LA MIRADA Y LA SALVACIÓN…
Una de las verdades capitales del
cristianismo, hoy olvidada de todos, es que lo que salva es la mirada. La
serpiente de bronce ha sido elevada a fin de que los hombres que yacen
mutilados al fondo de la degradación la miren y se salven.
Es en los momentos en que uno se
encuentra, como suele decirse, mal dispuesto o incapaz de la elevación
espiritual que conviene a las cosas sagradas, cuando la mirada dirigida a la
pureza perfecta es más eficaz. Pues es entonces cuando el mal, o más bien la
mediocridad, aflora a la superficie del alma en las mejores condiciones para
ser quemada al contacto con el fuego.
Pero también el acto de mirar es
entonces casi imposible. Toda la parte mediocre del alma, temiendo la muerte
con un temor más violento que el provocado por la proximidad de la muerte
corporal, se revuelve y suscita mentiras para protegerse.
El esfuerzo por no escuchar esas
mentiras, aunque no se pueda evitar creer en ellas, el esfuerzo de mirar la
pureza, es entonces algo muy violento pero, sin embargo, absolutamente distinto
a lo que comúnmente se llama esfuerzo, violencia sobre sí, acto de voluntad.
Serían necesarias otras palabras para describirlo, pero el lenguaje carece de
ellas.
El esfuerzo por el que el alma se salva
se asemeja al esfuerzo por el que se mira, por el que se escucha, por el que
una novia dice sí. Es un acto de atención y de consentimiento. Por el
contrario, lo que se suele llamar voluntad es algo análogo al esfuerzo
muscular.
La voluntad corresponde al nivel de la
parte natural del alma. El correcto ejercicio de la voluntad es una condición
necesaria de salvación, sin duda, pero lejana, inferior, muy subordinada,
puramente negativa. El esfuerzo muscular realizado por el campesino sirve para
arrancar las malas hierbas, pero sólo el sol y el agua hacen crecer el trigo.
La voluntad no opera en el alma ningún bien.
Los esfuerzos de la voluntad sólo ocupan
un lugar en el cumplimiento de las obligaciones estrictas. Allí donde no hay
obligación estricta hay que seguir, sea la inclinación natural, sea la
vocación, es decir, el mandato de Dios. Los actos que proceden de la
inclinación natural no son evidentemente esfuerzos de la voluntad. Y en los
actos de obediencia a Dios se es pasivo; cualesquiera que sean las fatigas que
los acompañen, cualquiera que sea el despliegue aparente de actividad, no se
produce en el alma nada análogo al esfuerzo muscular; hay solamente espera,
atención, silencio, inmovilidad a través del sufrimiento y la alegría. La
crucifixión de Cristo es el modelo de todos los actos de obediencia.
Esta especie de actividad pasiva, la
forma más elevada de actividad, aparece perfectamente descrita en la Bhagavad-Gita y en Lao-Tsé. También ahí hay unidad sobrenatural de los contrarios,
armonía en el sentido pitagórico.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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