EL AMOR IMPLÍCITO Y EL AMOR EXPLÍCITO… IIº
Electra no busca a Orestes, le espera.
Cuando cree que ya no existe, que Orestes no está en ninguna parte, no por eso
se acerca a los que la rodean, sino que se aparta con mayor repulsión. Prefiere
la ausencia de Orestes a la presencia de cualquier otro. Orestes debería
liberarla de su esclavitud, de los harapos, del trabajo servil, de la suciedad,
del hambre, de los golpes y las humillaciones incontables. Ya no espera que eso
ocurra, pero ni por un instante piensa en recurrir al otro procedimiento que
puede procurarle una vida lujosa y respetable, el procedimiento de la
reconciliación con los más fuertes. No quiere alcanzar la abundancia y la
consideración si no es Orestes quien se la procura. Ni siquiera dedica un
pensamiento a esas cosas. Todo lo que desea es no existir desde el momento en
que Orestes son existe.
En ese momento, Orestes no puede más. No
puede evitar darse a conocer. Le ofrece la prueba incuestionable de que él es
Orestes. Electra le ve, le oye, le toca. Ya no se pregunta más si su salvador
existe.
Aquél a quien le ha sucedido la aventura
de Electra, aquél que ha visto, oído y tocado con su propia alma, reconoce en
Dios la realidad de esas formas indirectas de amor que eran como reflejos. Dios
es la belleza pura. Hay en ello algo incomprensible, pues la belleza es
sensible por esencia. Hablar de una belleza no sensible parecerá un abuso de
lenguaje a cualquiera que tenga una mínima exigencia de rigor mental, y con
razón. La belleza es siempre un milagro. Pero podría hablarse de milagro
elevado a la segunda potencia cuando un alma recibe una impresión de belleza no
sensible, si se trata no de una abstracción, sino de una impresión real y
directa como la que produce un cántico en el momento en que se oye. Todo ocurre
como si, por efecto de un favor milagroso, se hiciera manifiesto a la sensibilidad
que el silencio no es ausencia de sonidos, sino algo infinitamente más real que
los sonidos y la sede de una armonía más perfecta que la más hermosa
combinación de sonidos que pueda imaginarse. También hay grados en el silencio.
Hay un silencio en la belleza del universo que es como un ruido en relación con
el silencio de Dios.
Dios es también el verdadero prójimo. El
término ‘persona’ no se aplica con propiedad más que a Dios, lo mismo que el
término ‘impersonal’. Dios es el que se inclina sobre nosotros, seres
desdichados, reducidos a no ser más que un trozo de carne inerte y
ensangrentada. Pero al mismo tiempo también él es de alguna manera ese
desdichado que se nos muestra solamente bajo el aspecto de un cuerpo inanimado
del que parece que todo pensamiento esté ausente, ese desdichado cuyo nombre y
condición nadie conoce. El cuerpo inanimado es este universo creado. El amor
que debemos a Dios y que será nuestra perfección suprema, si pudiéramos
alcanzarla, es el modelo divino de la compasión y de la gratitud a la vez.
Dios es también el amigo por excelencia.
Para que pudiera haber entre él y nosotros, a través de la distancia infinita, algo
parecido a una igualdad, ha querido poner en sus criaturas algo de absoluto, la
libertad absoluta de consentir o no a la orientación que nos imprime hacia él.
Ha extendido también nuestras posibilidades de error y de mentira hasta
dejarnos la facultar de dominar falsamente en nuestra imaginación no sólo el
universo y los hombres, sino también al propio Dios, en tanto no sabemos hacer
un justo uso de ese nombre. Nos ha dado esa facultad de ilusión infinita para
que tengamos la posibilidad de renunciar a ella por amor.
En última instancia, el contacto con
Dios es el verdadero sacramento.
Pero se puede estar casi seguro de que
aquellos en quienes el amor a Dios ha hecho desaparecer las expresiones puras
del amor por las cosas del mundo, son falsos amigos de Dios.
El prójimo, los amigos, las ceremonias
religiosas, la belleza del mundo, no quedan relegados al plano de las cosas
irreales tras el contacto directo del alma con Dios. Al contrario, es solamente
entonces cuando las cosas se hacen reales. Antes eran casi como sueños. Antes
no había realidad alguna.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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