EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIIIº
El amor divino ha atravesado la
infinitud del espacio y el tiempo para venir de Dios a nosotros. ¿Pero cómo
puede rehacer el trayecto en sentido inverso cuando parte de una criatura
finita? Cuando la semilla de amor divino depositada en nosotros ha crecido y se
ha convertido en árbol, ¿cómo podemos, nosotros que la llevamos, devolverla a
su origen, hacer en sentido inverso el viaje que Dios ha hecho hacia nosotros y
atravesar la distancia infinita?
Aunque parece imposible, hay un medio
que conocemos bien. Sabemos a semejanza de qué está hecho ese árbol que ha
crecido en nosotros, ese árbol tan bello, en el que se posan los pájaros del
cielo. Sabemos cuál es el más bello de todos los árboles. “Ningún bosque tiene
uno semejante”. Aún más terrible que una horca, así es el más hermoso de los
árboles. Y una semilla de ese árbol ha sido
puesta por Dios en nosotros sin que supiéramos qué semilla era esa. De
haberlo sabido, no habríamos respondido “sí” en el primer momento. Ese árbol ha
crecido en nosotros y ya no puede ser arrancado. Sólo la traición podría
desarraigarlo.
Cuando se golpea un clavo con un
martillo el impacto recibido por la cabeza del clavo pasa íntegramente al otro
extremo, sin que nada se pierda, aunque aquel no sea nada más que un punto. Si
el martillo y la cabeza del clavo fuesen infinitamente grandes, ocurría de la
misma forma, La punta del clavo transmitiría ese choque infinito al punto sobre
el que está aplicado.
La extrema desdicha, que es a la vez
dolor físico, angustia del alma y degradación social, es ese clavo. La punta
está aplicada al centro mismo del alma. La cabeza del clavo es la necesidad
repartida por la totalidad del tiempo y el espacio.
La desdicha es una maravilla de la
técnica divina. Es un dispositivo sencillo e ingenioso que hace entrar en el
alma de una criatura finita esa inmensidad de fuerza ciega, brutal y fría. La
distancia infinita que separa a Dios de la criatura se concentra íntegramente en
un punto para clavarse en el centro de un alma.
El hombre a quien tal cosa sucede no
tiene parte alguna en la operación. Se debate como una mariposa a la que se
clava viva con un alfiler sobre un álbum. Pero en medio del horror puede
mantener su voluntad de amar. No hay en ello ninguna imposibilidad, ningún
obstáculo, casi podría decirse que ninguna dificultad. Pues el dolor más
grande, en tanto no llega el desvanecimiento, no afecta a ese punto del alma
que da su consentimiento a la buena orientación.
‘Ahora bien, hay que saber que el
amor es una orientación y no un estado del alma. Si se ignora, se cae en la
desesperación al primer embate de la desdicha’.
Aquel cuya alma permanece orientada
hacia Dios mientras está atravesada por un clavo, se encuentra clavado en el
centro mismo del universo. Ése es el verdadero centro, que no es su punto
medio, que está fuera del espacio y del tiempo, que es Dios. Por una dimensión
que no pertenece al espacio y que no es el tiempo, por una dimensión totalmente
distinta, ese clavo ha horadado un agujero a través de la creación, en el
espesor de la barrera que separa al alma de Dios.
Por esta dimensión maravillosa, el alma
puede, sin dejar el lugar y el instante en que se encuentra el cuerpo al cual
está ligada, atravesar la totalidad del espacio y el tiempo y llegar a la
presencia misma de Dios.
El alma se encuentra en la intercesión
de la creación y el creador, que es el punto en el que se cruzan los dos brazos
de la cruz.
San Pablo tenía quizá un pensamiento
semejante cuando dijo: “para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis
comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y
la profundidad, y conocer al amor de Cristo, que excede todo conocimiento”.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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