SOBRE EL “PADRE-NUESTRO” IIIº
Nuestro pan, que es sobrenatural,
dánoslo hoy
Cristo es nuestro pan. No podemos pedirlo
sino para el momento presente. Pues siempre está ahí, en la puerta de nuestra
alma; quiere entrar pero no fuerza el consentimiento; si se lo damos, entra; si
no, se va de inmediato. No podemos comprometer hoy nuestra voluntad de mañana,
no podemos hacer hoy un pacto con él para que mañana se encuentre en nosotros a
pesar nuestro. El consentimiento a su presencia es lo mismo que su presencia;
es un acto y no puede ser sino actual. No nos ha sido dada una voluntad
susceptible de aplicarse al provenir. Todo lo que en nuestra voluntad no es
eficaz es imaginario. La parte de la voluntad que es eficaz lo es de forma
inmediata; su eficacia no es distinta de ella misma. La parte eficaz de la
voluntad no es el esfuerzo que se proyecta hacia el porvenir, sino el
consentimiento, el sí del matrimonio. Un sí pronunciado en y para el instante
presente, pero pronunciado como palabra eterna, pues es el consentimiento a la
unión de Cristo con la parte eterna de nuestra alma.
Tenemos necesidad de pan. Somos seres
que tomamos continuamente nuestra energía del exterior, pues a medida que la
recibimos la agotamos con nuestros esfuerzos. Si nuestra energía no es
continuamente renovada, nos quedamos sin fuerza y somos incapaces de cualquier
movimiento. Aparte de la comida propiamente dicha, en el sentido literal del
término, todo lo que genere un estímulo es para nosotros fuente de energía. El
dinero, el progreso, la consideración, las recompensas, la celebridad, el
poder, los seres queridos, todo lo que estimula nuestra capacidad de actuar es
como el pan. Si una de esas expresiones del apego penetra bastante
profundamente en nosotros, llegando hasta las raíces vitales de la existencia
carnal, la privación puede herirnos e incluso hacernos morir. Es lo que se
llama morir de pena; es como morir de hambre. Todos estos objetos de apego
constituyen, con el alimento propiamente dicho, el pan de este mundo. Depende
enteramente de las circunstancias que le demos nuestro acuerdo o lo rechacemos.
No debemos pedir nada respecto a las circunstancias, salvo que sean conformes a
la voluntad de Dios. No debemos pedir el pan de este mundo.
Hay una energía trascendente cuya fuente
está en el cielo y se derrama sobre nosotros desde el momento en que la
deseamos. Es realmente una energía y actúa por mediación del alma y el cuerpo.
Debemos pedir este alimento. En el
momento en que lo pedimos y por el hecho mismo de pedirlo, sabemos que Dios nos
lo quiere dar. No debemos aceptar el estar un solo día sin él; pues cuando las
energías terrestres, sometidas a la necesidad de este mundo, son las únicas en
alimentar nuestros actos, no podemos hacer y pensar más que el mal. “Viendo
Yhwh que la maldad del hombre cundía en la tierra, y en todos los pensamientos
que ideaba su corazón eran puro mal de continuo…”. La necesidad que nos obliga
al mal gobierna todo en nosotros, salvo la energía de lo alto cuando penetra en
nosotros. No podemos hacer provisión de ella.
Y perdónanos nuestra deuda, así
como también nosotros
hemos perdonado a nuestros deudores
En el momento de decir estas palabras es
preciso haber perdonado ya todas las deudas. No se trata sólo de la reparación
de las ofensas que creemos haber sufrido; es también el reconocimiento del bien
que pensamos haber hecho y en general de todo lo que esperamos por parte de los
seres y las cosas, todo lo que creemos que se nos debe y cuya ausencia nos
proporcionaría una sensación de frustración. Son todos los derechos que creemos
que el pasado nos otorga sobre el porvenir. Primero, el derecho a una cierta
permanencia. Cuando hemos disfrutado de algo durante un tiempo, creemos que nos
pertenece y que la suerte debe permitirnos seguir gozando de ello. Además, el
derecho a una compensación para todo esfuerzo, trabajo, sufrimiento o deseo,
cualquiera que sea su naturaleza. Siempre que hemos llevado a cabo un esfuerzo
y éste no revierte en nosotros de forma equivalente bajo la forma de un fruto visible, nos queda
una sensación de desequilibrio, de vacío, que nos lleva a pensar que hemos sido
robados. El esfuerzo de sufrir una ofensa nos lleva a esperar el castigo o las
excusas del ofensor, el esfuerzo del hacer el bien nos lleva a esperar el
reconocimiento por parte del beneficiado; pero éstos son solamente casos
particulares de una ley universal. Todas las veces que algo sale de nosotros
tenemos la absoluta necesidad de que al menos su equivalente regrese a nosotros
y, por tener necesidad de ello, creemos tener también derecho. Nuestros
deudores son todos los seres, todas las cosas, el universo entero. Creemos
tener crédito sobre todo. En realidad, se trata siempre de un crédito
imaginario del pasado hacia el porvenir. Es a ello a lo que debemos renunciar.
Haber perdonado a nuestros deudores es
haber renunciado en bloque a todo el pasado. Aceptar que el porvenir está
intacto y virgen, rigurosamente ligado al pasado por lazos que ignoramos, pero
completamente libre de aquellos que nuestra imaginación cree poder imponerle.
Aceptar la posibilidad de que suceda y, en concreto, de que nos suceda
cualquier cosa y de que el día de mañana haga de toda nuestra vida pasada algo
estéril y vano.
Renunciando de golpe a todos los frutos
del pasado sin excepción, podemos pedir a Dios que nuestros pecados pasados no
aporten a nuestra alma sus miserables frutos de mal y de error. En tanto nos
agarramos al pasado, Dios mismo no puede impedir esa horrible fructificación.
No podemos apegarnos al pasado sin apegarnos a nuestros crímenes, pues lo que
es esencialmente peor en nosotros nos es desconocido.
La principal deuda que creemos
tiene el universo para con nosotros es la continuidad de nuestra personalidad.
Esta deuda implica todas las demás. El instinto de conservación nos hace sentir
esa continuidad como necesaria, y creemos que una necesidad es un derecho. Como
el mendigo que decía a Talleyrand: “Monseñor, tengo que seguir viviendo” y al
que Talleyrand respondía: “No veo la necesidad de ello”.
Nuestra personalidad depende enteramente de las circunstancias externas, que
tienen un poder ilimitado para aplastarla. Pero preferiríamos morir a
reconocerlo. Entendemos el equilibrio del mundo como un conjunto de
circunstancias en virtud del cual nuestra personalidad se mantiene intacta y
nos pertenece. Todas las circunstancias pasadas que han herido nuestra
personalidad nos parecen rupturas en el equilibrio que un día u otro deberán
ser infaliblemente compensadas por fenómenos de sentido contrario. Vivimos a la
espera de tales compensaciones. La proximidad inminente de la muerte es
horrible porque nos obliga a aceptar que esas compensaciones no van a
producirse.
El perdón de las deudas es la renuncia a
la propia personalidad, a todo lo que llamo ‘yo’, sin excepción; es saber que
en lo que llamo ‘yo’ no hay nada, ningún elemento psicológico que las
circunstancias exteriores no pueden hacer desaparecer; es aceptar eso y ser
feliz de que así sea.
Las palabras “hágase tu voluntad”, si se
las pronuncia con toda el alma, implican esa aceptación. Por eso puede decir
instantes después: “hemos perdonado a nuestros deudores”.
El perdón de las deudas es la pobreza
espiritual, la desnudez espiritual, la muerte. Si aceptamos plenamente la
muerte, podemos pedir a Dios que nos haga revivir purificados del mal que hay
en nosotros. Pues pedirle que perdona nuestras deudas es pedirle que anule ese
mal. El perdón es la purificación. Ni Dios mismo tiene poder para perdonar el
mal que está en nosotros. Dios nos perdona nuestras deudas cuando nos pone en
estado de perfección.
Hasta ese momento Dios nos perdona
nuestras deudas parcialmente, en la medida en que perdonamos a nuestros
deudores.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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