elección con el don de su Espíritu, pudieron hacerse testigos vivos del perdón renovador de Dios que salva el mundo. Testigos de que en su resurrección el mundo y la vida se estaban rehaciendo definitivamente en Dios.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)