TRANSFERENCIAS ERRÓNEAS…
No es sorprendente que en la tentación
el hombre tenga con frecuencia la sensación de un absoluto que le sobrepasa
infinitamente y al que no puede resistirse. El absoluto está ahí. Pero es un
error creer que reside en el placer.
El error es efecto de esa transferencia
de la imaginación que constituye el mecanismo capital del pensamiento humano.
El esclavo del que habla Job, que en la muerte dejará de oír la voz de su amo,
cree que esa voz le hace daño. Esto no deja de ser verdadero. La voz, en
efecto, le hace daño. Sin embargo, comete un error. La voz en sí misma no es
dolorosa. Si no fuese un esclavo, no le causaría ningún dolor. Pero como lo es,
el dolor y la brutalidad de los latigazos entran con la voz por el oído hasta
el fondo del alma. No puede impedirlo. La desdicha ha establecido ese vínculo.
De la misma forma el hombre que cree
estar dominado por el placer lo está en realidad por el absoluto que en él ha
colocado. Ese absoluto es al placer lo que los latigazos a la voz del amo; pero
la relación no es aquí efecto de la desdicha, sino de un crimen inicial, un
crimen de idolatría. San Pablo ha enseñado la relación entre el vicio y la
idolatría.
«Quien ha puesto el absoluto en el
placer no puede no ser dominado por él. El hombre no lucha contra el absoluto.
Quien ha sabido situar el absoluto fuera del placer posee la perfección de la
templanza.
Las diferentes clases de vicios, el
uso de estupefacientes en el sentido literal o metafórico de la palabra, todo
esto constituye la búsqueda de un estado en el que la belleza del mundo se haga
patente. El error consiste precisamente en la búsqueda de un estado especial.
La falsa mística es también una manifestación del mismo error. Si éste está lo
bastante anclado en el alma, el hombre no puede dejar de sucumbir a él».
De forma general, todos los gustos de
los hombres, de los más culpables a los más inocentes, de los más comunes a los
más singulares, están en relación con un conjunto de circunstancias, con un
medio en el que les parece tener acceso a la belleza del mundo. El privilegio
de un determinado conjunto de circunstancias se debe al temperamento, a las
huellas de experiencias pasadas, a causas con frecuencia imposibles de conocer.
No hay más que un caso, por otra parte
frecuente, en el que el atractivo del placer sensible no es el contacto con la
belleza; es cuando procura, por el contrario, un refugio contra ella.
El alma no busca más que el contacto con
la belleza del mundo o, a un nivel más elevado, con Dios; pero, al mismo
tiempo, le huye. Cuando el alma huye de algo, huye siempre del horror de la
fealdad o del contacto con lo verdadero puro. Pues todo lo que es mediocre huye
de la luz; y en todas las almas, exceptuadas las que se encuentran próximas a
la perfección, hay una gran parte de mediocridad. Esta parte es presa del
pánico cada vez que aparece algo de belleza pura, de bien puro; se oculta tras
la carne tomándola como velo. Al igual que un pueblo belicoso tiene necesidad,
para llevar a cabo sus empresas conquistadoras, de cubrir su agresión con un
pretexto, siendo completamente indiferente el carácter de éste, así también la
parte mediocre del alma tiene necesidad de cualquier pretexto para huir de la
luz. La atracción del placer, el miedo al dolor, proporcionan el pretexto.
Tampoco en este caso es el placer, sino el absoluto, lo que domina el alma,
pero como objeto de repulsión y no de atracción. En la búsqueda del placer
carnal ocurre con frecuencia que ambos movimientos, el movimiento de correr
hacia la belleza y el movimiento de huir lejos de ella, se combinan en una
maraña indiscernible.
De todas maneras, la preocupación por la
belleza del mundo, percibida a través de imágenes más o menos deformes o
manchadas, no está nunca ausente de las ocupaciones humanas, cualesquiera que
estas sean. En consecuencia, no hay en la vida humana un área que sea dominio
exclusivo de la naturaleza. En secreto, lo sobrenatural está presente en todas
partes bajo mil formas diversas, la gracia y el pecado mortal se encuentran por
doquier.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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