Todo adolescente amante de Dios, al
hacer un ejercicio de latín, debería tratar de parecerse un poco más, por medio
de dicho ejercicio, al esclavo que vela y escucha junto a la puerta esperando
la llegada de su señor. A su llegada, el señor sentará al esclavo a la mesa, y
él mismo le servirá de comer.
Es sólo esa espera, esa atención, lo que
obliga al señor a ese derroche de ternura. Cuando el esclavo se ha fatigado
hasta el agotamiento en el campo, el señor a su vuelta le dice: “Prepara la
comida y sírvemela”. Y le considera un esclavo inútil que hace sólo aquello que
se le manda. Ciertamente, hay que cumplir, en lo que atañe a la acción en todo
lo que se manda, al precio de cualquier esfuerzo, fatiga y sufrimiento, pues el
que desobedece no ama. Pero, hecho todo eso, no se es más que un esclavo
inútil. Es ésa una condición del amor, pero no es suficiente. Lo que fuerza al
señor a hacerse esclavo de su esclavo, a amarle, no es eso; y menos todavía
cualquier búsqueda que el esclavo pudiese emprender temerariamente por propia
iniciativa; es únicamente la vigilia, la espera y la atención.
Felices, pues, aquellos que pasan su
adolescencia y su juventud formando únicamente ese poder de atención. Sin duda
no están más próximos al bien que sus hermanos que trabajan en los campos y en
las fábricas. Pero lo están de otra manera. Los campesinos, los obreros, poseen
esa cercanía de Dios, de sabor incomparable, que yace en el fondo de la
pobreza, de la ausencia de consideración social y de los sufrimientos largos y
constantes. Pero consideradas las ocupaciones en sí mismas, los estudios están
más próximos a Dios a causa de esa atención que constituye su alma. Aquel que
pasa sus años de estudio sin desarrollar la atención, pierde un gran tesoro.
No es sólo el amor a Dios lo que tiene
por sustancia la atención. El amor al prójimo, que como sabemos es el mismo
amor, está formado de la misma sustancia. Los desdichados no tienen en este
mundo mayor necesidad que la presencia de alguien que les preste atención. La
capacidad de prestar atención a un desdichado es cosa muy rara, muy difícil; es
casi –o sin casi- un milagro. Casi todos los que creen tener esta capacidad, en
realidad no la tienen. El ardor, el impulso del corazón, la piedad, no son
suficientes.
En la primera leyenda del Graal se dice
que el Graal, piedra milagrosa que por la virtud de la hostia consagrada sacia
toda hambre, pertenecerá al primero que diga al guardián de la piedra, rey
paralítico en las tres cuartas partes de su cuerpo a causa de una dolorosa
herida: “¿Cuál es tu tormento?”.
La plenitud del amor al prójimo estriba
simplemente en ser capaz de preguntar: “¿Cuál es tu tormento?”. Es saber que el
desdichado existe, no como una unidad más en una serie, no como ejemplar de una
categoría social que porta la etiqueta “desdichados”, sino como hombre,
semejante en todo a nosotros, que fue un día golpeado y marcado con la marca
inimitable de la desdicha. Para ello es suficiente, pero indispensable, saber
dirigirle una cierta mirada.
Esta mirada es, ante todo, atenta; una
mirada en la que el alma se vacía de todo contenido propio para recibir al ser
al que está mirando tal cual es, en toda su verdad. Sólo es capaz de ello quien
es capaz de atención.
Por eso es cierto, aunque pueda parecer
paradójico, que una traducción latina, un problema de geometría, aunque se
hayan resuelto mal, siempre que se les haya dedicado el esfuerzo adecuado,
pueden proporcionar mayor capacidad de llevar a un desdichado en el momento
culminante de su angustia, si algún día la ocasión de ello se presenta, el
socorro susceptible de salvarle.
Para un adolescente capaz de captar esta
verdad y lo bastante generoso para desear este fruto antes que ningún otro, los
estudios tendrían una plenitud de eficacia espiritual, al margen incluso de
toda creencia religiosa.
Los estudios escolares son un campo que
encierra una perla por la que vale la pena vender todos los bienes, sin
guardarse nada, a fin de poder comprarlo.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
No hay comentarios:
Publicar un comentario