EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA Iº
En el ámbito del sufrimiento, la desdicha
es algo aparte, específico, irreductible; algo muy distinto al simple
sufrimiento. Se adueña del alma y la marca, hasta el fondo, con una marca que
sólo a ella pertenece, la marca de la esclavitud. La esclavitud tal como se
practicaba en la antigua Roma es solamente la forma externa de la desdicha. Los
antiguos, que conocían bien estas cosas, decían: “Un hombre pierde la mitad de
su alma el día que se convierte en esclavo”.
La desdicha es inseparable del
sufrimiento físico y, sin embargo, completamente distinta. En el sufrimiento,
todo lo que no está ligado al dolor físico o a algo análogo es artificial,
imaginario, y puede ser anulado por una disposición adecuada del pensamiento.
Incluso en la ausencia o la muerte de un ser amado, la parte irreductible del
pesar es algo semejante a un dolor físico, una dificultad para respirar, un
nudo que aprieta el corazón, una necesidad insatisfecha, un hambre, o el
desorden casi biológico originado por la liberación brutal de una energía hasta
entonces orientada por un apego y que deja de estar encauzada. Un dolor que no
está concentrado de esta forma en torno a un núcleo irreductible es simple
romanticismo, mera literatura. La humillación es también un estado violento de
todo el ser corporal que quiere saltar ante el ultraje pero debe contenerse,
forzado por la impotencia o por el miedo.
Al contrario, un dolor exclusivamente
físico es muy poca cosa y no deja huella ninguna en el alma. El dolor de muelas
es un ejemplo. Unas horas de violento dolor ocasionado por un diente picado no
son nada una vez que han pasado.
Otra cosa es si se trata de un
sufrimiento físico muy largo o muy frecuente. Pero un sufrimiento de esta clase
es a menudo algo muy distinto a un sufrimiento; es más bien una desdicha.
La desdicha es un desarraigo de la vida,
un equivalente más o menos atenuado de la muerte, que se hace presente al alma
de manera ineludible por el impacto del dolor físico o el temor ante su
inmediatez. Si el dolor físico está ausente por completo no hay desdicha para
el alma, pues el pensamiento puede ser dirigido hacia cualquier otro objeto. El
pensamiento huye de la desdicha tan pronta e irresistiblemente como un animal
huye de la muerte. Sólo el dolor físico tiene en este mundo la propiedad de
encadenar al pensamiento; a condición de que en el dolor físico se incluyan
ciertos fenómenos difíciles de describir, pero corporales, que le son
rigurosamente equivalentes. El temor al dolor físico, en particular, es de esta
especie.
Cuando un dolor físico, aunque sea
ligero, fuerza al pensamiento a reconocer la presencia de la desdicha, se
produce un estado tan violento como si un condenado fuese obligado a mirar
durante horas la guillotina que le va a cortar el cuello. Hay seres humanos que
pueden vivir veinte años, cincuenta años, en este estado de violencia. Se pasa
a su lado sin advertirlo. ¿Qué hombre podrá reconocerles si el propio Cristo no
mira por sus ojos? Se repara tan sólo en que tienen a veces un comportamiento
extraño y se censura su conducta.
Sólo hay verdadera desdicha si el
acontecimiento que se ha adueñado de una vida y la ha desarraigado la alcanza
directa o indirectamente en todas sus partes, social, psicológica, física. El
factor social es esencial. No hay realmente desdicha donde no hay degradación
social en alguna de sus formas o conciencia de esa degradación.
Entre la desdicha y los dolores que, aun
siendo muy violentos, profundos o duraderos, son distintos de la desdicha
propiamente dicha, existe a la vez la continuidad y la separación de un umbral,
como en la temperatura de ebullición del agua. Hay un límite más allá del cual
se encuentra la desdicha, pero no más acá. Este límite no es rigurosamente
objetivo, pues en su determinación intervienen toda clase de factores
personales. Un mismo acontecimiento puede sumir a un ser humano en la desdicha
y no a otro.
El gran enigma de la vida no es el
sufrimiento sino la desdicha. No es sorprendente que seres inocentes sean
asesinados, torturados, desterrados, reducidos a la miseria o a la esclavitud,
encerrados en campos de concentración o en calabozos, puesto que existen
criminales capaces de llevar a cabo esas acciones. No es sorprendente tampoco
que la enfermedad imponga largos sufrimientos que paralizan la vida y hacen de
ella una imagen de la muerte, puesto que la naturaleza está sometida a un juego
ciego de necesidades mecánicas. Pero es sorprendente que Dios haya dado a la
desdicha el poder de introducirse en el alma de los inocentes y apoderarse de
ella como dueña y señora. En el mejor de los casos, aquel a quien marca la
desdicha no conserva más que la mitad de su alma.
Quien ha sido alcanzado por uno de esos
golpes que hacen que una persona se retuerza por el suelo como un gusano medio
aplastado, no tiene palabras para expresar lo que ocurre. Los que le rodean, incluso
aquellos que han sufrido mucho, no pueden hacerse idea de lo que significa la
desdicha si no han estado en contacto con ella. Es algo específico,
irreductible a cualquier otra cosa; como los sonidos, de los que nadie puede
dar una idea a un sordomudo. Aquellos que han sido mutilados por la desdicha no
están en condiciones de prestar ayuda a nadie y son incapaces incluso de
desearlo. Así pues, la compasión para con los desdichados es una imposibilidad.
Cuando verdaderamente se produce, es un milagro más sorprendente que el caminar
sobre las aguas, la curación de un enfermo o incluso la resurrección de un
muerto.
La desdicha obligó a Cristo a suplicar
que se apartara de él el cáliz, a buscar consuelo junto a los hombres, a
creerse abandonado de su Padre. Obligó también a un justo a gritar contra Dios,
un justo tan perfecto como la naturaleza humana lo permite, más aún, quizá, si
Job no es tanto un personaje histórico como una representación de Cristo. “Se
ríe de la desdicha de los inocentes”. Esto no es una blasfemia sino un
auténtico grito arrancado al dolor. El libro de Job es de principio a fin una
pura maravilla de verdad y autenticidad. Respecto a la desdicha, todo lo que se
aparta de este modelo está manchado, en mayor o menos grado de mentira.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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