EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IIº
La desdicha hace que Dios esté ausente
durante un tiempo, más ausente que un muerto, más ausente que la luz en una
oscura mazmorra. Una especie de horror inunda toda el alma y durante esta
ausencia no hay nada que amar. Y lo más horrible es que si, en estas tinieblas
en las que no hay nada que amar, el alma deja de amar, la ausencia de Dios se
hace definitiva. Es preciso que el alma continúe amando en el vacío, o que, al
menos, desee amar, aunque sea con una parte infinitesimal de sí misma. Entonces
Dios vendrá un día a mostrarle y a revelarle la belleza del mundo, como ocurrió
en el caso de Job. Pero si el alma deja de amar, cae en algo muy semejante al
infierno (pura desesperación).
Por este motivo, quienes precipitan en
la desdicha a quienes no están preparados para recibirla, matan sus almas. Por
otra parte, en una época como la nuestra, en que la desdicha está suspendida
sobre todos, el servicio a las almas no es eficaz si no las prepara realmente
para la desdicha. Lo que no es poco.
La desdicha endurece y desespera porque
imprime en el fondo del alma, como un hierro candente, un desprecio, una
desazón, una repulsión de sí mismo, una sensación de culpabilidad y de mancha,
que el crimen debería lógicamente producir y no produce. El mal habita en el
alma del criminal sin que éste lo perciba; la que sí lo percibe es el alma del
inocente desdichado. Parece como si el estado del alma que por esencia
correspondería al criminal hubiese sido separado del crimen unido a la
desdicha, en proporción incluso a la inocencia del desdichado.
Si Job grita su inocencia de forma tan
desesperada, es porque él mismo no llega a creerla y porque dentro de sí su
alma toma el partido de sus amigos (¿?). Implora el testimonio de Dios porque
ya no oye el de su propia conciencia, que no es para él sino un recuerdo
abstracto y muerto.
«La naturaleza carnal es común al
hombre y al animal. Las gallinas se precipitan a picotazos sobre la que está
herida. Es un fenómeno tan mecánico como la gravedad. Todo el desprecio, la
repulsión y el odio que nuestra razón asocia al crimen, lo vincula nuestra
sensibilidad a la desdicha. Exceptuando a aquellos cuya alma está enteramente
ocupada por Cristo, todo el mundo desprecia en mayor o menor grado a los
desdichados, aunque casi nadie tenga conciencia de ello».
Esta ley de nuestra sensibilidad es
aplicable también respecto a nosotros. El desprecio, la repulsión, el odio, se
vuelve en el desdichado contra sí mismo, penetra hasta el centro de su alma y
desde allí tiñe con matiz venenoso el universo entero. El amor sobrenatural, si
ha sobrevivido, puede impedir este segundo efecto, mas no el primero. El
primero es la esencia misma de la desdicha; no hay desdicha allí donde no se
produce.
“Fue hecho maldición por nosotros”. No
es sólo el cuerpo de Cristo colgado del madero lo que fue hecho maldición, sino
toda su alma. De la misma forma, todo inocente se siente maldito en la
desdicha. Y otro tanto ocurre con aquellos que estuvieron en la desdicha y
salieron de tal situación por un sesgo de la fortuna, si se vieron afectados
por ella.
Además, la desdicha hace del alma, poco
a poco, su cómplice, inyectando en ella un veneno de inercia. En cualquiera que
haya estado en la desdicha durante un tiempo prolongado hay complicidad con su
propia desdicha. Esta complicidad obstaculiza cuantos esfuerzos pudiera hacer
para mejorar su suerte y hasta la impide buscar los medios para liberarse; a
veces le impide, incluso, el deseo mismo de lograrlo. Se encuentra entonces
instalado en la desdicha, aunque quienes le rodean pueden creer que está
satisfecho. Más aún, esa complicidad puede impulsarle a evitar los medios de
liberación, a huir de ellos, ocultándose bajo pretextos en ocasiones ridículos.
Aun en el que ha salido de la desdicha, si fue alcanzado por ella hasta el
fondo de su alma, subsiste algo que le empuja a precipitarse de nuevo en ella,
como si la desdicha estuviera instalada en él a la manera de un parásito y le
dirigiera hacia sus propios fines. A veces este impulso es más fuerte que todas
las tendencias del alma hacia la felicidad. Si la desdicha llegó a su fin por
efecto de la acción benéfica de alguien, puede manifestarse como odio hacia el
benefactor; tal es la causa de ciertos actos de salvaje ingratitud
aparentemente inexplicables. A veces es fácil liberar a una persona de su
desdicha presente, pero es difícil liberarla de su desdicha pasada. Sólo Dios
puede hacerlo. Ni siquiera la gracia de Dios cura la naturaleza
irremediablemente herida. El cuerpo glorioso de Cristo conserva sus llagas.
No se puede aceptar la existencia de la
desdicha más que viéndola como distancia.
Dios ha creado por el amor y para el
amor. Dios no ha creado otra cosa que el amor y los medios del amor. Ha creado
todas las formas de amor. Ha creado seres capaces de amor en todas las
distancias posibles. Él mismo llegó, pues nadie más podía hacerlo, hasta la
distancia máxima, hasta la distancia infinita. Esta distancia infinita entre
Dios y Dios, desgarramiento supremo, dolor al que nadie se acerca, maravilla
del amor, es la crucifixión. Nada puede estar más lejos de Dios que lo que ha
sido hecho maldición.
Este desgarramiento por encima del cual
el amor supremo tiende el vínculo de la unión suprema resuena perpetuamente a
través del universo, desde el fondo del silencio, como dos notas separadas y
fundidas, como armonía pura y desgarradora. Ésta es la palabra de Dios. La
creación entera no es sino su vibración. Es esto lo que oímos a través de la
música humana cuando, en su mayor pureza, nos atraviesa el alma. Es esto lo que
más claramente captamos a través del silencio cuando hemos aprendido a escuchar
el silencio.
Quienes perseveran en el amor oyen esta
nota en el fondo de la degradación a la que les ha llevado la desdicha. A
partir de ese momento ya no pueden tener ninguna duda.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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