LA CIENCIA
La ciencia tiene por objeto el estudio y
la reconstrucción teórica del orden del mundo en relación a la estructura
mental, psíquica y corporal del hombre; contrariamente a las ingenuas ilusiones
de algunos científicos, ni el uso de telescopios y microscopios, ni el empleo
de las fórmulas algebraicas más singulares, ni siquiera el menosprecio del
principio de no contradicción, permiten salir de los límites de esa estructura.
Lo que, por otra parte, tampoco es deseable. El objeto de la ciencia es la
presencia en el universo de la Sabiduría de la que somos hermanos, la presencia
de Cristo a través de la materia que constituye el mundo.
Reconstruimos una imagen del orden del
mundo a partir de datos limitados, enumerables, rigurosamente definidos. Entre
estos términos abstractos y por tanto manejables por nosotros, establecemos
ciertas relaciones. Podemos así contemplar en una imagen –imagen cuya
existencia queda en suspenso en el acto de atención- la necesidad, que es la
sustancia misma del universo, pero que sólo se manifiesta a nosotros como tal
de forma discontinua.
No puede haber contemplación sin que
haya algo de amor. La contemplación de esa imagen del orden del mundo
constituye un cierto contacto con la belleza del mundo. La belleza del mundo es
el orden del mundo cuando se le ama.
El trabajo físico constituye un contacto
específico con la belleza del mundo y, en los mejores momentos, un contacto de
una plenitud tal que no tiene equivalente. Para admirar realmente el universo,
el artista, el hombre de ciencia, el pensador, el contemplativo, deben
traspasar esa película de irrealidad que lo vela y lo convierte para la mayoría
de los hombres, a lo largo de casi toda su vida, en un sueño o en un decorado
de teatro. Pero aunque deben, con frecuencia no pueden. Quien tiene los
miembros desechos por el esfuerzo de una jornada de trabajo, es decir, de una
jornada en la que ha estado sometido a la materia, lleva en su carne como una
espina la realidad del universo. La dificultad estriba para él en mirar y amar;
si llega a hacerlo, ama lo real.
Éste es el inmenso privilegio que Dios
ha reservado a sus pobres. Pero casi ninguno lo sabe. No se les dice. El exceso
de fatiga, la preocupación agobiante por el dinero y la falta de verdadera
cultura, les impide darse cuenta de ello. Bastaría un pequeño cambio en su
condición para abrirles el acceso a un tesoro. Es desgarrador lo fácil que en
muchos casos les sería a los hombres procurar un tesoro a sus semejantes y cómo
dejan pasar siglos sin tomarse la molestia de hacerlo.
En la época en la que había una
civilización popular cuyas migajas coleccionamos hoy como pieza de museo bajo
el nombre de folklore, sin duda el pueblo tenía acceso a ese tesoro. También la
mitología, que es pariente muy próxima del folklore, es un testimonio de ello
si se sabe descifrar su poesía.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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