EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIº
El mar no es menos bello a nuestros ojos
porque sepamos que a veces los barcos zozobran. Por el contrario, resulta aún
más bello. Si modificara el movimiento de sus olas para salvar un barco, sería
un ser dotado de discernimiento y capacidad de elección y no ese fluido
perfectamente obediente a todas las presiones exteriores. Es esa obediencia
perfecta lo que constituye su belleza.
Todos los horrores que se producen en el
mundo son como los pliegues que la gravedad imprime en las olas. Por eso
encierran belleza. En ocasiones, un poema, como La Ilíada, hace perceptible esa belleza.
El hombre jamás puede escapar de la
obediencia a Dios. Una criatura no puede dejar de obedecer. La única opción que
como criatura inteligente y libre se le ofrece al hombre es desear la
obediencia o no desearla. Si no la desea, obedece en cualquier caso,
perpetuamente, en tanto que está sometida a la necesidad mecánica. Si la desea,
sigue las leyes propias de lo sobrenatural. Ciertas acciones se le hacen
imposibles, otras se realizan a través de él y a veces casi a pesar suyo.
Tener la sensación de haber desobedecido
a Dios significa simplemente haber dejado de desear la obediencia por un
tiempo. Naturalmente, en circunstancias iguales, un hombre no realiza las
mismas acciones según dé o no dé su consentimiento a la desobediencia; lo mismo
que una planta, en circunstancias iguales, no crece de la misma forma si está a
la luz o en la oscuridad. La planta no ejerce ningún control, ninguna elección
respecto a su crecimiento. Somos como plantas cuya única elección consiste en
colocarse o no a la luz.
Cristo nos ha propuesto como modelo la
docilidad de la materia, poniéndonos como ejemplo los lirios del campo que no
labran ni hilan. Es decir, que no se han propuesto adquirir uno u otro color,
que no han puesto su voluntad en movimiento ni han ordenado medios a tal fin,
sino que han recibido todo lo que la necesidad natural les aportaba. Si nos
parecen infinitamente más bellos que unos suntuosos tejidos no es por ser más
lujosos sino por su docilidad. También la tela es dócil, pero dócil al hombre,
no a Dios. La materia no es bella cuando obedece al hombre sino cuando obedece
a Dios. Si en ocasiones aparece en una obra de arte casi tan bella como en el
mar, en las montañas o en las flores, es porque la luz de Dios se ha posado en
el artista. Para encontrar bellas las cosas fabricadas por hombres no
iluminados por Dios, es preciso haber comprendido con toda el alma que esos
hombres no son sino materia que obedece sin saberlo. Para quien se encuentra en
ese punto, todo sin excepción es perfectamente bello en este mundo; discierne
el mecanismo de la necesidad y saborea en ella la dulzura infinita de la
obediencia en todo lo que existe, en todo lo que se produce. Esta obediencia de
las cosas es para nosotros, en relación a Dios, lo que es la transparencia de
un cristal en relación a la luz. Desde el momento en que sentimos la obediencia
en todo nuestro ser, vemos a Dios.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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