SOBRE EL “PADRE-NUESTRO” Iº
Padre nuestro, el que está en los
cielos
Es nuestro Padre; nada real hay en
nosotros que no proceda de él. Somos suyos. Nos ama puesto que se ama y
nosotros le pertenecemos. Pero es el Padre que está en los cielos, no en otra
parte; si creemos tener un padre en este mundo, no es él sino un falso Dios. No
podemos dar un solo paso hacia él; no se camina verticalmente. Podemos sólo
dirigir hacia él nuestra mirada. No hay que buscarle, basta con cambiar la
orientación de la mirada; a él es a quien corresponde buscarnos. Hay que sentirse felices de saber que está
infinitamente fuera de nuestro alcance. Tenemos así la certeza de que el mal
que hay en nosotros, aun cuando invada nuestro ser, no mancha de ningún modo la
pureza, la felicidad y la perfección divinas.
Sea santificado tu nombre
Sólo Dios tiene el poder de nombrarse a
sí mismo. Su nombre no puede ser pronunciado por labios humanos. Su nombre es
una palabra, el Verbo. El nombre de un ser cualquiera es un elemento mediador
entre el espíritu humano y ese ser, la única vía por la cual el espíritu humano
puede aprehender algo de él cuando está ausente. Dios está ausente; está en los
cielos. Su nombre es la única posibilidad para el hombre de acceder a él. Así
pues, es el Mediador. El hombre tiene acceso a ese nombre, aunque sea
trascendente. Brilla en la belleza y el orden del mundo y en la luz interior
del alma humana. Ese nombre es la santidad misma; no hay santidad fuera de él;
no necesita, pues, que se le santifique. Al pedir su santificación, pedimos lo
que es eternamente con una plenitud de realidad a la que no está en nuestro poder
añadir o sustraer ni tan siquiera una parte infinitamente pequeña. Pedir lo que
es, lo que realmente es, infalible y eternamente, de manera totalmente
independiente de nuestra petición, es la petición perfecta. No podemos dejar de
desear, somos deseo; pero si lo volcamos íntegramente en nuestra petición,
podemos transformar ese deseo que nos clava a lo imaginario, al tiempo, al
egoísmo, en una palanca que nos permita pasar de lo imaginario a lo real, del
tiempo a la eternidad, más allá de la prisión del yo.
Venga tu reino
Se trata ahora de algo que debe venir,
que no está presente. El reino de Dios es el Espíritu Santo llenando por
completo toda el alma de las criaturas inteligentes. El Espíritu sopla donde
quiere; sólo podemos llamarle. No hay ni que pensar en llamarle de manera
particular para uno mismo, para unos o para otros, ni siquiera para todos, sino
llamarle pura y simplemente; que pensar en él sea una llamada y un grito. Así
como cuando se está en el límite de la sed, muriendo de sed, uno ya no se
representa el acto de beber en relación a sí mismo, ni siquiera el acto de
beber en general, sino tan sólo el agua en sí; pero esta imagen del agua es
como un grito de todo el ser.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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