EL AMOR A LAS PRÁCTICAS RELIGIOSAS
La virtud de las prácticas religiosas
consiste en la eficacia del contacto con lo que es perfectamente puro para la destrucción
del mal. Nada en este mundo es perfectamente puro salvo la belleza total del
universo, que no podemos experimentar directamente hasta haber avanzado
considerablemente en el camino de la perfección. Por otra parte, esa belleza
total no está encerrada en nada sensible, aunque sea sensible en cierto
sentido.
Las cosas religiosas son cosas sensibles
particulares, que existen en este mundo, y que son sin embargo perfectamente
puras. No por su forma de ser propia, pues la iglesia puede ser fea, los cantos
sonar a falso, el sacerdote estar corrompido y los fieles distraídos, pero, en
cierto sentido, eso no tiene ninguna importancia. Es lo mismo que si un
geómetra, para ilustrar una demostración correcta, traza una figura en las que
las rectas están torcidas y los círculos achatados: todo eso carece de
importancia. Las cosas religiosas son puras por derecho, teóricamente, por
hipótesis, por definición, por convención. Así pues, su pureza es
incondicionada. Ninguna mancha puede alcanzarla. Por eso es perfecta. Pero no
perfecta a la manera de la yegua de Roland, que con todas las cualidades
posibles tenía el inconveniente de no existir. Las convenciones humanas carecen
de eficacia a menos que se les añadan móviles que impulsen a los hombres a
observarlas. En sí mismas, son simples abstracciones; son irreales y no operan
nada. Pero la convención según la cual las cosas religiosas son puras está
ratificada por el propio Dios. Por eso es una convención eficaz, una convención
que encierra una virtud, que es operativa por sí misma. Esta pureza es
incondicionada y perfecta y al mismo tiempo real.
Es ésa una verdad de hecho que, por
consiguiente, no es susceptible de demostración; tan sólo, de verificación
experimental.
De hecho, la pureza de las cosas
religiosas se manifiesta casi siempre bajo la forma de belleza cuando la fe y
el amor no están ausentes. Así, las palabras de la liturgia son
maravillosamente bellas; y sobre todo es perfecta la oración que para nosotros
salió de los propios labios de Cristo. También la arquitectura románica o el
canto gregoriano son maravillosamente hermosos.
Pero en el centro mismo hay algo que
está enteramente desprovisto de belleza, donde nada manifiesta la pureza, algo
que es únicamente convención. Es preciso que así sea. La arquitectura, los
cantos, el lenguaje, aun cuando las palabras hayan sido reunidas por Cristo,
son algo distinto a la pureza absoluta. La pureza absoluta presente aquí abajo
a nuestros sentidos terrestres como cosa particular no puede ser más que una
convención que sea convención y nada más. Esa convención situada en el punto
central es la eucaristía.
Lo absurdo del dogma de la presencia
real constituye su virtud. Exceptuando el simbolismo tan conmovedor del
alimento, nada hay en un trozo de pan a lo que el pensamiento orientado hacia
Dios pueda fijarse. Así pues, el carácter convencional de la presencia divina
es evidente. Cristo no puede estar en un objeto así sino por convención. Y por
eso mismo, puede estar perfectamente presente. Dios sólo puede estar presente
aquí abajo en lo secreto. Su presencia en la eucaristía es verdaderamente
secreta, puesto que ninguna parte de nuestro pensamiento es admitida en lo
secreto. Por eso es total.
Nadie se sorprende lo más mínimo ante el
hecho de que razonamientos llevados a cabo sobre rectas perfectas y círculos
perfectos que no existen tengan aplicaciones efectivas en la técnica. Sin
embargo, es algo incomprensible. La realidad de la presencia divina en la
eucaristía es más maravillosa pero no más incomprensible.
Podría decirse en un sentido, por
analogía, que Cristo está presente en la hostia consagrada por hipótesis, de la
misma forma que un geómetra dice que un determinado triángulo tiene dos ángulos
iguales por hipótesis.
Es por tratarse de una convención por lo
que lo único importante es la forma de la consagración, no el estado espiritual
del que consagra.
Si no se tratase de una convención,
sería algo humano, al menos parcialmente, y no totalmente divino. Una
convención real es una armonía sobrenatural, entendiendo ‘armonía’ en el
sentido pitagórico.
Sólo una convención puede realizar en
este mundo la perfección de la pureza, pues toda pureza no convencional es más
o menos imperfecta. Que una convención pueda ser real es un milagro de la
misericordia divina.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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