sábado, 25 de marzo de 2017

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIº

El mar no es menos bello a nuestros ojos porque sepamos que a veces los barcos zozobran. Por el contrario, resulta aún más bello. Si modificara el movimiento de sus olas para salvar un barco, sería un ser dotado de discernimiento y capacidad de elección y no ese fluido perfectamente obediente a todas las presiones exteriores. Es esa obediencia perfecta lo que constituye su belleza.
Todos los horrores que se producen en el mundo son como los pliegues que la gravedad imprime en las olas. Por eso encierran belleza. En ocasiones, un poema, como La Ilíada, hace perceptible esa belleza.
El hombre jamás puede escapar de la obediencia a Dios. Una criatura no puede dejar de obedecer. La única opción que como criatura inteligente y libre se le ofrece al hombre es desear la obediencia o no desearla. Si no la desea, obedece en cualquier caso, perpetuamente, en tanto que está sometida a la necesidad mecánica. Si la desea, sigue las leyes propias de lo sobrenatural. Ciertas acciones se le hacen imposibles, otras se realizan a través de él y a veces casi a pesar suyo.
Tener la sensación de haber desobedecido a Dios significa simplemente haber dejado de desear la obediencia por un tiempo. Naturalmente, en circunstancias iguales, un hombre no realiza las mismas acciones según dé o no dé su consentimiento a la desobediencia; lo mismo que una planta, en circunstancias iguales, no crece de la misma forma si está a la luz o en la oscuridad. La planta no ejerce ningún control, ninguna elección respecto a su crecimiento. Somos como plantas cuya única elección consiste en colocarse o no a la luz.
Cristo nos ha propuesto como modelo la docilidad de la materia, poniéndonos como ejemplo los lirios del campo que no labran ni hilan. Es decir, que no se han propuesto adquirir uno u otro color, que no han puesto su voluntad en movimiento ni han ordenado medios a tal fin, sino que han recibido todo lo que la necesidad natural les aportaba. Si nos parecen infinitamente más bellos que unos suntuosos tejidos no es por ser más lujosos sino por su docilidad. También la tela es dócil, pero dócil al hombre, no a Dios. La materia no es bella cuando obedece al hombre sino cuando obedece a Dios. Si en ocasiones aparece en una obra de arte casi tan bella como en el mar, en las montañas o en las flores, es porque la luz de Dios se ha posado en el artista. Para encontrar bellas las cosas fabricadas por hombres no iluminados por Dios, es preciso haber comprendido con toda el alma que esos hombres no son sino materia que obedece sin saberlo. Para quien se encuentra en ese punto, todo sin excepción es perfectamente bello en este mundo; discierne el mecanismo de la necesidad y saborea en ella la dulzura infinita de la obediencia en todo lo que existe, en todo lo que se produce. Esta obediencia de las cosas es para nosotros, en relación a Dios, lo que es la transparencia de un cristal en relación a la luz. Desde el momento en que sentimos la obediencia en todo nuestro ser, vemos a Dios.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

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