domingo, 19 de marzo de 2017

...Y LAS TRAMPAS...

…Y LAS TRAMPAS…  
Las prácticas religiosas están íntegramente constituidas por la atención animada por el deseo. Por eso ninguna moral puede reemplazarlas. Pero la parte mediocre del alma tiene en su arsenal abundantes mentiras capaces de protegerla incluso durante la oración o la participación en los sacramentos. Entre la mirada y la presencia de la pureza perfecta coloca velos a los que con habilidad otorga el nombre de Dios. Estos velos son, por ejemplo, los estados anímicos, las fuentes de alegrías sensibles, de esperanza, alivio, consuelo o apaciguamiento, o también determinados conjuntos de hábitos, uno o varios seres humanos o un medio social.
Una trampa difícil de evitar es el esfuerzo por imaginar la perfección divina que la religión nos ofrece como objeto para ser amado. En ningún caso podemos imaginar nada más perfecto que nosotros mismos. Este esfuerzo hace inútil la maravilla de la eucaristía.
Es precisa una cierta formación de la inteligencia para poder contemplar en la eucaristía sólo aquello que por definición está contenido en ella; es decir, algo que ignoramos totalmente, de lo que sólo sabemos, como dice Paltón, que es algo y que en ningún modo puede desearse otra cosa salvo por error.
La trampa de las trampas, la trampa casi inevitable, es la trampa social. Siempre, en todas las cosas, el sentimiento social proporciona una imitación perfecta de la fe, es decir, algo perfectamente engañoso. Esta imitación tiene la gran ventaja de contentar a todas las partes del alma. La que desea el bien cree ser alimentada. La que es mediocre no resulta herida por la luz y se encuentra completamente a gusto. Todo el mundo está de acuerdo, el alma está en paz. Pero Cristo dijo que no venía atraer la paz sino la espada, la espada que corta en dos, como dice Esquilo.
Es casi imposible diferenciar a la fe de su imitación social. Tanto más cuanto que puede haber en el alma una parte de fe auténtica y otra de imitación de la fe. Es casi imposible pero no imposible.
En las actuales circunstancias, rechazar la imitación social es quizá para la fe una cuestión de vida o muerte.
La necesidad de una presencia perfectamente pura para quitar las manchas no está restringida a las iglesias y eso está muy bien. Pero mucho más acorde con el espíritu cristiano sería que, además de ello, Cristo hiciese acto de presencia en los lugares más manchados de vergüenza, miseria, crimen y desdicha, en cárceles, tribunales y albergues de miserables. Una sesión judicial debería comenzar y terminar con una oración común de magistrados, policías, acusado y público. Cristo no debería estar ausente de los lugares donde se trabaja o estudia. Todos los seres humanos, hagan lo que hagan o sean quienes sean, deberían tener la posibilidad de mantener fija la mirada a lo largo de todo el día en la serpiente de bronce.
Pero también debería reconocerse pública y oficialmente que la religión consiste tan sólo en una mirada. En tanto pretenda ser otra cosa, es inevitable que este encerrada en el interior de las iglesias o que asfixie todo en todas partes. La religión no debe pretender ocupar en la sociedad más lugar que el que conviene al amor sobrenatural en el alma. Pero también es verdad que muchos degradan la caridad en ellos mismo queriendo hacerle ocupar en su alma un lugar demasiado grande y visible. El Padre reside sólo en lo secreto. El amor va siempre acompañado del pudor. La fe verdadera implica una gran discreción incluso para uno mismo. Es un secreto entre Dios y nosotros en el que casi no participamos.
El amor al prójimo, el amor a la belleza del mundo, el amor a la religión, son formas de amor en cierto sentido completamente impersonales. El amor a la religión podría fácilmente no serlo, pues la religión tiene relación con un medio social. Es preciso que la naturaleza de las prácticas religiosas lo remedie. En el centro de la religión católica se encuentra un trozo de materia sin forma, un pedazo de pan. El amor dirigido hacia ese trozo materia es forzosamente impersonal. No es la persona humana de Cristo tal como nos la imaginamos, ni la persona divina del Padre, sujeta también en nosotros a los errores de la imaginación, sino ese fragmento de la materia lo que está en el centro de la religión católica. Esto es lo que en ella resulta más escandaloso y en lo que reside su maravillosa virtud. En todas las formas auténticas de vida religiosa hay algo que garantiza su carácter impersonal. El amor a Dios debe ser impersonal, en tanto no ha habido todavía contacto directo y personal; de otro modo, es un amor imaginario. Después deberá ser personal y a la vez impersonal aunque en un sentido más elevado.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

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