PATRIA UNIVERSAL…
El universo es una patria porque es
hermoso y puede ser amado por nosotros. Es nuestra única patria en esta vida.
Este pensamiento es la esencia de la sabiduría de los estoicos. Tenemos una
patria celestial. Pero en cierto sentido es demasiado difícil de amar, puesto
que no la conocemos; pero, también y sobre todo, es, en otro sentido, demasiado
fácil de amar, porque podemos imaginarla como nos plazca. Y así corremos el
peligro de amar una ficción. Si el amor a esa ficción es lo bastante fuerte,
hace que toda virtud resulte fácil, pero también de escaso valor. Amemos la
patria de aquí abajo. Esta patria es real. Y se resiste al amor. Es ella la que
Dios nos ha dado para que sea amada por nosotros. Él ha querido que amarla
fuese difícil pero posible.
En este mundo nos sentimos extranjeros,
desarraigados, exiliados. Como Ulises, al que unos marineros habían trasladado
de sitio durante el sueño y despertaba en un lugar desconocido anhelando Ítaca
con un deseo que le desgarraba el alma. De repente, Atenea le abrió los ojos y
se dio cuenta de que estaba en Ítaca. Así, también, todo hombre que desea
incansablemente su patria, que no se distrae de su destino ni por Calypso ni
por las sirenas, se da cuenta de repente un día de que se encuentra en su
patria.
La imitación de la belleza del mundo, la
respuesta a la ausencia de finalidad, de intención, de discriminación, es la
ausencia de intención en nosotros, la renuncia a la voluntad propia. Ser
perfectamente obedientes es ser perfectos como perfecto es nuestro Padre
celestial.
Entre los hombres, un esclavo no se hace
semejante a su señor obedeciéndole. Por el contrario, cuanto más se somete,
mayor es la distancia entre esclavo y señor.
Entre hombre y Dios, la situación es
distinta. Una criatura racional se convierte tanto como le corresponde en
imagen perfecta del Todopoderoso cuando es absolutamente obediente.
Lo que en el hombre es imagen de Dios es
algo que está unido en nosotros al hecho de ser personas, pero no es el hecho
en sí mismo. Es la facultad de renunciar a la persona, la obediencia.
Siempre que un hombre se eleva a un
grado de excelencia que lo convierte por participación en un ser divino,
aparece en él algo impersonal, anónimo. Su voz se rodea de silencio. Esto es
manifiesto en las grandes obras de arte y el pensamiento, en las grandes acciones
y palabras de los santos.
Es pues verdad en un sentido que hay que
concebir a Dios como impersonal; en el sentido de que es el modelo divino de
una persona que se autotrasciende al renunciar a sí misma. Concebirlo como una
persona todopoderosa o, con el nombre de Cristo, como una persona humana, es
excluirse del verdadero amor de Dios. Por eso hay que amar la perfección del
Padre celestial en la imparcial difusión de la luz del sol. El modelo divino,
absoluto, de esta renuncia en nosotros es la obediencia; éste es el principio
creador y ordenador del universo y ésta es la plenitud del ser.
Es porque la renuncia a ser una persona
hace del hombre el reflejo de Dios, por lo que resulta tan horrible reducir a
los hombres al estado de materia inerte sumiéndolos en la desdicha. Con la
condición de persona humana se les quita la posibilidad de renunciar a ella,
salvo en el caso de quienes estén ya suficientemente preparados. Así como Dios
ha creado nuestra autonomía para que tengamos la posibilidad de renunciar a
ella por amor, por la misma razón debemos querer la conservación de la
autonomía en nuestros semejantes. Quien es perfectamente obediente considera
infinitamente preciosa la facultad humana de libre elección.
De la misma forma no existe
contradicción entre el amor a la belleza del mundo y la compasión. Este amor no
impide sufrir cuando se es desdichado ni impide sufrir porque otros lo sean. El
amor a la belleza del mundo se sitúa en un plano distinto al sufrimiento.
Esta forma de amor, sin dejar de ser universal,
supone como forma secundaria y subordinada el amor a todas las cosas preciosas
que la mala fortuna puede destruir. Las cosas verdaderamente preciosas son las
que constituyen escalones hacia la belleza del mundo, aperturas orientadas
hacia ella. Quien ha llegado más lejos, hasta la belleza misma del mundo, no
siente por ellas un amor menor, sino mucho más grande que antes.
Entre estas cosas están las
realizaciones puras y auténticas del arte y de la ciencia. Y de manera mucho
más general, todo lo que envuelve de poesía la vida humana a través de todas
las capas sociales. Todo ser humano está arraigado en este mundo por una cierta
poesía terrena, reflejo de la luz celestial que es su vínculo, sentido de forma
más o menos vaga, con su patria universal. La desdicha es el desarraigo.
Las ciudades humanas, sobre todo, cada
una en un nivel mayor o menor según su nivel de perfección, envuelve de poesía
la vida de sus habitantes. Son imágenes y reflejos de la ciudad del mundo. Por
otra parte, cuanto más forma de nación tienen, cuanto más pretenden ser patria,
más deformada y manchada es la imagen que ofrecen. Pero destruir estas
ciudades, ya sea material o moralmente, o excluir a los seres humanos de la
ciudad precipitándoles entre los desechos sociales, es cortar todo nexo de
poesía y de amor entre las almas humanas y el universo. Es sumirlas por la
fuerza en el horror de la fealdad. Difícilmente puede imaginarse un crimen
mayor. Todos participamos como cómplices en una cantidad casi inumerable de
estos crímenes. Si pudiésemos comprenderlo, lloraríamos lágrimas de sangre.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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