viernes, 24 de marzo de 2017

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA Iº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA Iº           
En el ámbito del sufrimiento, la desdicha es algo aparte, específico, irreductible; algo muy distinto al simple sufrimiento. Se adueña del alma y la marca, hasta el fondo, con una marca que sólo a ella pertenece, la marca de la esclavitud. La esclavitud tal como se practicaba en la antigua Roma es solamente la forma externa de la desdicha. Los antiguos, que conocían bien estas cosas, decían: “Un hombre pierde la mitad de su alma el día que se convierte en esclavo”.
La desdicha es inseparable del sufrimiento físico y, sin embargo, completamente distinta. En el sufrimiento, todo lo que no está ligado al dolor físico o a algo análogo es artificial, imaginario, y puede ser anulado por una disposición adecuada del pensamiento. Incluso en la ausencia o la muerte de un ser amado, la parte irreductible del pesar es algo semejante a un dolor físico, una dificultad para respirar, un nudo que aprieta el corazón, una necesidad insatisfecha, un hambre, o el desorden casi biológico originado por la liberación brutal de una energía hasta entonces orientada por un apego y que deja de estar encauzada. Un dolor que no está concentrado de esta forma en torno a un núcleo irreductible es simple romanticismo, mera literatura. La humillación es también un estado violento de todo el ser corporal que quiere saltar ante el ultraje pero debe contenerse, forzado por la impotencia o por el miedo.
Al contrario, un dolor exclusivamente físico es muy poca cosa y no deja huella ninguna en el alma. El dolor de muelas es un ejemplo. Unas horas de violento dolor ocasionado por un diente picado no son nada una vez que han pasado.
Otra cosa es si se trata de un sufrimiento físico muy largo o muy frecuente. Pero un sufrimiento de esta clase es a menudo algo muy distinto a un sufrimiento; es más bien una desdicha.
La desdicha es un desarraigo de la vida, un equivalente más o menos atenuado de la muerte, que se hace presente al alma de manera ineludible por el impacto del dolor físico o el temor ante su inmediatez. Si el dolor físico está ausente por completo no hay desdicha para el alma, pues el pensamiento puede ser dirigido hacia cualquier otro objeto. El pensamiento huye de la desdicha tan pronta e irresistiblemente como un animal huye de la muerte. Sólo el dolor físico tiene en este mundo la propiedad de encadenar al pensamiento; a condición de que en el dolor físico se incluyan ciertos fenómenos difíciles de describir, pero corporales, que le son rigurosamente equivalentes. El temor al dolor físico, en particular, es de esta especie.
Cuando un dolor físico, aunque sea ligero, fuerza al pensamiento a reconocer la presencia de la desdicha, se produce un estado tan violento como si un condenado fuese obligado a mirar durante horas la guillotina que le va a cortar el cuello. Hay seres humanos que pueden vivir veinte años, cincuenta años, en este estado de violencia. Se pasa a su lado sin advertirlo. ¿Qué hombre podrá reconocerles si el propio Cristo no mira por sus ojos? Se repara tan sólo en que tienen a veces un comportamiento extraño y se censura su conducta.
Sólo hay verdadera desdicha si el acontecimiento que se ha adueñado de una vida y la ha desarraigado la alcanza directa o indirectamente en todas sus partes, social, psicológica, física. El factor social es esencial. No hay realmente desdicha donde no hay degradación social en alguna de sus formas o conciencia de esa degradación.
Entre la desdicha y los dolores que, aun siendo muy violentos, profundos o duraderos, son distintos de la desdicha propiamente dicha, existe a la vez la continuidad y la separación de un umbral, como en la temperatura de ebullición del agua. Hay un límite más allá del cual se encuentra la desdicha, pero no más acá. Este límite no es rigurosamente objetivo, pues en su determinación intervienen toda clase de factores personales. Un mismo acontecimiento puede sumir a un ser humano en la desdicha y no a otro.
El gran enigma de la vida no es el sufrimiento sino la desdicha. No es sorprendente que seres inocentes sean asesinados, torturados, desterrados, reducidos a la miseria o a la esclavitud, encerrados en campos de concentración o en calabozos, puesto que existen criminales capaces de llevar a cabo esas acciones. No es sorprendente tampoco que la enfermedad imponga largos sufrimientos que paralizan la vida y hacen de ella una imagen de la muerte, puesto que la naturaleza está sometida a un juego ciego de necesidades mecánicas. Pero es sorprendente que Dios haya dado a la desdicha el poder de introducirse en el alma de los inocentes y apoderarse de ella como dueña y señora. En el mejor de los casos, aquel a quien marca la desdicha no conserva más que la mitad de su alma.
Quien ha sido alcanzado por uno de esos golpes que hacen que una persona se retuerza por el suelo como un gusano medio aplastado, no tiene palabras para expresar lo que ocurre. Los que le rodean, incluso aquellos que han sufrido mucho, no pueden hacerse idea de lo que significa la desdicha si no han estado en contacto con ella. Es algo específico, irreductible a cualquier otra cosa; como los sonidos, de los que nadie puede dar una idea a un sordomudo. Aquellos que han sido mutilados por la desdicha no están en condiciones de prestar ayuda a nadie y son incapaces incluso de desearlo. Así pues, la compasión para con los desdichados es una imposibilidad. Cuando verdaderamente se produce, es un milagro más sorprendente que el caminar sobre las aguas, la curación de un enfermo o incluso la resurrección de un muerto.
La desdicha obligó a Cristo a suplicar que se apartara de él el cáliz, a buscar consuelo junto a los hombres, a creerse abandonado de su Padre. Obligó también a un justo a gritar contra Dios, un justo tan perfecto como la naturaleza humana lo permite, más aún, quizá, si Job no es tanto un personaje histórico como una representación de Cristo. “Se ríe de la desdicha de los inocentes”. Esto no es una blasfemia sino un auténtico grito arrancado al dolor. El libro de Job es de principio a fin una pura maravilla de verdad y autenticidad. Respecto a la desdicha, todo lo que se aparta de este modelo está manchado, en mayor o menos grado de mentira.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

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