jueves, 31 de enero de 2019
viernes, 11 de enero de 2019
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 0
Por
la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos
visitará el sol que nace de lo alto,
para
iluminar a los que viven en tinieblas
y
en sombra de muerte
y
guiar nuestros pasos por el camino de la paz.
(Lc 1, 78-79).
INTRODUCCIÓN
Nos disponemos a presentar en forma de preguntas y
respuestas el misterio de la vida de Jesús. Nadie, sin embargo,
puede decir del todo quién es otro, como tampoco y más radicalmente
aún podemos decir totalmente quiénes somos nosotros mismos.
Encontramos a los otros en la medida en que nos abrimos a la
manifestación de su misterio más allá de lo externo y lo sabido,
cuando les dejamos ser ellos mismos, aunque a veces, casi sin darnos
cuenta, los reduzcamos a nuestra propia perspectiva o interés. Por
tanto, nuestro camino será necesariamente una cierta apertura para
dejar a Jesús ser él mismo sin reducirlo rápidamente a lo
conocido, a lo significativo para lo que ya somos o a lo adaptable a
nuestras formas actuales de vivir y pensar. Al terminar el trayecto
que ahora nos disponemos a comenzar, quizá estemos más cerca del
personaje, pero su vida será siempre suya y no nuestra, habrá una
profundidad de su persona no agotada ni reducible a lo que nosotros
queramos que sea.
Además, con Jesús nos encontramos con un problema
añadido, y es que quiso reflejar el misterio mismo de Dios. Tanto es
así que los suyos terminaron por confesarle como Hijo de Dios,
perteneciente al ámbito divino aun sin perder la humanidad que
habían conocido. Esta presencia del misterio de Dios en él
reduplica la hondura inagotable de su ser y en algún sentido hace
que nuestras palabras sean débiles para la descripción, pues Dios
es justo aquel a quien de ninguna manera podemos controlar con
nuestros sistemas de medidas y análisis. Su misterio sólo se
comprende finalmente en una relación personal, por eso sólo quien
participó de ella otorgando confianza y seguimiento a los pasos de
Jesús podrán hablar de él con verdad.
Nosotros, ¿de qué Jesús vamos a hablar? Presentaremos
no sólo al Jesús que un espectador escéptico y descomprometido
pudo ver mirando de lejos cómo actuaba y qué decía, sino al que
conocieron los que se dejaron llevar por su forma de ser y de actuar.
Éstos vieron los mismos hechos, pero comprendieron su profundidad
desde dentro. Éstos afirmaron que al igual que Jesús vivió a su
lado por los caminos de Galilea, en la actualidad vive con los que se
abren a su presencia, escuchando la memoria de su vida y siguiendo
sus huellas.
Hablaremos, por tanto, de un Jesús que vivió humano
entre los humanos, pero que vive también participando personalmente
de la vida de Dios. De un Jesús que es pasado y que es presente. Que
tiene capacidad para atraer por lo que hizo y dijo antaño, así como
capacidad de dar esperanza por lo que ofrece hogaño. Que tuvo
presencia en un ayer puntual de la historia, pero que de la misma
manera se presenta en nuestro hoy como vida personal que genera
libertad, comunión y justicia en quien lo acoge.
Hablaremos así del Jesús que conocieron y conocen los
cristianos que es mayor que el Jesús que presentan los
historiadores, sin que esto suponga contradicción. La base de
nuestra reflexión serán los evangelios que, juntos, son sin duda la
forma más profunda de exposición de su misterio en forma narrativa.
Por eso será conveniente que el lector se detenga en las citas que
se apuntan a lo largo del texto.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 1
1. ¿POR QUÉ PREGUNTAR(SE) POR JESÚS?
Cuando preguntamos por alguien aceptamos el reto de
entrar en un mundo nuevo. Esa persona aparece ante nosotros
invitándonos a conocerla, a comprenderla, a reconocerla yendo más
allá de nuestro pequeño mundo. A medida que vamos conociendo datos
de su vida, la pregunta se vuelve hacia nosotros: «y
tú, ¿qué dices de mí?».
En el relato bíblico de los orígenes, el hombre debe
poner nombres a la realidad que va apareciendo ante sí (Gn 2,19).
Poner un nombre, decir con verdad qué es lo que tenemos delante o
quién es el que nos sale al encuentro es una obligación de vida.
Por ello es necesario respetar el valor de las cosas y personas en sí
mismas y no sólo mirarlas desde lo que pueden ser y quiere uno que
sea para él. Sabemos que podemos dar nombres falsos, decir las cosas
con error o con mentira y así crear mundo irreales o perversos. Por
eso, cada día hemos de vivir con los ojos abiertos y la humildad de
quien acepta que la realidad está habitada por una grandeza mayor
que nuestras palabras y definiciones, y que preguntar es abrir las
puertas para que esta grandeza vaya mostrándose y enriqueciéndonos
cada día más.
En este sentido, la pregunta por Jesús debería formar
parte de nuestras reflexiones culturales. No se puede pasear por las
calles de nuestras ciudades sin encontrar huellas de su nombre, de su
herencia, de su paso. No se pueden leer los libros de nuestras
bibliotecas sin encontrar referencias a su vida y a sus palabras,
aunque a veces ya no se reconozcan. No se puede contemplar el arte de
nuestra historia sin toparse con su cuerpo representado en mil formas
diferentes. No podemos entrar en nuestro interior sin descubrir
cercana o lejana, buscada o no su presencia esté viva o muerta.
Quizá en los días de este nuevo siglo su imagen aparezca como
aquellos restos arqueológicos cubiertos por las soberbias
construcciones humanas, pero ahí está en el subsuelo de nuestra
cultura y de nuestra vida.
Jesús vive, por tanto, como un permanente 'rumor'
que busca quien pregunte por él para decir su verdad en un diálogo
amistoso. Vive como 'imagen' que busca una retina que se fije
con paciencia y aprecie la belleza escondida de su rostro. Vive como
'extraño compañero' que busca un corazón que reconozca el
anhelo de vida que le habita y quiera aceptar un poco de agua viva en
las fuentes de su ser.
Y esto vale para los creyentes que le conocen y que, sin
embargo, deben preguntarse si no lo han apresado en sus inercias de
vida deformando si íntimo misterio. Y vale para los que ya no creen,
que pueden preguntarse si lo que abandonaron no fue simplemente una
caricatura. Y vale igualmente para los que le rechazan porque en la
lucha contra él pueden ser vencidos por la luminosidad de su verdad.
Preguntarse por Jesús es preguntar por su historia
antes que por nuestros sentimientos frente a él, es dejarse
acompañar por sus palabras y sus gestos, por su acción y su pasión,
y dejarse interrogar por lo descubierto. Preguntarse por Jesús es
preguntar también por qué tantos le han entregado su vida, por qué
tantos le han perseguido, quién es éste que ha centrado la
historia con su nacimiento, cuál es el misterio de su persona.
Finalmente, tendríamos que decir que preguntar por
Jesús será dejar que nuestras preguntas sobre él pasen a ser
preguntas sobre nosotros mismos frente a él.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 2
2. ¿DÓNDE PODEMOS ENCONTRAR A JESÚS?
Como hemos dicho, sus huellas se esparcen por todos los
rincones de nuestra vida: los exteriores sociales y los interiores
personales. Pero, ¿encontramos en algún sitio una imagen concreta,
asequible y veraz de su persona? Los textos del Nuevo Testamento, en
especial los evangelios, nos ofrecen esta imagen. En ellos se nos
presenta la figura de Jesús. No en forma de reportaje periodístico,
ni como una crónica histórica que apunte cada paso y cada lugar,
cada día y cada acción, sino como testimonio de aquellos que
habiendo compartido vida con él, recogen los recuerdos e
impresiones, las palabras y las acciones que hicieron imborrable su
persona, y los ordenan intentando mostrar su lógica y su sentido a
partir del final, cuando ya está todo dicho y hecho. Tenemos allí
el testimonio de quienes no sólo fueron fríos espectadores de
hechos vistos en su exterioridad, sino el de los elegidos por Jesús
para conocer el corazón de su vida, sus intenciones y su misión, y
compartirla. Son éstos los que contaron, los que tras su muerte
pusieron en circulación la historia de Jesús. Conociendo los hechos
y el espíritu que los habitaba, los narraron según su propio
carácter, perspectiva y situación. Así, poco a poco, la figura de
Jesús fue apareciendo con múltiples retratos como podemos apreciar
en los relatos de los cuatro evangelistas.
Algunos han puesto en duda la verdad histórica de estos
relatos debido a que a veces parecen excesivos en sus afirmaciones,
increíbles en sus narraciones, contradictorios entre sí o demasiado
adaptados a la vida de las comunidades posteriores. Incluso han
llegado a hablar de la vida de Jesús como un invento total, pero una
y otra vez en los especialistas vuelve a aparecer la confianza en la
veracidad global de los evangelios. No aquella credulidad
fundamentalista de los que se encierran en sus prejuicios sin querer
escuchar las críticas, sino la de quien acepta los retos y
provocaciones, y busca más hondo. Si a lo largo de los dos últimos
siglos se ha puesto en duda casi todo de la vida de Jesús, hoy los
mismos investigadores miran con una confianza renovada. Podemos
descubrir -nos dicen- la figura histórica de Jesús en esos textos,
aunque haya que aceptar que presentan una historia envuelta en la fe
de los que le siguieron. A los que vieron, oyeron y tocaron no les
importó añadir datos, transformar alguno de ellos, recomponer
situaciones para expresar la verdad honda de lo que habían vivido,
para ofrecer una imagen exterior de lo que sucedía en el interior de
Jesús y de sus relaciones, para dejar constancia de lo que ellos
habían comprendido: que en Jesús Dios mismo había visitado la
historia de los hombres.
Dos datos nos invitan a la confianza global en la
fidelidad de estos relatos a la historia de Jesús. El primero es la
investigación histórica de los últimos siglos. De ningún otro
texto religioso se han puesto en duda con críticas tan radicales la
verdad de su protagonista y, sin embargo, la misma investigación
reconoce la fuerza con que se sostiene y se levanta frente a toda
crítica la figura de Jesús allí presentada. Para ello, eso sí, ha
de rechazarse una lectura fundamentalista que pretendiera que cada
afirmación evangélica corresponda a un dato históricamente
concreto de la vida de Jesús. Quizá podamos decir que los que han
dado por muerto el texto evangélico como ámbito de conocimiento
histórico, le han visto recobrar la vida al paso de una generación.
El segundo es que hoy podemos encontrar testigos que nos dicen con su
vida que el Jesús de los evangelios es real. Testigos que son
capaces de entregar la vida entera para dejarse habitar por el Jesús
allí ofrecido y que así hacen presentes sus sentimientos y
palabras, sus gestos y su misión. Ellos, como Andrés a su hermano,
nos dicen: “Hemos encontrado...” (Jn 1,41). Y nosotros, como
ellos, podemos acercarnos y ver pasar su figura de lejos o de cerca,
actualizándola y confiándonos a ella.
Jesús acepta ser sólo una figura histórica que nos
ayuda a pensar nuestra humanidad, pero busca ser un hermano, un amigo
con el que descubramos el gran misterio de la vida que no es sino el
amor de carne y hueso, de barro y Espíritu de Dios para con
nosotros. Para ello se nos presenta como un hombre de la historia,
personaje pasado que aparece en la carne de las palabras evangélicas
que pueden ser hojeadas al ritmo de cada cual.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 3
3. ¿QUÉ APORTA LA IGLESIA PARA ENCONTRAR A JESÚS?
Hay que decir que no hay Jesús sin Iglesia. O mejor,
que sin Iglesia Jesús se habría quedado enterrado entre las ruinas
de la historia. Sin la Iglesia no podemos llegar a él ni siquiera
como un personaje histórico con unos mínimos rasgos personales. Ya
hemos dicho que son los evangelios los que nos ofrecen la figura de
Jesús, pero estos textos han sido compuestos y conservados en la
Iglesia para su propia vida. Son fruto de su misma existencia, que
pone por escrito los recuerdos sagrados de los que vive y celebra
como presentes en sus sacramentos. Bastaría decir, como ha afirmado
algún estudioso, que ni los sacerdotes del templo, ni Pilato, ni
los que le vieron y le dejaron pasar de largo nos ofrecen nada para
llegar a él. Sólo los suyos, su Iglesia, quisieron unir a su
presencia viva que sentían cercana la historia vivida con él en los caminos de Palestina. Historia en la que habían palpado la verdad y
la bondad de Dios. Por otra parte, fue la Iglesia la que discernió
entre historias fidedignas de Jesús que acogió y ofreció como
vinculantes (los cuatro evangelios), y otras no aceptables porque
deformaban la vida de Jesús o simplemente eran fruto de leyendas
piadosas de buena voluntad (incluso si contenían algún dato
histórico). Pero además de esta 'primera' Iglesia, la
Iglesia 'actual' ofrece la posibilidad de convertir el encuentro con
un personaje histórico en una relación viva con él. En ella las
palabras sobre Jesús cobran aliento de vida, y el recuerdo de Jesús
puede convertirse en relación personal con él.
Con la Iglesia y en la Iglesia podemos descubrir no sólo
las palabras de Jesús sino su voz, no sólo su recuerdo sino su
compañía, no sólo sus historias de humanidad nueva sino su
Espíritu de renovación activa. Junto a los que le confiesan vivo
podemos leer su historia y ver cómo se hace presente hoy. Es ésta
la misión que Cristo encomendó a su Iglesia y, a pesar de sus errores, aquellos que consiguen superar el antiguo prejuicio (¿es
que de Nazaret puede salir algo bueno?) podrán descubrir, en
esta pequeña tierra nazarena que es la Iglesia, la buena noticia del
Evangelio de Jesús.
La segunda generación de cristianos vio a Jesús de la
mano de Pedro, de Felipe, de los primeros testigos... y fueron
dichosos sin haber visto a Jesús (Jn 20,29). Jesús sigue atado a
aquella promesa suya de no abandonarnos (Mt 28, 20) y, a través del
texto evangélico y de sus discípulos que lo ofrecen con fe, sale al
encuentro del hombre para proclamar de nuevo las bienaventuranzas.
Existe un antiguo relato en el que Felipe, uno de los
apóstoles, es llevado por el Espíritu hasta el carruaje de un
hombre que leía sobre Jesús sin llegar a comprender. Una vez allí,
se hace invitar por él para, con paciencia y humildad, contarle la
vieja historia de Jesús (Hch 8, 26-40). Ésta es la misión de la
Iglesia. Sin ella desgraciadamente Jesús se va diluyendo entre las
incomprensiones y los intereses de los hombres. Es Jesús mismo quien
parece no querer darse a conocer si no es por los suyos, aunque tenga
que aceptar que son sólo un pálido reflejo de su grandeza.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 4
4. ¿DÓNDE Y CUÁNDO VIVIÓ JESÚS?
Jesús vivió bajo la ley política del imperio romano
en tiempos delos emperadores Octavio Augusto y de Tiberio en plena
'pax romana'. Pasó la mayos parte de su vida en la región de
Galilea, en los márgenes insignificantes de este Imperio. Se trataba
de una región fértil con una población fundamentalmente rural,
aunque la renovación urbanística que realizó Herodes Antipas, rey
de Galilea, durante la mayor parte de la vida de Jesús, de algunas
ciudades como Séforis o Tiberiades, hizo que una parte de la
población pudiera haber tenido tareas no relacionadas directamente
con la agricultura. Por otra parte, algunos pueblos y ciudades de la
costa del mar de Galilea, como Magdala o Cafarnaún, poseían una
actividad pesquera y de salazón importante. Jesús, por tanto, se
movió entre gente muy heterogénea en razón de las distintas
actividades que les ocupaban. Por otra parte, aunque la población
era mayoritariamente judía, sus fronteras con poblaciones
extranjeras y la antigua ocupación de esa tierra por hombres venidos
de otros pueblos hacía que hubiera una presencia pagana
significativa, quizá no tan numerosa como da a entender el
calificativo de Galilea de los gentiles, nacido en otros momentos de
su historia.
Se trataba de una población con una fuerte conciencia
religiosa que dio origen a varios movimientos de resistencia y
liberación político-religiosa a lo largo de los años en torno a la
vida de Jesús. Sin embargo, los movimientos fariseos o de la
aristocracia sacerdotal no tenían una especial relevancia en esa
zona, pues su influencia radicaba sobre todo en Judea, principalmente
en Jerusalén. Junto con la transmisión familiar de la fe, las
sinagogas, en las que se leía la Ley y se discutía sobre ella, eran
los espacios fundamentales de la configuración socio-religiosa del
pueblo.
Como todo el perímetro mediterráneo, Palestina estaba
controlada por la política romana que ofrecía un orden social
básico permitiendo un desarrollo socio-económico importante y una
vida social sin especiales violencias, a no ser las que aplicaba con
mano de hierro el poder para mantener la dominación. Se trataba, por
tanto, de una paz que se pagaba con gravosos impuestos y al precio
del sometimiento radical. No obstante la vida religiosa judía podía
desarrollarse sin apenas problemas.
Jesús desarrolló su actividad de forma itinerante,
desplazándose por las aldeas y ciudades de Galilea y utilizando
algunas cosas de simpatizantes como centros de su misión. Cafarnaún
parece haber tenido una especial relevancia en este sentido. Su
actividad podría haber durado un año, el 27 o el 28 (después de
Cristo, claro está) según el actual cómputo de la historia, aunque
algunos datos indicarían un ministerio más largo de unos dos o tres
años. En este momento tendría unos 30 años, sin que podamos
precisar exactamente su edad. Después de unos meses en esta zona y
de alguna visita a territorio pagano, se dirigió hacia Jerusalén,
centro simbólico de la identidad judía, para culminar su misión
ofreciendo el Reino allí donde Dios mismo había prometido convocar
finalmente al pueblo para hacerle partícipe de la victoria de su
manifestación final. Algunas ciudades de sus alrededores como
Betania o Efraín le sirvieron de base misionera en esta etapa. Es
posible que subidas previas de Jesús al desierto de Judea para
retirarse en oración, o a Jerusalén para celebrar la Pascua,
hubieran dejado conocidos que después le habrían servido de apoyo
en su misión.
Su muerte se produjo a la misma velocidad que su vida
pública, cuando su actividad en Jerusalén se hizo más relevante y,
por tanto, provocadora. Algunos han calculado que habría muerto el
viernes 7 de abril del año 30, justo antes de Pascua.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 5
5. ¿ALGUIEN ESPERABA A JESÚS?
Jesús nace en un pueblo que cree firmemente que Dios
guía la historia y que lo hace para dar a sus elegidos una tierra
donde puedan vivir sin carencias ni amenazas, en armonía y paz. Este
espacio de vida está descrito en los textos del AT con muchos
símbolos, entre los cuales 'tierra prometida, nueva Jerusalén,
cielos nuevos y tierra nueva, reinado de Dios' son especialmente
relevantes. Dios llevará al pueblo -lo ha prometido- a una tierra
nueva que aún no existe y que está definida por las bendiciones del
cielo.
Además, el pueblo de Israel ha experimentado cómo Dios
le conduce a través de hombres que dirigen, protegen y orientan al
pueblo: de Moisés a los reyes, de los jueces a los profetas, de los
sacerdotes a los sabios un amplio grupo de hombres han sido elegidos
para representar de múltiples formas el pastoreo de Dios mismo sobre
el pueblo. Sin embargo, la fe del pueblo ha aprendido, a golpe de
malas experiencias, que sólo Dios es un pastor bueno y justo, sin
sombra de intenciones ambiguas (Salmo 23). Si sus elegidos podían
guiar un trecho del camino hacia esa nueva tierra, nunca se llegaba
finalmente y algunos de ellos traicionaban visiblemente su misión
(Ez 34). El peso de la vida con sus sufrimientos, injusticias y
violencias... y la habitual amarga frustración frente a los líderes,
había creado en el pueblo una expectativa más amplia: la esperanza
de una presencia de Dios mismo como guía del pueblo o de un nuevo
pastor fiel a su palabra y compasivo con los pequeños (Salmo 72); la
esperanza de una vida en la que ni el llanto ni la muerte tuvieran
poder, donde todo enemigo del pueblo y de la paz fuera desarmado y
vencido (Is 9,1-6). Esto es lo que se ha venido a llamar esperanza
mesiánica, que se expresa en los textos bíblicos de muchas formas y
que vivía en la mente de los contemporáneos de Jesús con unos
contornos más o menos definidos y con más o menos fuerza según
grupos.
Lo que sí parecía claro es que Dios actuaría con
fuerza, como Señor y rey soberano que somete a toda realidad
contraria para traer la paz. Humillaría a sus enemigos -los enemigos
del pueblo-, vengaría las injusticias cometidas con los pobres y
daría a los suyos un corazón nuevo donde su ley naciera sin
oposición, haciéndose una con la misma vida del hombre, resistente
a los engaños del pecado (Jr 31, 31-34). Algunos, en los años
anteriores y posteriores a los que Jesús saliera a la luz pública,
habían dicho: 'ya está aquí, seguidme', y habían amotinado
al pueblo contra los ocupadores romanos, pero su fracaso manifestará
que no era en ellos donde nacía la esperada soberanía de Dios.
Otros, como Juan el Bautista, invitaban a prepararse con urgencia,
pues era inminente la llegada del juicio transformador de Dios.
Otros, como las comunidades esenias de Qumrán, se retiraban de la
sociedad establecida para crear ese mundo nuevo y ofrecerse como
espacio donde Dios pudiera habitar, ya que su pueblo y su templo se
habían hecho indignos de Él.
En este ambiente apareció Jesús. 'Discreto' en
un principio como quien surge del mundo cotidiano e irrelevante de la
gente común, 'exuberante' como heraldo que convoca a todos en
las plazas de los pueblos y en lo alto de los montes para recomenzar
esta vieja historia ahora bajo la soberanía recreadora de Dios.
¿Era Jesús el Mesías al que esperaba el pueblo de
Israel? Si se responde que sí hay que añadir que lo esperaban en
otra forma, tan distinto que mayoritariamente no lo reconocieron. Si
se dice que no hay que añadir que en él se daba respuesta a los
anhelos profundos que habitaban las experiencias mesiánicas tal y
como alguno descubrieron. El mismo Jesús, que dejó que lo
consideraran Mesías, parecía, sin embargo, contradecir las
expectativas. Sus discípulos irían descubriendo que lo que anhelaba
su corazón estaba envuelto en miedos y prejuicios, y que sólo Jesús
sabía revelarlo verdaderamente. Irían descubriendo que los deseos
primeros de los hombres son demasiado estrechos de miras y viven de
la pequeñez y la angostura del corazón humano. Irían descubriendo
que sólo dejándose guiar por Jesús reconocían el mundo nuevo y
gozoso que esperaban de Dios, su reinado de verdad y vida (Jn 6,
67-69).
De esta manera, muchos que creyeron al principio que
Jesús era el Mesías, lo abandonaron a mitad de camino cuando no
actuó según sus expectativas mesiánicas. Sólo algunos que
resistieron, con la fascinación y las dudas luchando en su corazón,
descubrieron que la presencia de Dios es más grande que lo que nos
imaginamos aun cuando se presenta por caminos tan pequeños que ni
siquiera parecen dignos de un simple buen judío.
Hoy mismo siempre esperamos a Dios y desearíamos a
Jesús según nuestra lógica y deseos, pero éstos también deben
dejarse vencer para que descubran la fuente que los alienta de fondo.
También hoy existen mesías y mesianismos que dicen 'venid, soy
yo', pero la prueba de fuego para todos es, como veremos, no sólo
si saben vivir para crear vida, sino si saben morir dando vida.
He aquí lo que resultó escandaloso finalmente: un Mesías
crucificado. Pero de esto habremos de hablar más adelante.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 6
6. ¿QUÉ HIZO JESÚS CUANDO NO HIZO NADA QUE
SEPAMOS?
Realmente sabemos muy poco -casi nada- de la vida de
Jesús antes de que iniciara su actividad pública. Ni siquiera de la
primera infancia, de la que poseemos los relatos de Mateo y Lucas,
podemos decir mucho. Estos relatos son fundamentalmente una forma
narrativa de adelantar lo que iba a ser Jesús y sintetizar, a modo
de prólogo, su vida entera. Algo así como la obertura de una
zarzuela que se compone de pequeños retazos de lo que van a ser las
melodías principales de la obra. En ellos se mezclan datos
posiblemente históricos con una lectura del misterio de Jesús de su
vida, de su muerte y de su resurrección a la luz del AT.
Más fiables históricamente parecen las referencias
indirectas a esta etapa que encontramos en su ministerio público. A
partir de ellas podemos decir que vivió en una familia amplia y bien
integrado socialmente, que la ciudad donde pasó la mayor parte de su
vida fue Nazaret, en la que era conocido aunque sin poseer especial
relevancia (Mc 6, 1-3). También que trabajó como obrero manual
aunque no sabemos si por cuenta propia o como contratado. Sabemos que
por esos años de vida oculta, el crecimiento de algunas ciudades
circundantes, como por ejemplo Séforis, fue especialmente
significativo y podría ser probable que hubiera trabajado no sólo
en su ciudad sino también en estas otras. Si esto es así, habría
tenido un domicilio fijo sólo relativamente. Pese a mostrar una
sensibilidad especial para la contemplación de los ritmos de la
naturaleza, como se observa en sus parábolas, no parece que haya
trabajado ni como agricultor o ganadero ni como pescador. Su
formación es importante, ya que podrá discutir en sinagogas o
espacios públicos con los maestros de la ley, fariseos y saduceos, a
su misma altura. Es posible que hubiera frecuentado ámbitos de
renovación espiritual, tanto locales como más amplios, en especial
el movimiento en torno a Juan el Bautista. Lo dicho lo sitúa, por
tanto, como un hombre más entre los suyos.
Si ahora preguntáramos a partir de la actividad que
desarrolló después de su bautismo y nos fijáramos en la
experiencia religiosa personal que deja entrever en su actividad
podríamos decir que Jesús durante su vida oculta se dedicó a dejar
que Dios mismo habitara y configurara su humanidad hasta hacerla
cuerpo suyo. Durante mucho tiempo, en la Iglesia hemos pensado que la
humanidad de Jesús era una especie de superabundancia habitada por
el poder y la sabiduría de su divinidad, de tal manera que todo lo
sabría y lo podría en cada uno de los momentos de su vida
histórica, aunque escondiera estas cualidades por simple humildad o
táctica. Sin embargo, Jesús fue verdaderamente hombre y tuvo que
aprender a vivir su humanidad para hacerla como Dios quería. Esto
lleva tiempo, ya que el hombre es un ser histórico. No se trata de
pasar de una mala humanidad (defectuosa, pecadora) a una buena, sino
de construir una humanidad que pudiera transparentar la
presencia de Dios. Esto supone que hubo de ir configurando la
sensibilidad la forma de pensar, la forma de mirar, la forma de
actuar... al contacto con la realidad del mundo que poco a poco le
salía al encuentro en su vida temporal. Esto es lo que hizo Jesús
en su vida oculta: dejarse modelar por la presencia divina en él,
mientras su humanidad se iba formando al contacto con la vida
cotidiana. Así es como posteriormente en la vida pública podrá
aparecer su mirada como mirada de Dios, sus pasos como pasos de Dios
por este mundo, sus gestos como mano tendida de Dios mismo, sus
sentimientos como tristeza o alegría, compasión o cólera de
Dios... y su humanidad entera como espacio de encuentro del hombre
con Dios.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 7
7. ¿CÓMO Y DÓNDE INICIÓ JESÚS SU ACTIVIDAD
PÚBLICA?
Parece que Jesús inició su andadura pública en
entorno de Juan el Bautista, así lo afirman los cuatro evangelios.
Éste se había retirado al desierto para anunciar la llegada del
Reino de Dios, de su soberanía final sobre todos los poderes. Por
tanto de su juicio último, y ofrecía a los israelitas la última
oportunidad de convertirse antes de que éste se hiciera presente.
Dios tenía que culminar la obra que había puesto en marcha al crear
el mundo y elegir un pueblo, debía revelar lo escondido a los
corazones, hacer justicia a los oprimidos, aniquilar el poder del mal
y echar al fuego la cizaña de la historia. Ahora los israelitas
estaban convocados por Juan a reconocer la verdad de su pecado y
arrepentirse. Tenían todavía un tiempo de gracia otorgado por Dios
para renovar su fe y su vida. El signo de esta conversión era el
bautismo, al que se entregaban de manos de Juan. Después sólo
quedaría la soberanía de Dios, que no admite el pecado en su
presencia.
Jesús participa de este ambiente de espera inminente
del Reino de Dios. Se sitúa entre todos aquellos que saben reconocer
su pecado y entran en el agua del perdón como signo de que Dios debe
purificarles y hacer de ellos hombres nuevos (Salmo 51). A los
primeros cristianos les costará comprender esto. ¿Por qué -se
preguntarán- el Justo, el Señor, el Hijo participó en este rito de
purificación? ¿Acaso lo necesitaba? Tendrán que aprender a mirar
desde el final de su vida y reconocer cómo Jesús, el Justo, asumió
en su mismo cuerpo el peso de la historia de pecado para acompañarnos
y guiarnos desde ella, incluso si suponía ser considerado pecador él
mismo. Tendrá que reconocer que el Cristo de Dios no repudiaba
mezclarse con los pecadores para hacerles sentir la misericordia de
Dios. Tendrán que descubrir que el Hijo entró en los infiernos de
la condición humana para buscarnos, 'pasando por uno de tantos',
rebajándose para mostrar que Dios nunca estará ya lejano.
En un determinado momento, sin embargo, Jesús dio un
giro y comenzó a predicar, con una pasión y autoridad inusitada que
este Reino alboreaba, que estaba a las puertas, que ya asomaba y que
se le podía percibir en pequeños brotes de vida aparecían en sus
propias acciones. Alzó la voz y dijo: 'El Reino de Dios está
cerca, convertíos y creed en el Evangelio' (Mc 1,14-15).
Evangelio, buena noticia; pero, ¿cuál era la buena nueva?, ¿no
habría más bien que tener miedo del juicio que llegaba? ¿Por qué
era una buena noticia si pillaba a casi todos a pie cambiado, sin
todavía una vida suficientemente justa? Jesús no se dirigirá sólo
a los que ya estaban preparados, sino a todos. Quería congregar a
todo el pueblo recogiendo especialmente a las ovejas perdidas de
Israel, a los pecadores. Porque el Reino que llegaba con él no traía
exclusivamente una sentencia sobre la realidad tal cual era, sino más
bien la fuerza para renovar el mundo, para convertir a los pecadores
y sanar a los enfermos. El Reino de Dios coincidía con una acción
de Dios que no era única ni principalmente punitiva, sino, sobre
todo, recreadora, que ponía las condiciones para que el hombre
pudiera ser lo que Dios siempre quiso que fuera, aquel que participa
de su gloria.
Jesús realizó el anuncio del Reino con obras y
palabras a lo largo y ancho de los pueblos y aldeas de Galilea, sobre
todo en los alrededores del lago de Genesaret. Lo central de su
anuncio era la posibilidad concreta de participar de manera gratuita
en ese Reino que asomaba en él. No se podía ganar el Reino, había
que acogerlo como un niño (Mc 10,15), era un espacio abierto por
Dios mismo en medio de la historia a través de las acciones de
Jesús.
Este Reino quedaba definido en Jesús por su apertura
máxima: cambian los justos y los pecadores, cambian los integrados
socialmente y los marginados, cambian los sabios y los no
entendidos... pero siempre y sólo si aceptaban que era la
misericordia de Dios la que los reunía en una fraternidad nueva
alrededor de Jesús. Aparecía así el juicio de Dios, pero en una
forma inesperada. Juicio de misericordia porque Dios conoce hasta qué
punto el hombre está esclavo del pecado y de su fragilidad. Aparece
un juicio que se realiza sobre todo contra la soberbia de aquellos
que no querían reconocer que sólo Dios puede dar la salvación y
que puede darla con una gratuidad renovadora. Que juzga sobre lo que
divide y separa a los hombres condenándolo, porque no quiere que se
pierda nadie y busca que todos se reúnan en fraternidad alrededor de
su mesa. Se trata de un juicio que sin justificar el mal, buscaba
desarmarlo por sobreexceso de bondad.
Ésta es la característica del Reino que Jesús
anuncia. Otros habían hablado también del Reino de Dios, pero Jesús
abre sus puertas con una justicia nueva que deja espacio a todos, y
este 'todos' significa en el que hay espacio para los que de antemano
estaban excluidos. Con su misma presencia, en sus mismas acciones y
palabras, daba a luz en la historia este Reino-niño que quería
crecer ensanchando el cuerpo de la familia humana con la acogida y
reconciliación de todos.
Sinagogas, casas particulares, espacios abiertos
(plazas, descampados, embarcaderos...) serán los lugares de su
convocatoria, anuncio y actuación. Jesús enseña a mirar con ojos
nuevos, a sentir con un nuevo corazón, a pensar con una mente
renovada, a confiar más allá de las justicias humanas. Y esto
porque Dios ha decidido (según su misterio insondable) que ahora es
el tiempo de la gracia (Lc 4, 16-21).
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 8
8. ¿POR QUÉ JESÚS HABLABA EN PARÁBOLAS? ¿QUERÍA
EXPLICAR O ESCONDER?
Parece que las parábolas no eran tan claras ni tan
sencillas como demasiadas veces pensamos. Serían -nos decimos- una
forma de explicar evidente y clara en sí misma que adapta el mensaje
a los más simples. Sin embargo, en los mismos evangelios nos
encontramos huellas de la dificultad que tienen para ser
comprendidas. Muchos no entienden, otros las rechazan al ver en ellas
mensajes subliminares, e incluso los mismos discípulos parecen
necesitar una explicación en privado (Mc 4,10). En ellas nos
acercamos a la forma más característica de hablar de Jesús que,
como su misma vida, parecen esconder un misterio que sólo se le
entrega a quien sabe mirar con ojos nuevos confiándose a él.
Lo primero que habría que decir es que se trata de un
género literario que hace entrar en la realidad por caminos
inusuales, que revela que existen realidades que, sin embargo, no se
pueden apreciar con la forma de mirar que tiene el hombre y la mujer
en su vida cotidiana. No hablan, por tanto, de realidades extrañas,
pero lo hacen de tal manera que produce sorpresa al descubrir un
camino nuevo de llegar a donde ya se está y ver todo de otra manera.
Las parábolas intentan, por tanto, que nos re-descubramos y nos
re-conozcamos a través de episodios cotidianos presentados en una
forma nueva.
Ahora bien, nuestra forma de mirar, pensar, entender...
depende de nuestra forma de vivir y tiende a justificarla, por eso
decimos que no sólo vivimos como pensamos, sino que sobre todo
pensamos como vivimos (individual y socialmente). Por eso, cambiar la
forma de mirar supone poner en tela de juicio la forma de vivir.
Quien escucha las parábolas de Jesús y cree saber ya cómo, cuándo
y por dónde viene Dios, o cómo es y cómo reacciona, se sentirá
sorprendido y urgido a cambiar no sólo de pensamiento, sino también
de forma de vivir. Bastaría, por ejemplo, citar las parábolas del
hijo pródigo (Lc 15,11-32), del buen samaritano (Lc 10,25-37) y la
de los trabajadores contratados a diversas horas (Mt 20,1-10).
Las parábolas describen el mundo tal y como lo ve y lo
vive Jesús mismo, hablan de su íntima experiencia de Dios y, desde
ella, del mundo. Por eso las parábolas sólo se entienden desde las
acciones de Jesús y éstas se comprenden desde aquellas. En este
sentido, Jesús no sólo explica cómo es Dios, sino que invita a
entrar en una nueva forma de existencia que posibilita percibir el
misterio escondido de su actuación y su presencia eterna y a la vez
nueva, que posibilita ver cómo se va renovando el mundo y cómo Dios
ejerce su soberanía en él. Valga remitir a las parábolas del trigo
y la cizaña (Mt 13,24-30) o de la levadura en la masa (Mt 13,31-33).
Por eso, las parábolas son comprendidas
fundamentalmente por los sencillos, no por los simples ni tampoco por
los entendidos. Es decir, por los que están abiertos a lo nuevo, por
los que dejan a Dios ser Dios más allá de sus ideas previas, por
los que de la mano de Jesús saben acoger la novedad del Reino de
Dios y no intentan reducirlo a sus estrechas formas de pensar y
vivir, aquellos que se dejan hacer por Dios.
Pero, ¿de qué hablan las parábolas? Sería necesario
leerlas; baste decir a modo de síntesis que hablan del Reino de Dios
en cuanto éste está activo ya en el mundo, de su presencia y de sus
dinamismos de acción. Hablan de la soberanía de Dios como aquella
pequeña semilla ya sembrada, escondida y fecunda, que da fruto más
allá de su aparente pérdida en este terreno tan improductivo que es
la historia humana. Una fecundidad capaz de hacer de una pequeña
semilla un hogar para una multitud de pájaros de todas clases...
También hablan de la misericordia de un padre que rehabilita a su
hijo contra los dictados de la justicia cotidiana, con una justicia
de amor sobreabundante, un Dios que se hace extranjero pudiendo
habitar en los corazones que parecían no aptos como los de los
samaritanos, o de la locura de un Dios pastor que no soporta la
pérdida de una de sus ovejas y parece abandonar las otras para
buscarla...
No basta, por tanto, escuchar para entender, dejarse
llevar, abrirse a lo nuevo. Será necesario igualmente confiar en las
acciones de Jesús, extrañas, provocativas, sorprendentes..., que,
sin embargo, hacen intuir a los sencillos de corazón la buena
noticia esperada. Veremos más adelante cuáles son estas acciones.
Aparece claro entonces que la comprensión de las parábolas exige la
fe en Jesús y no sólo en Dios, exige creer que su palabra da acceso
al misterio de gracia de Dios que ahora se abre para el que tenga
ojos para ver, para el que tenga un corazón limpio para escuchar y
una voluntad firme para decidirse por ella.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 9
9. ¿LAS BIENAVENTURANZAS DE JESÚS SON UNA BUENA
NOTICIA O UNA BROMA DE MAL GUSTO?
En varios momentos Jesús lanzó una especie de proclama
de la exuberante alegría que produce el Reino: “Dichosos los
pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora
tenéis hambre, porque Dios os saciará. Dichosos los que ahora
lloráis, porque reiréis”. Alguna vez el corazón de Jesús se
llenó de una alegría desbordante que manifestó en palabras de
alabanza al Padre, en una oración sin rastro de queja, dolor,
súplica... sólo inundada por el acontecimiento de la soberanía de
Dios acogida por los pequeños (Mt 11,25-30). De la misma manera
aquí, en estas extrañas palabras, Jesús ofreció esa alegría
vivida como alegría común, para todos. Esto son las
bienaventuranzas (Lc 6,20-23; Mt 5,1-12).
La parábola de la semilla de mostaza (Mc 4,30-32)
podría ayudar a percibir el sentido de las bienaventuranzas. Jesús
parece ver la semilla del Reino, que apenas tiene fuerza para crecer,
convertida ya en un árbol frondoso donde son recogidos los hijos de
Dios, en especial los más débiles y oprimidos. Presente y futuro se
funden en esta proclamación.
Pero para que esto sea perceptible, Jesús va a realizar
pequeños gestos donde, frente a la aparente negación actual de su
verdad, pueda verse la semilla del Reino en su futuro glorioso. Son
estos gestos de Jesús los que hacen reales las bienaventuranzas:
cuando uno se sentía inmerecida y gratuitamente por Jesús, cuando
alguien sentía que a su lado recobraba la dignidad perdida o robada,
cuando los excluidos encontraban sitio en su mesa, cuando alguien era
liberado del peso de sus dolencias por una curación o al contacto
con Jesús era definido como puro para el trato con Dios y con los
otros pese a su situación física o moral... entonces éstos sabían
que habían sido injertados en el tronco de la vida feliz, de la
bienaventuranza de Dios. Los otros, los que no participaron de estos
gestos o no los recibían con fe, no podían entender y quizá las
bienaventuranzas les sonaran a una broma de mal gusto de los
satisfechos, de aquellos a los que simplemente les va bien en sus
tratos con la injusticia (Salmo 123, 3-4) [Como apareció en aquella
terrible bienvenida al campo de Auschwitz-Birkenan: 'El trabajo
hace libre'].
Cuando Jesús dice 'bienaventurados los pobres, los
que lloran, los que tienen hambre...' no está definiendo el
actual estado de cosas, como diciendo: '¡qué bien que seáis
pobres!' Son bienaventurados porque en la acción de Jesús están
siendo hechos partícipes de los bienes de la creación y así
saciados, porque en él encuentran abiertas las puertas del consuelo,
porque en él son acogidos por aquel rey bueno que esperó siempre
Israel (Salmo 72) y que ahora es Dios mismo que en Jesús acoge a su
lado a los pequeños para hacerlos sentar a su mesa.
Las bienaventuranzas van entonces a la par que la
transformación del mundo, por eso quien no entra en su dinámica,
quien no ofrece pan a los pobres, no consuela a los que lloran o
levanta la causa de su tristeza, quien no abandona la violencia,
quien no vive la misericordia... queda fuera del Reino, como hace
saber Lucas cuando, después de las bienaventuranzas, sitúa los ayes
de Jesús sobre los insensibles (Lc 6,24-26).
Para algunos, las bienaventuranzas no necesitan muchas
explicaciones, pues son evidentes al contacto con Jesús que da a luz
la alegría en lo profundo de su corazón; para otros, sin embargo,
suponen resituarse para participar de esta alegría que trae el Reino
que llega. Éstos tendrán que abandonar los juicios inmisericordes,
los prejuicios que no dejan al corazón ver con limpieza la novedad
de Dios, las injusticias y las violencias que crean llanto... Puede
ser entonces que las bienaventuranzas sean piedra de tropiezo para
algunos, escándalo porque viven en un mundo que no quieren perder de
ninguna manera (Lc 7,22-23).
Sólo una cosa más. Sin la resurrección todo este
discurso se agosta bajo el sol de la historia humana. Si Jesús no
resucita, sus gestos quedarán sepultados con su mismo cuerpo. Si él
mismo no es acogido en la eternidad viva de Dios, sus
bienaventuranzas mueren como brotes de almendro que se hacen
infecundos por la helada. Las bienaventuranzas son tatuajes gestuales
del cuerpo de Jesús que mueren o viven con él. Son gestos que
adelanten un futuro que, si no existe, hace que las palabras pierdan
su verdad por ilusionantes que fueran. Por eso es en su resurrección
donde se convertirán en verdaderas definitivamente.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 10
10. ¿VINO JESÚS A DECIRNOS QUE TENÍAMOS QUE AMAR?
Aun a riesgo de contradecir la idea que machaconamente
hemos metido en nuestra mente y corazón, tenemos que afirmar que
Jesús no vino a decir que teníamos que amarnos. Esto es algo que el
pueblo de Dios, y no sólo él, ya sabía. Cuando le preguntan por
el mandamiento principal no dice nada nuevo: 'Amarás a Dios,
amarás al prójimo' (Mt 22,34-40). Jesús no enseña los
mandamientos, no necesita hacerlo porque son sabidos. Él los acepta
como forma de vida justa y querida por Dios. Lo más propio de su
enseñanza se sitúa en otro lugar. Si nos guiamos por su forma
típica de hablar (parábolas y bienaventuranzas), parece que lo
definitivo no es la cuestión moral o, dicho de otra manera, lo que
el hombre hace, sino la cuestión teológica, es decir, lo que Dios
está haciendo. Sólo después de comprender y vivir en el interior
de la acción de Dios, el hombre puede preguntarse por su forma de
vivir. La cuestión aparece clara en el episodio donde un joven busca
a Jesús (Lc 18,18-30). Los mandamientos ya son su forma de vida y
ante esto Jesús no tiene nada que decir sino que está bien, y sin
embargo algo falta. No se trata de otro mandamiento: “no poseerás
nada”, como una lectura superficial daría a entender. Se trata de
entrar en el seguimiento de Jesús, donde todo quede definido por lo
que Dios mismo está haciendo en él. En este sentido el verdadero
mandamiento de Dios es Jesús mismo, su vida. En él se encuentra la
forma que Dios quiere dar al hombre y al mundo.
Toda la acción (obras y palabras) de Jesús está
encaminada a crear una confianza radical en que el Dios que creó al
mundo y lo sostiene (Lc 12,22-34), que guio y alimentó al pueblo en
otro tiempo, el Dios que parecía dormido o secuestrado por el poder
del mal es Señor de la creación, pastor de su pueblo y está
comenzando a mostrarse como rey soberanos que no deja espacio en su
Reino a nada que oprima al hombre. Frente a su soberanía, el poder
del mal se sabe vencido de antemano (Mt 5,1-8). Se hace relativo el
poder del pecado, pues no tiene fuerza para agotar la misericordia de
Dios siempre renovada (Lc 19,1-10), se hace relativo el poder de los
méritos humanos que nunca pueden dar nada a Dios que Él no haya
dado antes y con sobreabundancia. Ahora Dios comienza a hacerse todo
en todos los que acepten el reto ante el que les pone la misma vida
de Jesús. Ni pobreza ni dolor, ni persecución, ni muerte... pueden
separar al hombre de Dios mismo si se entrega con fe a este Dios
manifestado en el derroche de amor de Jesús por los caminos de
Galilea.
Jesús dedicó su vida entera a descubrir y vivir este y
de este amor dado; a mostrar su presencia y aceptarlo con alegría,
aun avergonzadamente por inmerecido; a enseñar a dejarse amar por
Dios en un mundo donde el pecado nos ha convencido de que hemos de
ganar este amor y podemos perderlo.
Sólo quien aprendió esto dejándose habitar entero por
el espíritu de Jesús sabría lo que significaba “amaos como yo os
he amado” o “amad a vuestro enemigo” (Mt 5,43-48). Por eso sólo
es posible vivir estos mandamientos (excesivos, imposibles,
absolutamente desmesurados para el hombre) cuando éste se deja
habitar por el impulso de vida que acompaña la presencia del reino
de Dios. Sin él son palabras vacías. Quien no se deja habitar por
la misma vida de Dios que se da a sí mismo, confiado enteramente en
ella, sabiendo que todo está ganado de antemano en Él, no puede
sufrir el odio de los enemigos sin que éste le contagie, no puede
amarlos. Sólo quien ha aprendido a vivir radicalmente del amor dado
de Dios, amor inagotable, puede amar más allá de todo mandamiento,
puede amar con libertad incluso cuando es apresado bajo las garras de
la violencia. Jesús no nos da, por tanto, un mandamiento más, sino
que con su misma vida nos da a Dios mismo como manantial inagotable
donde el amor verdadero puede nacer.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 11
11. SI JESÚS NO TENÍA MESA PROPIA, ¿CÓMO ES QUE
INVITABA A TODOS A COMER?
Uno de los espacios de actuación de Jesús más
importantes eran las comidas. Los evangelios están llenos de ellas.
Comidas con los que se habían confiado a él y comidas con los que
estaban a la expectativa, comidas con ricos e injustos y comidas con
pobres. Comidas con abundancia real y comidas con apenas un poco de
pan y pescado, comidas en casas particulares y comidas al aire libre
en el espacio de todos... ¿Era acaso un 'comilón y un borracho'
como dijeron algunos de sus enemigos (Mt 11,19; Lc 7,34)? Algunos
autores han afirmado que muchas de las palabras más importantes que
Jesús pronunció se dijeron en torno a charlas de sobremesa. ¿Por
qué?
Las comidas son siempre un lugar para reconocer quiénes
somos y cómo está organizada nuestra sociedad. En ellas se refleja
con quién nos relacionamos y con quien no, quién está integrado y
quién está en los márgenes, quién está mejor considerado y quien
simplemente está, sin más... Ya los profetas habían utilizado este
signo para hablar de Dios y de la vida y la sociedad que él quería.
Jesús va a hacer de este acto social un símbolo de su misión, un acto de evangelización, de proclamación del Reino. Un lugar para
decir quién y cómo es Dios y para expresar su presencia nueva. Si
el pueblo recordaba que Dios había dado 'el pan de cada día'
en el desierto sin que a nadie le faltara y sin que nadie pudiera
acumular (Éx 16,15-19), todos alimentados por Dios, Jesús va a
hacer de sus comidas un espacio donde este Dios no sólo dé el pan
cotidiano a todos, sino donde prometa para ellos que la mesa final
será sobreabundante. Sobreabundancia y amplitud social definen las
comidas de Jesús con sus paisanos.
Él acepta ser alimentado, vivir de la generosidad de
todos. Durante su ministerio se sostiene por la ayuda de algunos
amigos y seguidores (hombres y mujeres), acepta ser invitado a mesas
con sus propias reglas como las de los fariseos, o se autoinvita a
mesas puestas y nacidas de la injusticia (Zaqueo), pero lo
significativo es que siempre se hace con el puesto de anfitrión sin
dejar que nadie defina cómo debe ser la mesa donde él está
sentado, ni siquiera el dueño de la mesa. Lo verdaderamente
sorprendente es que los que invitan o participan van a quedar
definidos por la forma en que Jesús actúe en esa mesa y no por las
convenciones previas que les habían reunido. Estas comidas de Jesús
tienen dos características básicas.
En primer lugar, a su lado es acogido todo el que quiera
sentarse. Se trata de una mesa radicalmente abierta. Nadie está
excluido: ni siquiera mujeres, niños, pobres, pecadores, marginados.
Tampoco ricos, injustos y poderosos... Ahora bien, acto seguido hay
que decir que para permanecer en esa mesa han de aceptar que Jesús
resitúe sus vidas y que las convenciones sociales sean puestas en
crisis por una nueva lógica. Deben aceptar ser acogidos por una
misericordia de Dios que busca la reconciliación de todos sus hijos,
que busca sentar a todos en torno a sí y no sólo a unos pocos. Ya
no es sólo un Dios de misericordia para con los justos, ni sólo
para con los pecadores, ni sólo para con los pobres y despreciados,
ni sólo para con los bien-situados (ricos y sanos). Es un Dios cuya
justicia consiste en reunir, provocar reconocimientos, acogida,
perdón, solicitud mutua, alimentando al hombre con un amor
gratuitamente dado. Especialmente relevante en este tema es el relato
de la comida de Jesús en casa de Simón el leproso (Lc 7,36-49).
En segundo lugar, las meas donde Jesús se sienta
parecen tener siempre no sólo suficiente para todos, sino comida en
exceso. Lo que le es dado, la mesa en la que come lo recibido, se
transforma en una mesa donde todos pueden alimentarse de su mano. Así
Jesús se convierte en una especie de mediación o espacio donde los
bienes de la creación alimentan a todos sin agotarse, haciendo
presente simbólicamente aquel momento esperado donde Dios ofrecería
un banquete espléndido e inagotable a la humanidad (Is 25,6-8). En
todo caso este gesto depende de que los hombres acepten pasar sus
bienes, lo mismo que su posición social, por las manos de Jesús. De
no ser así, Jesús será percibido como un enemigo del orden
económico o social que se cierra en sí mismo, no sólo robando los
bienes de la creación y dejando a algunos en la miseria, sino
haciendo que se pudran, agotando su fecundidad (Sant 5,1-6).
Un gran acontecimiento concentró todas estas
experiencias y las simbolizó convirtiéndose en un rumor que fue
ensanchándose progresivamente: Jesús había dado de comer a una
multitud Él y sólo él, después de dar gracias a Dios, había
hecho que aquella solicitud de Dios por los pájaros del campo a los
cuales alimenta cada día (Mt 6,26) se convirtiera en milagro humano.
¿Quién sabe cómo fue en concreto? Lo que sí sabemos es que se
convirtió en un referente para definir la actividad de Jesús y que
luego con la resurrección fue ampliado en su sentido hasta
definirle a él como alimento o pan de vida (Jn 6).
Quizá podríamos resumir todo esto diciendo que la
palabra de Dios, palabra activa de misericordia gratuita y
generosidad suma, palabra que es alimento que da la vida verdadera,
alimentaba verdaderamente a través de la forma en que Jesús
presidía las comidas (Dt 8,3; Mt 4,3-4).
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 12
12. ¿DE VERDAD JESÚS HIZO MILAGROS?
Jesús nunca hizo que un círculo fuera cuadrado. Sus
milagros no tienen nada que ver con lo ilógico. Tal y como son
presentados por los evangelios, son acontecimientos sorprendentes que
suscitan el asombro y la fe de los que los contemplan. Aparece una
situación en la que un hombre está limitado por lo que sería
necesario para su vida plena. Entonces, justo en ese límite donde el
mundo no parece dar más de sí para él, una acción de Jesús hace
que ese límite quede vencido en el nombre de Dios. Lo fundamental de
los milagros es, entonces, hacer percibir que el hombre no está
atado a sus propias fuerzas y a lo que la creación es desde sí
misma, sino que existe un poder vitalizador interno a la vida que la
hace continuamente sobrepasarse, poder que en algunos momentos es
especialmente exuberante. Esta sobreabundancia vital es activada por
Cristo como fuerza del Reino de Dios que quiere llevar todo a
plenitud. Por eso, los milagros no pretenden demostrar que Dios
existe (esto era evidente para sus contemporáneos), sino hacer
percibir que está actuando y deja signos especiales para alentar la
fe en su presencia vivificadora y en su atracción de todo hacia la
plenitud.
En este sentido hay tres elementos importantes que deben
tenerse en cuenta para comprender los milagros de Jesús.
El primero es que los milagros se ofrecen en un contexto
de fe. Es la fe la que los hace posibles (Mc 9,23-24). Se necesita
que el sujeto que los recibe se abra a Dios como presencia
vivificadora, como fuerza vital y salvífica de la realidad confiando
en Jesús. Sin un mínimo de fe no hay milagro (Mc 6, 1-6), porque
Jesús no pretende con ellos exhibir su poder, ser admirado o
demostrar nada, sino suscitar la confianza en que, más allá de todo
límite y toda situación, Dios tiene poder para llevar a plenitud la
vida, para hacer que la historia y la creación terminen envueltas en
la gloria inmortal de su poder. Quien no se conforma con los milagros
dados y pide más (Lc 4,23ss) no ha entendido que éstos son sólo
signos para activar la fe en la obra de Dios que está en marcha, y
los convierte en meros parches para hacer el mundo un poco mejor.
Jesús realiza sus milagros para todos, aunque no todos reciban el
beneficio material de la acción. Los dirige a todos porque en todos
quiere suscitar esta confianza radical en la providencia activa de
Dios sobre la historia. En este sentido, por ejemplo, el que es
curado recibiendo la acción material del milagro con fe, podrá
morir con confianza sin pedir una nueva curación, pues habrá
descubierto que Dios actuará a su tiempo para superar ese último
límite que es la muerte y nos pertenece como criaturas. Esto mismo
lo podrán descubrir en ese mismo gesto los que rodean la acción sin
recibir ese beneficio material concreto.
El segundo elemento es que Jesús tiene una predilección
especial por el sábado como día para actuar con este poder
transformador. La razón es que en estas acciones ve la gloria
vivificadora de Dios que llevará todo a plenitud en el último día
de la creación, el sábado. En este día el pueblo israelita
recordaba que Dios debe ser 'todo para todos y en todo', y,
por tanto, lo consagra a su alabanza. Con estos signos realizados en
sábado, Jesús explica que este 'ser todo en todos' tiene que
ver con el deseo de Dios de hacer partícipe a la creación y a los
hombres de su vivacidad eterna, de su salud amortal, de su exuberante
riqueza, de su claridad sin sombra... Así, los milagros son en Jesús
signos del Reino que está amaneciendo, del Dios que está dejándose
ver en cuanto 'Emmanuel' (Mt 1,23), del Dios creador y
salvador que está derramando su gracia final sobre el mundo.
Por último y en tercer lugar, Jesús rechaza hacer
milagros en muchos momentos. Se negó a realizarlos donde no se creía
o donde sólo se creería si las cosas iban bien, es decir, si Jesús
actuaba en su beneficio (Mc 8,11-12). Jesús sabe que el hombre debe
creer como hombre mortal, en y con sus límites. Que debe aprender a
entregarse a Dios cuando éste parece un cercano benefactor y también
cuando se le siente lejano y olvidadizo. Después de contemplar los
milagros, que nunca solucionaban la vida de una vez y para siempre,
había que aprender a sufrir confiadamente las limitaciones de la
vida, había que aprender a resistir con fe en medio de sus dolores
y comprender que se ha de morir porque el hombre es una criatura, un
ser finito. Quien acepta los milagros como signos de fe, descubre que
Dios puede romper los límites que nos asaltan y nos quitan la vida,
pero deberá vivirlo en una confianza que se entrega a Dios, el único
que conoce el calendario último de nuestra salvación. Esta es la
razón por la que Jesús, arrodillado en Getsemaní y colgado en la
cruz, no pidiera ningún milagro. Allí mismo nos muestra su fe y su
entrega a Dios muriendo sin ningún beneficio especial y así abre la
última puerta para recibir la vida verdadera (Hb 12,1-3)
Un último apunte. En estos tiempos de escepticismo ante
los milagros evangélicos, un escepticismo que convive
paradójicamente con una credulidad sorprendente en otros ámbitos,
hay que decir que, aunque las historias que encontramos en el
Evangelio están agrandadas o repetidas en relatos diferentes, a
juicio de los especialistas es necesario admitir que Jesús hizo
obras que asombraron a sus contemporáneos, que las hizo en nombre de
Dios para manifestar la llegada del Reino, y que finalmente supo
prescindir de ellas para vivir en oscuridad, pero con fe, fiado de
aquella palabra de Dios que le llamó 'Hijo amado'. Acoger
estos signos para ensanchar nuestra pequeña fe y después aprender a
creer en oscuridad en este lado mortal de la historia de la creación,
parece ser el camino indicado por el mismo Jesús.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 13
13. ¿QUÉ SON LOS EXORCISMO DE JESÚS?
Los evangelios están llenos de referencias a Satán y a
los demonios. Si a una parte de nuestra sociedad esto le hace pensar
en historias para crédulos que no contienen ninguna verdad, hay que
decir que el tema es actual a la vista, por ejemplo, de la cantidad
de películas obre él y del éxito de algunas de ellas. En los
evangelios sinópticos (especialmente en Marcos), Jesús aparece
desde el principio en lucha contra Satán, tal y como queda
simbolizado en las tentaciones (Mc 1,12-13; Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). En
el evangelio de Juan, Satán aparece como príncipe despótico de
este mundo (Jn 12,31). No se puede hacer como si el tema no estuviera
ahí; pero, ¿qué decir?
Desde siempre el hombre ha sabido, por experiencia, que
no dominaba enteramente su vida, que estaba sometido, más allá de
su voluntad y a veces en contra de ella, a poderes y fuerzas
autodestructivas, tanto a nivel individual como a nivel social. La
sospecha sobre los otros, incluso sobre los más cercanos; las
acusaciones compulsivas contra los demás que encubren nuestros
miedos o envidias; el odio a los semejantes y el enfrentamiento con
ellos incluso hasta su eliminación física... Todos estos dinamismos
sentidos como perversos por casi todas las culturas son, sin embargo,
justificados cuando son propios. El hombre es engañado y termina
aceptándolos como justos y necesarios. Algo parece dominar
negativamente lo humano del hombre y la mujer, y llevarlos a vivir no
sólo de lo que le da vida, sino también de lo que la degrada o la
destruye. Parece existir algo que se apropia de nuestra manera de
pensar, de sentir, de actuar, incluso de creer, que deforma el
impulso de la vida y del amor, de la armonía y de la paz que todos
parecemos anhelar. Algo se hace uno con nosotros y nos roba parte de
nuestra libertad y nuestro ser. Hay veces que esto aparece en forma
excesiva como en la perversidad violenta e insensible de algunos
hombres y mujeres, o en el sufrimiento humano que conllevan algunas
enfermedades mentales que vuelven al hombre o a la mujer contra sí
mismo o contra otros de manera irracional y destructiva.
Lo peor es que parece que no tenemos fuerzas para
arrancar esta forma parásita de existencia que nos habita y nos va
infectando la vida mientras, sin querer, la alimentamos con nuestras
acciones y pensamientos en una especie de círculo vicioso
laberíntico. Podríamos gritar con Pablo: '¿Quién me librará
de este cuerpo que es portador de muerte?' (Rm 7,24)
Nos atreveríamos a decir que en su origen último está
el miedo. Miedo a ser nada y no resistir la propia pequeñez en
confianza. La historia de Satán en el mundo es la historia de quien
ha sabido aprovechar el miedo del hombre cuando se veía frente al
abismo de sus límites: solo, hambriento, olvidado, sin poder o
relevancia, atacado por la muerte... Entonces algo parece ofrecer
fuerza y plenitud, compañía y sabiduría instantánea. Fausto es en
Europa el representante de este hombre miedoso que vende su alma al
diablo para hacerse fuerte y superar sus límites. Pero el diablo,
como bien ha visto el evangelista san Juan, es el padre de la
mentira, siempre engaña. Hace creer al hombre que podría vivir sin
límites por sí mismo, sin dolor, sin... sin muerte. Le hace creer
que podría hacerse Dios y así le impulsa incluso a asesinar (Jn
8,44). Pero Satán siempre aparece finalmente para cobrar sus
estipendios, que son nuestra propia perdición, ya que se alimenta de
nuestra propia degradación, de la muerte de nuestra humanidad. Su
personalización en el mundo coincide con nuestra deshumanización.
Jesús sabe que no están poseídos sólo los hombres
que han perdido su voluntad y se autodestruyen (Mc 5,1-20), sino toda
la sociedad que vive como hija de los consejos del miedo y la mentira
en vez de la fe (Jn 8,39-47). Jesús quiere librarnos de este engaño
que arruina nuestra vida y lo hace no dejando que Satán se adentre
en el interior de su corazón y parasite su vida. Su misma vida es
el espacio donde Satán pierde todos sus poderes. Lo hace además
arrancando al hombre de aquel miedo que lo despersonaliza. Pero,
¿cómo? Fundamentalmente mirándole como Dios le mira, haciendo
realmente cercana la presencia amorosa y acogedora de Dios y
posibilitando la confianza frente a una humanidad que enseña a
desconfiar y a vivir escondiéndose, mintiendo, acusando y agrediendo
siempre por miedo. Jesús hace libre al hombre pues lo libera del
miedo a morir. Sus exorcismos consisten en desvelar la mentira de
Satán, en mostrar cómo promete vida, pero sólo puede ofrecer
muerte.
Sólo la fe en Dios como fuente absoluta de vida,
también en situaciones de desierto (Lc 4,1-4), de muerte (Lc
4,9-12), de impotencia y pequeñez (Lc 4,8-12), de dolor, violencia y
limitación (Mc 14,33-36), hacen que el diablo no encuentre hogar en
la tierra y el hombre viva libre. Y es la presencia de Jesús que
vive sólo de su radicación en el Padre y de su aliento vivificante,
el que nos puede liberar de la mentira que desde tan adentro nos
domina. Cristo, que no se dejó habitar por la desconfianza ni
siquiera en el último ataque de Satán en la cruz, se convierte en
nuestro refugio para creer que también en tiempos difíciles nuestra
debilidad de su mano puede hacerse fuerte (2Cor 12,7-10). El poder
del diablo se desvanece y el hombre es exorcizado radicalmente.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 14
14. ¿POR QUÉ JESÚS ELIGIÓ DISCÍPULOS Y A CUÁNTOS
ELIGIÓ?
Más allá de la imagen que existe en nuestra mente de
un Jesús acompañado desde el principio por doce discípulos a los
que habría elegido nada más iniciar su actividad y que conservó
hasta el final como su círculo personal y único, los evangelios
presentan una realidad más matizada. Jesús quería poner en estado
de expectación receptiva a todos los miembros de su pueblo. Sabía
que el Reino de Dios estaba alboreando ya y que había que despertar
a todos para que prepararan las lámparas (Mt 25,5-7) y pudieran así
disfrutar de la llegada del Señor. Esto le llevó a compartir su
misión propia, la que sólo a él pertenecía, y elegir a algunos de
los “despiertos a primera hora” para que anunciaran con sus
mismas obras y palabras esta llegada inminente (Lc 10,1-11). Para
algunos quizá fue un encargo puntual o sólo en un lugar y tiempo
delimitado, a otros les pedía poner a su disposición su casa como
centro de actividades o como lugar de descanso o enseñanza (Lc
10,38-42), a otros les pedía un acompañamiento incondicional (Mc
3,14-15). Había entre sus seguidores hombres y mujeres (Lc 8,1-3).
Hombres y mujeres con la vida renovada, que habían sentido la
atracción de una palabra veraz, de unos gestos vivificadores o
incluso la liberación personal desde una vida perdida o anulada,
como por ejemplo María de Magdala (Lc 8,2). En cualquier caso la
iniciativa era siempre de Jesús. Él llamaba y uno debía decidir si
aceptaba la llamada.
Una cosa es clara: Jesús no era uno de esos que de
inicio dice 'si no lo hace uno mismo..., mejor es hacerlo que
mandarlo...,' lo cual dice muy poco de la confianza que depositan
en los demás. Desde el inicio compartió su misión aun sabiendo que
era suya propia, compartió su poder y su sabiduría, ofreció el
Reino no sólo con su presencia personal, sino también a través de
sus enviados (Lc 10,16. Algunos fueron elegidos como una pequeña
ciudad luminosa en medio de un mundo lleno de oscuridades (Mt
5,14-16). Por eso, se entregó a ellos con especial interés, no para
abandonar a los demás, sino para llegar a todos. Les enseñó y
alentó, les amó y corrigió como una presencia de señorío y
amistad especial para que su vida se llenara de lo necesario para
hacerse signo del Reino que Jesús traía consigo desde Dios.
En un momento determinado, un gesto tuvo especial
importancia para él: de entre sus seguidores consagró un grupo
especial a su alrededor, el grupo de los doce (Mc 3,13-19). Con este
gesto quería significar que ahora todas las tribus de Israel, es
decir, el pueblo entero, eran convocadas de nuevo por Dios para
renovar definitivamente la antigua alianza. Más aún, este gesto,
unido a las comidas abiertas de Jesús con los doce en torno a sí,
parecía mostrarse como signo de aquel final de la historia donde
Israel sería luz de las naciones y todos los pueblos subirían a
Jerusalén, al encuentro del Señor (Is 2,2-5). Mateo resumirá esta
idea cuando al final del Evangelio Jesús resucitado envíe a los
doce a todos los pueblos para anunciar que con su vida y muerte se ha
abierto el final de los tiempos y el amor de Dios ha sido derramado
sobre todos (Mt 28,18-20).
Una vez que se extienda la Iglesia y comiencen a formar
parte de ella los no judíos, el signo de los doce ya no será
necesario y perderá importancia, pero en el contexto de la fe
israelita en la que vive Jesús tuvo gran relevancia: hacía saber
que el Reino que llegaba buscaba acoger a todo el pueblo de Dios y no
sólo a una parte de él. Por otra parte, este grupo hará de puente
para siempre entre la historia de Jesús en un tiempo concreto y la
historia posterior de la Iglesia en todos los tiempos.
Hemos de decir igualmente que quienes acompañaron de
cerca a Jesús elegidos por Él para hacerles partícipes de su
Espíritu y enviarles a liberar a los hombres en su nombre, habrían
de pasar por la crisis de su muerte. Cuando Jesús les fue arrebatado
no supieron ser suyos, no supieron cómo resistir. Sólo al volver
Jesús como Señor vivificado y vivificador con la eternidad de Dios
en su misma carne y hacerles partícipes de su Espíritu, pudieron
los discípulos ser apóstoles, testigos llenos de fe y poder de vida
para todos. Sólo porque fueron enviados por Jesús durante su vida,
pudieron anunciar el Reino ya amanecido. Sólo porque él ya
resucitado renovó su elección con el don de su Espíritu, pudieron
hacerse testigos vivos del perdón renovador de Dios que salva el
mundo. Testigos de que en su resurrección el mundo y la vida se
estaban rehaciendo definitivamente en Dios.
(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García
Martínez. CCS)
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